El otro antisionismo: sobre los «rabinos» de ahmadineyad

Cuando en 1896 Theodor Herzl publicó El Estado judío, todavía no se habían producido ni el ascenso del nazismo ni el Holocausto. Le bastó el antisemitismo para elaborar y justificar el proyecto sionista de una patria judía en Palestina. A la vista de las nuevas oleadas de violencia antijudía y al igual que muchos de sus correligionarios, Herzl había llegado al convencimiento de que no podrían vivir tranquilos en Europa. La persecución iba a ir en aumento, se iba a extender incluso a las naciones más civilizadas del continente y, una vez llegado el momento en que estallase, lo iba a hacer -llegó a vaticinar Herzl- con una furia hasta entonces desconocida. Lo que procedía no era ya tratar de explicarse la naturaleza del mal y, menos aún, lamentarse por él, sino simplemente salir de Europa. Sólo que, en esta ocasión, la huida no podía hacerse ya a cualquier parte ni de cualquier modo. La experiencia histórica había demostrado que no servía de nada trasladarse a países donde no se les persiguiera, puesto que bastaba con que un número suficiente de judíos se instalase en ellos para que el fenómeno brotase de nuevo. La solución debía, pues, ser política y nacional: había que salir de Europa, desde luego, pero había que hacerlo de manera organizada y planificada, y hacia una zona del mundo en la que fuera posible construir una patria definitiva para los judíos. Los sionistas estaban dispuestos a aceptar cualquier lugar que se les diese sobre la tierra, pero, desde luego, preferían que se les permitiese construir ese nuevo Estado en el territorio de la que, en otro tiempo, había sido su «inolvidable patria histórica», es decir, en Palestina, sobre la que, como afirmaba Herzl, el pueblo judío tenía por lo menos un derecho natural e histórico.

El llamado de Theodor Herzl no encontró una inmediata y unánime acogida por parte de todos los judíos europeos. Ciertamente, los hubo, y muchos, que se adscribieron enseguida a la empresa, y entre ellos no faltaron nunca los rabinos y maestros de la ley, a quienes el propio Herzl había demandado explícitamente ayuda y encomendado una serie de tareas muy concretas dentro del proyecto sionista. Sin embargo, también abundaron los casos de quienes o no se vincularon al proyecto por juzgarlo una utopía irrealizable, o se opusieron a él en nombre de otras alternativas que creyeron más viables y más acordes con los tiempos. Para muchos judíos progresistas y liberales, por ejemplo, el problema del antisemitismo debía resolverse por la vía de la educación y la transformación de la sociedad; en tanto que el sionismo era, más bien, una respuesta reaccionaria, por nacionalista y religiosa, a la llamada cuestión judía. De este modo de ver las cosas se derivaría todo lo que hoy se conoce como antisionismo de izquierdas.

En el extremo opuesto a esta clase de antisionismo progresista estuvo el que caracterizó a los judíos estrictamente observantes de la religión, a los haredim (o «temerosos» de Dios), a quienes el sionismo se les aparecía, en cambio, como una forma de pensamiento excesivamente moderna y completamente desvinculada de la tradición religiosa. Desde el punto de vista de estos fervorosos creyentes, no tenía ningún sentido fundar un Estado judío si no era para vivir como verdaderos judíos y, por tanto, si el Estado no hacía de la Torah su única ley. Además, el sionismo suponía un desafío a la idea tradicional de la redención mesiánica, que, tal como estaba depositada en los textos de la tradición rabínica, nada decía de fundar un Estado judío en Palestina, sino del advenimiento de una era mesiánica, cuyos efectos liberadores y redentores alcanzarían a toda la humanidad y no sólo a los judíos. A esta meta, además, no podía accederse por medios políticos, sino sólo religiosos y morales. De ahí que en 1912, y tras un Congreso Sionista que resultó especialmente polémico, se crease la coalición Agoudat Israel (Alianza de Israel), que, integrada por diversos grupos ultra-ortodoxos, practicó, desde entonces y hasta los años treinta, una política de frontal oposición al sionismo, es decir, al establecimiento de un Estado judío moderno y laico en Palestina.

La actitud de la coalición se modificó, sin embargo, nada más producirse la llegada de Hitler al poder. En la nueva situación, hasta los judíos más estrictamente observantes, los haredim de Agoudat Israel, abandonaron sus habituales reticencias y colaboraron con el movimiento sionista, facilitando la emigración de los judíos a Palestina. Quedaron, no obstante, algunos recalcitrantes, para quienes ni siquiera en esas circunstancias era lícito hacer ningún tipo de concesiones al movimiento sionista. A esta clase de disidentes, escindidos de la gran coalición de grupos ultra-ortodoxos, pertenecería precisamente ese grupo de «rabinos» que hace unos días asombró al mundo con su presencia en la Conferencia negacionista de Teherán, y que nada tendrían ya que ver ni con los ultra-ortodoxos de Agoudat Israel, que dejaron hace tiempo de practicar el anti-sionismo, ni, menos aún, con la clase de ultra-ortodoxos que más familiar nos ha sido en los últimos años, es decir, la de los colonos radicalmente sionistas de los territorios ocupados. Al contrario que éstos, los miembros de la secta Naturei Karta (Guardianes de la Ciudad, en arameo) han hecho de la militancia antisionista y pro-palestina una forma de vida, que va desde quemar banderas de Israel hasta hacer duelo el día de la Independencia de Israel o entrevistarse con líderes de Hamás.

Para ellos, la verdadera catástrofe no habría sido el Holocausto, sino la creación del Estado de Israel, de la que esperan graves consecuencias para el pueblo judío en forma de castigo divino, idea ésta que, como es natural, el presidente iraní apoya sin reservas, de acuerdo con su propia convicción de que, en efecto, Israel será destruida muy pronto, y no precisamente por un huracán bíblico. A cambio de darles la razón en sus presagios, lo que Ahmadineyad obtiene de esta secta es otro argumento más para cuestionar la existencia del Estado de Israel. Sin embargo, y pese a las coincidencias entre sus respectivos planteamientos, poco habría, de verdad, en común entre estos dos fundamentalismos, pues, mientras los Guardianes de la Ciudad dicen velar por que el pueblo judío no derrame sangre ni cometa pecados que lo alejen definitivamente de la posibilidad de una era mesiánica, lo que el presidente iraní planea es hacer entrar al mundo en una nueva era que, tal como él la concibe, difícilmente podrá tener nada ni de pacífica ni de mesiánica.

Sultana Wahnón