El otro capitalismo

Suele describirse el capitalismo moderno como una realidad dominada por las finanzas y la especulación, separado cada vez más de la producción, de la industria, de la vida real. Se trataría de un mundo aparte, que funcionaría de forma autónoma, lo que explicaría también la idea de las burbujas que estallan periódicamente. Si de proponer imágenes se trata, las más frecuentes son las de Wall Street, de las bolsas, de la circulación instantánea, digital y planetaria del dinero, más que otro tipo de imágenes de fábricas productoras de bienes y artículos. Los mejores análisis de la crisis actual suelen destacar esta disyunción entre capital y economía concreta; una disyunción que hace de la explotación de los trabajadores un tema casi arcaico; es decir, una cuestión social de la era industrial más que de la época actual. Por otra parte, ¿no resulta mucho más dramático ser un parado y, por tanto, no ser explotado?

Tales representaciones dominantes no deberían ser obstáculo para constatar la existencia de otras modalidades del capitalismo. Y, en este sentido, el drama del derrumbe del edificio Rana Plaza en Bangladesh el pasado 24 de abril ha puesto de relieve una cara muy diferente de las lógicas globales del capitalismo contemporáneo. En ese día, se derrumbaba un inmueble de ocho pisos que alojaba talleres de confección textil. En la construcción del edificio no se habían respetado las normas vigentes y los cuatro pisos superiores se habían alzado sin permiso. El Rana Plaza se destinaba en principio a comercios y oficinas y no a la confección de prendas de vestir, una industria que requiere trabajar con maquinaria de peso e implica que se produzcan vibraciones.

La víspera del drama se habían señalado grietas y los inspectores de seguridad habían solicitado la evacuación y clausura del inmueble; las tiendas y oficinas de la planta baja habían cerrado inmediatamente. Pero la dirección de los talleres declaró que la seguridad estaba garantizada y obligó a los empleados a volver o, de lo contrario, perderían un mes de salario.

Condiciones indignas de trabajo, remuneraciones miserables indignos (menos de unos 40 euros al mes), falta de seguridad… todo esto ilustra de modo dramático lo que es la explotación en Bangladesh, un país cuya economía se basa en gran medida en este tipo de industria; se trata del segundo mayor exportador mundial de prendas de vestir después de China.

El Rana Plaza es sólo un edificio entre otros similares que hacen del distrito de la moda de Daka un “triángulo de fuego”, según la común expresión. Numerosas personas o instancias son responsables de las circunstancias que ha revelado la tragedia, de forma directa (los propietarios del edificio, los jefes de taller) o indirecta (las autoridades más o menos corruptas); este modelo de producción es la regla, más que la excepción, en Bangladesh. Sin embargo, el modelo sobre el se basan la explotación y la extrema vulnerabilidad de los trabajadores de Bangladesh –en este caso también las mujeres, en gran número– es global, no se limita a un solo país.

La producción textil en Bangladesh es reciente y debe mucho, en su origen, al capital coreano. Las prendas confeccionadas en talleres como los de Rana Plaza se exportan, en parte, a marcas conocidas como Camaïeu, o a grandes cadenas de distribución como Walmart. Desde hace tiempo, las organizaciones no gubernamentales y las asociaciones de consumidores denuncian esta explotación desvergonzada y muchos blogs instan a las empresas involucradas a participar en los esfuerzos para imponer condiciones dignas de trabajo y seguridad en Bangladesh. Estas empresas nunca han demostrado celo especial en cumplir tales objetivos. Aluden a intermediarios, muchos, que serían responsables en mucha mayor medida que ellas, mientras que ellas se presentan como ordenantes y no como compradores directos, que apenas se molestan en comprobar si los códigos de conducta y otras normas éticas que dicen haber adoptado son respetados. En algunos casos, se ha demostrado que procedían de buena fe y no tenían conocimiento de que etiquetas con su marca se colocaban en sus prendas en el Rana Plaza.

Las organizaciones internacionales, por su parte, también tienen su parte de responsabilidad en la situación actual. Unas, porque no parecen apenas capaces de ejercer influencia en su sector. La Organización Internacional del Trabajo, por ejemplo, nunca ha logrado resultados significativos en Bangladesh, un país donde la corrupción es considerable. Otras, debido a que no es sencillo, desde el punto de vista ético, poner trabas a la escasa capacidad de desarrollo de un país como este. En consecuencia, la Comisión Europea, en los años noventa, dio a Bangladesh libre acceso al mercado europeo en lo concerniente a su producción textil, lo que le permitió un principio de desarrollo; no obstante, la explotación de los trabajadores de Bangladesh es el resultado de tal autorización. Pero, sin esta apertura, ¿dónde estaría este país? La confección ¿no es allí un sector donde las condiciones de trabajo y seguridad, guardando todas las proporciones, son menos execrables que en otras áreas, como la agricultura o la ladrillería, donde se señala que los niños son llevados a trabajar?

En otras áreas, donde se han puesto de manifiesto formas extremas de explotación, la movilización internacional ha ejercido en épocas anteriores efectos significativos, sobre todo cuando ha sido impulsada por el movimiento antiglobalización y sus intelectuales orgánicos, como Naomi Klein con su libro de gran eco No Logo: la tiranía de las marcas (Ediciones Paidós). Esto se explica, en particular, a que las grandes marcas son sensibles, más que otras, a una imagen de dimensiones éticas o a que se dirigen a una clientela capaz de indignarse por una causa como la de la explotación de los niños. Una marca de artículos deportivos, por ejemplo, que dedica un importante presupuesto a publicidad destinada a los jóvenes, puede permitirse en mucha menor medida el lujo de verse acusada por razones éticas que un fabricante de vigas metálicas.

El caso de Bangladesh resulta complejo. Los artículos en cuestión no son necesariamente comercializados por marcas, y menos aún por marcas hipersensibles a su imagen ética. Pueden serlo, pero sólo en una parte limitada. En el caso de otras empresas involucradas, sobre todo la gran distribución tipo Walmart, lo que prima es el precio de venta; estas empresas atienden sobre todo a clientes deseosos de comprar al precio más bajo. Las amenazas de boicot, las presiones, la movilización de los medios de comunicación y a través de internet sobre bases éticas o morales pesan menos. Por eso, una vez la emoción suscitada por el drama ha disminuido, desechada por otras noticias, la esperanza de cambio que pueda ejercer sobre el sistema de Bangladesh una presión sostenida y efectiva no puede pasar de ser débil.

Por tanto, una tragedia localizada, el derrumbe de un edificio que causa muertes en gran número, muestran otra cara del capitalismo contemporáneo distinta de las transacciones en bolsa, los circuitos financieros y la desconexión de la economía real. La otra cara es global, también, y presenta la característica de separar los lugares de producción de los de distribución y consumo. Se basa en formas de sobreexplotación que benefician a los capitalistas y a los intermediarios que trabajan con ellos, pero también a los consumidores, que tienen su parte de lo que se llamó en otros tiempos la plusvalía. Este capitalismo es asimismo sin fronteras, o casi, y los estados no se esfuerzan mucho en controlarlo, ya sea en Bangladesh o en los países donde se distribuyen las prendas.

Una tendencia importante del debate actual se centra en la capacidad de los estados no sólo para meter en cintura al capitalismo financiero, sino también para lograr que vuelva a encontrar la senda de la producción y la inversión. También es necesario que, en este contexto, el esfuerzo de los estados se combine con una actuación destinada a controlar también el capitalismo industrial y comercial, con iniciativas para infundirle una dimensión ética y con un propósito de evitar que haga retroceder las relaciones sociales hasta el punto, en casos extremos, de hacer pensar en los peores excesos de la era industrial en la Europa del siglo XIX.

Michel Wieviorka, sociólogo. Profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París.

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