El otro síndrome de Estocolmo

En todos los países del mundo, hay escritores que sueñan con ganar el Premio Nobel cada mes de octubre de cada año. No hace falta que no tengan méritos, porque casi todos ellos aspiran a ganar el Nobel por el simple hecho de escribir y soñar que lo van a ganar. Cela, que tuvo méritos literarios de sobra, echó a perder su Nobel, y lo retrasó durante más de veinte años, por la puesta en práctica de sus inveteradas y reconocidas dotas histriónicas ante señores, los académicos suecos, que lo menos que se puede decir de ellos es que son esas dos cosas: académicos y suecos. Borges, que lo merecía de sobra, saludaba a veces con una efusión exagerada a los altos militares de la dictadura argentina y, un segundo más tarde, se volvía hacia su íntimo Adolfo Bioy Casares y le espetaba sardónico: «Adolfito, otra vez he vuelto a perder el Nobel». Todo el mundo de las letras sabe ya que quien se lo impidió fue Artur Lunkvist, un tipo alto con cara de guardia montada del Canadá, que hablaba poco español pero tenía asesores que le ordenaban el panorama a su imagen y semejanza. Neruda, Aleixandre y García Márquez, con méritos literarios de sobra, fueron los Nobel que este premio Lenin sueco procuró para bien de las literaturas de lengua española.

Vuelvo al otro síndrome de Estocolmo. Un día, desayunando con un escritor conocido (conocido mío, quiero decir), le pregunté que a qué aspiraba con sus escritos. «Yo, con mi obra», me dijo poniendo cara de pozo seco, «aspiro al máximo». Tragué como pude un trozo del huevo frito que me estaba desayunando y volví a preguntarle. «¿Y qué es el máximo?». «El máximo», me dijo, «es el máximo. Es decir, el Premio Nobel». Sé que al día siguiente de que cada año se otorgue el Nobel de Literatura cientos de escritores caen en un trance enfermizo y depresivo que los hace pelearse, en el oscuro de sus habitaciones y sin afeitarse durante días, con el mundo entero que no reconoce su talento: es el otro síndrome de Estocolmo el que los aqueja de esa manera tan enloquecida. Nunca han soñado con ser buenos escritores, jamás han aspirado, con una dimensión racional, a que su escritura literaria sea limpia y excelente. Lo que buscan a través de la escritura, que es en este caso un medio y no un fin en sí mismo (como lo es de verdad para los grandes escritores), es el reconocimiento internacional, la gloria del Nobel, «el máximo». Conozco a varios de estos especímenes que padecen el mal del otro síndrome de Estocolmo. Luchan, cada vez que escriben una palabra, con su sueño. Ven los hielos e incluso las nieves de Estocolmo muy cerca de sus poemas. Estudian cómo hacer para qué llegue a los académicos suecos el enorme eco de su talento. «¡Ojalá se enteren en Estocolmo!», se dicen llenos de esperanza cada vez que una palabra sale de sus pobres magines y se incrusta en el papel blanco. Muchos de ellos son los que dicen que sufren mucho escribiendo; que sudan sangre con cada palabra y que quedan exhaustos luego de escribir un poema, como si fuera su alma la que está cicatrizada en la piel del papel cada vez que flota en el aire la epifanía en la que creen vivir.

García Márquez habló durante mucho tiempo sobre los viejitos de la Academia sueca. Lo hacía en broma, sin herir del todo, dejándose querer, pero no asomando nunca su rostro —entre caribe y argelino— por ninguna de las esquinas de Estocolmo. Si alguna vez sufrió ese síndrome —el otro— nunca se delató. Por el contrario, gente que aspira al Nobel se pasea cada tres meses por las calles de la capital sueca, dejándose ver, dando conferencias y proclamando lo importante que es su obra. No saben que se están suicidando y que descubrir su ampulosa vanidad los llevará a encontrarse con el desastre en el que en realidad viven. Hay poetas traducidos a cuarenta lenguas que se han proclamado una y otra vez candidatos al Nobel que, sin embargo, no tienen posibilidades ni volviendo a nacer. La obra literaria contundente se abre paso sola, más temprano que tarde, y aunque sea tarde, quienes tienen que llegar lo hacen con parsimonia, al menos aparente, y con la tranquilidad elocuente de quien siempre estuvo esperando el galardón sin hablar una palabra de la importancia de su obra, aunque fuera sin duda de las más importantes. «¿Y a quién le importa el Premio Nobel?», dicen muchos escritores cuando el Nobel queda otorgado a algún escritor que no les gusta. Es la mejor manera, preguntándoselo en alta voz, que encuentran para ahuyentar de sí la pena que llevan dentro: si le dan el Nobel a éste, que es incluso mediocre, ¿por qué no voy a aspirar yo mismo a ser Nobel?, se preguntan interiormente. Y caen en el otro síndrome de Estocolmo por tiempo indefinido. Conozco el caso de un novelista peruano, ya fallecido, que montó su propia agencia de noticias para difundir sólo una noticia al año: la mentira gloriosa de que él era candidato al Premio nobel.

«Ahora sabrás lo que es dormir sin esperar el Nobel». Ese es el texto del telegrama que, según Cela, le escribió García Márquez el año en que él ganó lo que a lo largo de toda su vida estuvo esperando. Cada vez que el Nobel pasaba de largo, aunque siempre muy cerca, de Vargas Llosa, yo le preguntaba qué le parecía el ganador. Vargas Llosa, el indio londinense más discreto y educado que he conocido en mi vida, levantaba las cejas, hacía un gesto de resignación y no soltaba ni una palabra. Aspirar al Nobel de Literatura me parece una de las peores tonterías que puede ocurrírsele a un escritor sin obra literaria decente. Y, para colmo, son ellos, los mediocres con más o menos influencias, los que nos vuelven locos situándose en la primera línea para ser premiados por los académicos suecos. Más aceite da un ladrillo, aunque a veces ocurren esos disparates de los últimos años que nos hacen santiguarnos antes de condenar a los infiernos a los mismos académicos suecos que ahora, gracias a los dioses, han premiado al Nobel dándole el galardón a Vargas Llosa. Si alguno de ustedes se encuentra con algún escritor que íntimamente padezca este mal —el otro síndrome de Estocolmo— lo notarán porque se queja siempre del último escritor a quien han dado el Nobel en Estocolmo. «Es bueno, pero no es para tanto», dicen como dejándose caer ante su interlocutor. En España, sin embargo, hay tres o cuatro escritores (un poeta y tres novelistas) que, en el futuro —lejano o no— pueden aspirar al Nobel de Literatura. Es seguro que no todos lo obtendrán, pero su prestigio dentro y fuera del país es grande. Ya lo dijo González-Ruano, sospechoso de todo y candidato a nada, con la mayor de las ironías y sin sombra alguna del otro síndrome de Estocolmo: «En España es fácil adquirir prestigio, lo que resulta absolutamente imposible es perderlo». Y así, en el carro del prestigio literario, se puede aspirar «al máximo», no a escribir de forma excelente, sino al Nobel de Literatura.

J. J. Armas Marcelo, escritor y director del Foro Literario «Vargas Llosa»