El oxígeno revolucionario

Para quien haya leído los libros de Pablo Iglesias, lanzado al estrellato por una televisión que él considerará ahora de extrema derecha, no le sorprenderá su estrategia actual. Del actual vicepresidente segundo del Gobierno podrá decirse lo que se quiera, según las simpatías políticas, pero no que haya ocultado sus pretensiones ni su idea de cómo conseguirlas.

Los dos puntales del asalto a los cielos de Iglesias han sido socialistas: Zapatero y Sánchez. Descarto referirme a la aportación relevante de sus compañeros y amigos de la Universidad; algunos se han quedado por el camino. Su equipaje académico es denso y nula su experiencia de gestión.

De las apetencias de Iglesias y la forma de cumplirlas se sabe casi todo. Son decenas las grabaciones de intervenciones suyas ante grupos reducidos o amplios en las que no calla nada. Es uno de esos políticos que no suelen cortarse ante sus auditorios, aunque a veces no ha resultado consecuente entre lo que proclama y lo que hace. Así cuando asegura que permanecerá en su barrio de siempre, que «hay que vivir okupando», que nunca será de la casta del poder, que no pronunciará el nombre de España ni aceptará la bandera nacional y menos la Monarquía, considera a la Guardia Civil esa «institución burguesa que protege los intereses de los poderosos», o se declara emocionado si un manifestante apalea a un policía. Sabemos lo que opina de «un Parlamento burgués de mierda que representa los intereses de la clase dominante», y no ignoramos su idea sobre la democracia formal como comúnmente se entiende.

Ya no vive en Vallecas, su residencia campestre es custodiada por la Guardia Civil, prometió lealtad al Rey, pertenece a la denostada casta, es vicepresidente del Gobierno del Reino de España y produce sus comparecencias institucionales ante una bandera nacional. Acaso es fiel a aquello de «el fin justifica los medios», que no es de Maquiavelo, aunque se le atribuya, y cuya idea empleó ya Gracián en el siglo XVII.

El primer impulsor del asalto a los cielos de Iglesias fue Zapatero. Con su olfato político habitual consideró una chiquillada la ocupación de la Puerta del Sol varias semanas, y el asedio al Congreso, que anunciaron mantener «hasta la dimisión del Gobierno». A los indignados de hoy ni se les ocurriría; el centro-derecha es más cívico o más ciego. Aquellos que se autoproclamaban «indignados» pedían «democracia real» y «separación de poderes». Quién lo diría en nuestra realidad de hoy. Zapatero con su radicalismo y su rescate guerracivilista dio paso a lo demás.

El segundo padre de ese asalto a los cielos ha sido Sánchez, tabla de salvación de Iglesias, con graves disidencias internas tras su estrepitosa pérdida de votos en las últimas elecciones, y cuando nadie daba un ochavo por él. Para tapar sus vergüenzas electorales, Sánchez gestionó un gobierno mastodóntico en menos de veinticuatro horas para hacer todo lo contrario de lo que prometió durante la campaña electoral. Parece que ya no perdería el sueño contando con Podemos. Aunque probablemente aquella decisión le haya desvelado alguna vez.

El grave problema que padecemos, y más que se agravará, es que mientras Sánchez tiene una ideología moldeable o ideología chicle, Iglesias sabe perfectamente lo que quiere y cómo lo quiere. En uno de sus libros aclara que hay que aprovechar las crisis, los momentos de excepcionalidad: «La crisis hace saltar los conceptos existentes, los significados básicos». Los votantes suelen padecer amnesia y sopesan mal los riesgos que esconden quienes prometen paraísos. Churchill perdió las elecciones tras ganar la guerra. No se esperan concreciones ni programas realistas; se remueve el sentimiento, tantas veces confundidor.

Un liderazgo socialista débil, plagado de contradicciones internas, que asume respuestas radicales de su socio de Gobierno que muchos no entienden en su propio partido, es el oxígeno revolucionario que Iglesias necesita. Una vicepresidencia menor, diluida entre cuatro, y unos ministerios que en gobiernos anteriores habían sido meras direcciones generales, han alcanzado una dimensión inesperada por la debilidad de Sánchez y la crisis. El objetivo de estos nuevos leninistas es sustituir al socialismo como referencia de la izquierda acercándolo a la irrelevancia. No son socios fiables.

Para Iglesias y los suyos el Derecho «no es más que la voluntad política racionalizadora de los vencedores» y «la ética debe adaptarse a la necesidad de la victoria». Ocurre, y acaso se le escapa a Iglesias, que la crisis que padecemos no es sólo sanitaria y económica. Existe una profunda abrasión humana y social por los miles de muertos. Y nadie ignora, aunque se intente una y otra vez, cómo creció esta crisis en España, sus circunstancias ideológicas, y su gestión en el día a día. La factura política, y en su caso penal, de las responsabilidades será muy costosa. No descarto que el oxígeno que busca Iglesias para su revolución sea desplazado, al cabo, por otro. Ese oxígeno vital de las UCI que nunca olvidaremos.

Juan Van-Halen es escritor y académico correspondiente de la de historia y de bellas artes de San Fernando.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *