El paciente español

En una de las mejores novelas cortas de la historia de la narrativa, La muerte de Ivan Ilich, Tolstoi construyó un artefacto literario perfecto, ajustado con la disciplina funcional de las piezas de un reloj y que transcurre con la angustiosa y apremiante naturalidad de una tarde de lluvia. Es un texto que, como otros, carece de una intriga argumental. El propio título es revelador y, por si eso no fuera suficiente, el relato se inicia con la muerte del protagonista y la visita de sus compañeros de trabajo al domicilio fúnebre, ateridos en su forzosa solemnidad y aliviados porque el oprobioso desenlace se haya dado en otra persona.

A partir de ese momento inicial, en el que creemos saber lo importante, el genio ruso pasa a explicarnos lo esencial. No se trata sólo de la conciencia de haber nacido para morir, que se adueña con minuciosa crueldad del ánimo del paciente, sino de algo más penoso aún. La lucha que se produce en sus últimos días, no atañe sólo a las horas en que un organismo enloquecido y desquiciado ejerce su doloroso conflicto con la voluntad del hombre, no sólo se refiere a esos momentos en que la carne trata de imponer su soberanía a la conciencia. Las lentas jornadas de combate enfrentan al moribundo con la validez de su experiencia, con la exaltación o la contingencia de su vida. La muerte llega, siempre, obligando a preguntarse si la existencia ha sido un trámite convencional o ha tenido valor en sí misma. Si hemos vivido o nos hemos dejado llevar hacia el adiós definitivo. El protagonista de La montaña mágica, contempla los huesos de su mano observados por los rayos X. «Entonces, supo que era un hombre destinado a morir», escribe con serenidad y ternura Thomas Mann. Esa conciencia del final no nos exige aprender a morir, sino a darnos cuenta de que la muerte sólo tiene sentido tras haber apurado las posibilidades generosas y espléndidas que proporciona una vida humana.

Tras leer, una vez más, el relato de Tolstoi, que como todas las obras maestras siempre oculta nuevas sugerencias en los pliegues de su acogedora complejidad, y pensar en el drama de España en estos tiempos terribles, surge un análisis de nuestra conducta, en el que importa mucho más saber si hemos estado a la altura de nuestra vida que si podemos resignarnos a la seguridad de nuestro fin. Porque las naciones también mueren, también desaparecen como resultado de lo que, metafóricamente, podemos leer como el envejecimiento de un organismo colectivo, la dolencia descuidada de un cuerpo social, los accidentes letales provocados en una temeraria complacencia en el riesgo, o la indolencia culpable que ni siquiera protege la salud con una sensatez preventiva. En 1810, cuando huía de los ejércitos franceses que avanzaban por España y ya anciano veía acercársele la muerte, Jovellanos llegó a exclamar «Tú, ¡oh amada patria!, yo lo pronostico, también perecerás no por los esfuerzos del bárbaro tirano que devasta tus pueblos sino por los de los hijos ingratos que destrozan tus entrañas!». Y otro político de aquella época, Agustín Argüelles, también lo remachaba: «Un Estado se pierde igualmente entregándolo al enemigo o equivocando los medios de salvarlo».

La mayoría de los españoles no nos preguntamos si la vida nacional que hemos llevado hasta ahora ha valido la pena, si podemos recordarla melancólicamente con cierto orgullo de obra bien cumplida, de tiempo aprovechado, que nos permite ahora encarar con el espíritu sosegado la llegada de nuestra defunción colectiva, quizás confortados con los sacramentos laicos de la liturgia nacionalista y consolados por las oraciones fervorosas de la retórica antiespañola. Porque somos no sólo la mayoría, sino los exclusivos portadores de una conciencia nacional que otros han considerado rechazar o se empeñan en vestir como obligado atributo de una responsabilidad política . Esos españoles estamos muy poco dispuestos a celebrar este festejo funerario. Hacia ahí nos llevan, desde luego, la atrocidad ideológica de una minoría y la penosa falta de reflejos de quienes deberían haberse preocupado hace mucho tiempo. Nos llevan, además, con ese insoportable aire de risueña resignación con que se entierra a aquellos a quienes ha llegado ya la hora, y en quienes se quiere honrar la dichosa existencia que se han dado a sí mismos y a quienes los conocieron.

En un sentido que ni siquiera contiene la inteligencia de una metáfora, para algunos España puede morir tras haber hecho un buen trabajo, reuniendo a aquellos pueblos que ahora pretenden emprender su camino por separado. Para otros, para los nacionalistas más abyectos, España debe ser enterrada porque ni siquiera ha vivido realmente. Ha sido sólo una apariencia, un artefacto de cartón piedra, una suma de efectos especiales con los que se ha construido una falsa perspectiva. Por tanto, aunque nos duela, más nos vale no dramatizar: España muere porque ese era su destino, su culminación vital, el momento de la verdad. España muere al final de una larga y dolorosa enfermedad que se ha llamado historia. La muerte llega para hacerse con esa transitoria circunstancia que se ha llamado España.

Ninguna otra nación europea ha corrido esa suerte. Las naciones tienen y ejercen el derecho a su existencia a través de todos sus ciudadanos, del ejercicio de sus deberes y del disfrute de sus derechos. Pero, sobre todo, poniendo la constante plenitud de una convicción nacional, cuya serena y tensa claridad no es sólo costumbre, sino vivencia y afirmación de una voluntad de vivir. Pero, frente a esa normalidad con la que naciones con menor trayectoria histórica que nosotros consolidan un patrimonio común irrenunciable, los españoles parecemos volver a querer mostrar una excepcionalidad que no siempre ha sido ejemplar. En el pasado un momento histórico de peligro fue siempre una oportunidad para hacernos mejores. La quiebra de la convivencia, tantas veces y tan dolorosamente experimentada, fue el lugar donde hincamos nuestra capacidad de recuperación nacional. La pérdida de nuestra fe colectiva, sentida tan frecuentemente, fue la sustancia con la que forjamos una conciencia nacional esperanzada y vigorosa. No podemos tolerar que nos digan ahora que España tiene que morir averiguando a solas, como Iván Ilich, si su existencia ha valido la pena, si ha aprovechado su tiempo en esta tierra, si ha tenido un buen vivir.

La muerte no es el destino necesario de las naciones y, desde luego, no es la desembocadura de una nación como la nuestra. Hagamos el recuento de nuestras fuerzas, el sumario de nuestros recuerdos, el repaso a nuestra razón histórica, el examen de nuestros proyectos. Con todo ello formemos nosotros, la inmensa mayoría de los españoles, una conciencia colectiva, levantemos acta común, demos una poderosa y unánime fe de vida. En momentos en que tanto se habla del derecho a decidir, decidamos nosotros no lanzar por la borda una herencia de siglos y un proyecto colectivo que no pertenece ni a cada uno de los individuos ni a cada uno de los territorios en los que España toma sustancia vital, realidad histórica y materia de porvenir. Digamos que España es mucho más que la suma de sus partes, que no es un conjunto de organismos elementales que podemos disgregar a capricho. Digamos, alto y claro, que España no es un paciente recostado en la angustia de una agonía, sino esa nación de ciudadanos en pie, dispuestos a vivir.

Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad.

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