El pacto de Frónkonstin

Uno de los momentos más sorprendentes del debate de la 'desinvestidura' estuvo en el arranque de la réplica de Pedro a Pablo, cuando le dijo sin calentamiento previo que «el próximo lunes, día 8, (debió decir día 7) se cumplen ocho años del asesinato de Isaías Carrasco por aquellos a los que ayer usted calificaba de presos políticos». La primera sorpresa es cómo es posible que una acusación como esa no comporte la máxima discrepancia posible, un punto de no retorno en las relaciones políticas.

«Sólo el que mata es la categoría/ que dejo fuera de mi sentimiento», escribió Pablo Neruda aquel septiembre de 1973. Sin embargo, a partir de ahí, toda su réplica estuvo orientada a preguntar por qué Pablo no iba a votar su investidura, si lo que les unía, el afán de echar a Mariano, era un vínculo más estrecho que lo que les separaba, el recuerdo de Isaías Carrasco, asesinado frente a la puerta de su casa por un tipo, Beinat Aginagalde, que hoy es un preso político, en opinión de Pablo.

La segunda es la pervertida afirmación de Iglesias, a la que respondió en términos adecuados Albert Rivera: «encarcelado por sus ideas está Leopoldo López». Pedro tiene mucho más cerca a alguien que considera a Otegi un preso político: se trata de Jesús Eguiguren, el hombre que negoció con él la demolición del Pacto Antiterrorista mientras forjaba una amistad fraterna con Arnaldo Otegi.

Pablo invocó como un héroe al terrorista Salvador Puig Antich, ejecutado el 2 de marzo de 1974, tras el consejo de guerra que lo declaró culpable de matar al inspector de policía Francisco Anguas Barragán, escupió a Sánchez que Felipe González estaba manchado de cal viva y se reclamó heredero de la tipa más sectaria del bando republicano, Margarita Nelken, y de su mozo de espadas, el abuelo Manuel Iglesias, aunque no citó a su cuadrilla, 'El Chaparro', 'El Vinagre', 'El Ojo de Perdiz', 'El Cojo de los Molletes' y 'El Hornachego'. El líder de Posemos afeó al candidato que «en su discurso de ayer no hubo una sola referencia a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, que tienen que pagarse con su dinero los chalecos antibalas y a la Guardia Civil a quien se le prohíbe el derecho de sindicación. Hace falta un Gobierno que defienda los derechos de los que nos protegen». Este sujeto era el mismo que en la televisión que le paga la teocracia iraní comentaba las imágenes de un policía antidisturbios apaleado y pateado, ya en el suelo, por los manifestantes: «tengo que reconocer que me ha emocionado, porque a pesar de que se la estaban jugando, a pesar de que no es agradable ver una agresión contra nadie, expresaba una rabia que está creciendo».

Nada de lo anterior llevó a Pedro a rebotarse; tampoco las ofensas de Joan Tardà: «comparado con Sánchez, Zapatero era Olof Palmer (sic) o Willy Brandt», equiparación que debería ser ofensiva, viniendo de un tipo al que sólo se le podría equiparar con un plato de 'mongetes amb botifarra'. Homs, portavoz de un partido que tiene sus sedes embargadas por la Justicia, no le provocó una hostilidad decente comparable a la que Rajoy provoca en el candidato. La reivindicación de la independencia tampoco es cuestión que aleje a Sánchez más de estos dos que la fosa abisal que le separa de Rajoy. «No hay mayoría de izquierdas», trataba de explicar su drama a Pablo, a Tardà y aún a Homs. Sánchez, que copió el plebiscito a los independentistas catalanes para someter su pacto a referéndum entre sus afiliados, dijo a Homs que habían perdido sus elecciones plebiscitarias, mientras cree que él ganó el suyo con siete puntos menos.

El joven Sánchez había tejido su programa de Gobierno a medio camino entre la moda 'patchwork' y la misión que asume Young Frankenstein en la película de Mel Brooks. En lo sustancial es el acuerdo entre el PSOE y Ciudadanos, con ofertas a las cinco fuerzas de su izquierda: Posemos, En Marea, En Comú, Compromís e Izquierda Unida. Marx había escrito la cita más famosa de su obra en 'El 18 Brumario de Luis Bonaparte', aquel artista del referéndum: que los acontecimientos y los personajes se repiten en la historia: la primera vez como tragedia y la segunda como farsa.

De la tragedia de Mary W. Shelley sobre Victor von Frankenstein a la farsa de Brooks sobre Frederick Frankenstein (léase 'Frónkonstin') con la torpeza de Aigor al estropear el cerebro del científico Delbrück y sustituirlo por el de un tal «A nosequé, ah, sí, A...normal», a lo que el profesor replica: «¿Me está diciendo que le he puesto un cerebro anormal a un gorila de 2,40 metros de alto y 1,30 de ancho?». El problema en el empeño de Young Sánchez es quién le encargó robar el cerebro para ponerle al pacto este, pero parece que no era el adecuado.

No es probable que el Rey le vaya a encargar sin más al presidente 'popular' otro intento de investidura. La razón que adujo Rajoy para declinar la invitación real va a seguir siendo la misma a partir del viernes. Los socialistas no van a cambiar su actitud de bloqueo tras la derrota de Sánchez, a la que puede sumarse Ciudadanos. O sea, que iremos a elecciones.

Hay una cierta inversión del lenguaje con el que el candidato se quejaba del bloqueo (del PP) e invocaba la voluntad ciudadana por el cambio. ¿Qué quisieron decir los ciudadanos españoles en las urnas el 20-D? Pidieron a sus representantes que se entendieran, eso es de oficio. Hacer lo que se puede hacer. Y lo que es posible, dando por sentado que los ciudadanos creen en la estabilidad política como un bien, es un acuerdo entre el PP, el PSOE y Ciudadanos, que sumaría 252 escaños. El ostracismo al que había condenado Sánchez a su adversario, el borrado de los 122 escaños del Grupo Popular, es lo que tiene bloqueado el proceso. No tiene sentido la oposición de la lógica política y la matemática, como tampoco la tiene la identificación de oficio que hacía Sánchez: «sí suma porque es el acuerdo que necesitan los españoles». Las matemáticas son la restricción de los hechos, simplemente. Los españoles no han votado un cambio a la izquierda.

¿EL PP no es democrático? El PSOE debería sentir más recelo hacia un partido que tiene sus modelos en la Venezuela chavista, por la que ha sido financiado, en una república islamista, y admira a la Grecia de Syriza. Cuando los regímenes bolivarianos están cayendo en la propia Venezuela, donde Maduro ha perdido las legislativas; en Argentina, donde los ciudadanos se han librado por fin de Cristina Fernández; en Bolivia, donde Evo Morales fracasó en su intento de repetir la maña de Hugo Chávez y prolongar su mandato 'ad calendas graecas'. ¿Y dice usted que un partido socialdemócrata europeo puede hacer causa común con un partido bolivariano y antieuropeo? Todo puede ser. Hay socialistas como los franceses y los alemanes, pero el laborista Corbyn ha contratado como asesor a Varufakis, no diré más.

Lo de ayer no fue una investidura, sino tal vez un debate sobre el Estado de la Nación, o quizá una moción de censura constructiva para deponer al que todos reconocían implícitamente como el presidente del Gobierno, o sea, Mariano Rajoy.

Nuestro ordenamiento jurídico no conoce la moción de censura a pelo. Su condición de 'constructiva' quiere decir que hay que proponer algo para sustituir al depuesto. Descartado, por pueril, el móvil de la responsabilidad y la necesidad de aceptar el encargo del Rey que esgrimía el candidato socialista, cabe preguntarse cuál era su verdadero objetivo. Él no fue al Congreso para investirse como presidente, sino a revalidarse como secretario general del Partido Socialista. ¿Pero eso no debería hacerlo en Ferraz? Es el error de los contextos que inventó Zapatero. Anunciaba sus decisiones de gobernante en mítines de partido (el proceso de paz en San Sebastián, las subidas de pensiones en Rodiezmo) y citaba en La Moncloa a los barones para hablar de las cosas del partido.

Santiago González es periodista y columnista de EL MUNDO.

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