El 11 de septiembre de 1962 Juan XXIII hizo una afirmación teológica y eclesialmente revolucionaria, cuyos efectos no iban a tardar en hacerse realidad: “La Iglesia se presenta, para los países subdesarrollados, tal como es y quiere ser: como la Iglesia de todos y, particularmente, la Iglesia de los pobres”. Con ella estaba marcando el camino a seguir por el Concilio Vaticano II, cuya inauguración tuvo lugar un mes después. En la aula conciliar hubo intervenciones que siguieron ese camino, si bien fueron escasas. El cardenal Lercaro, arzobispo de Bolonia, dijo que la Iglesia de los pobres debía ser el tema central del concilio. El obispo belga Charles Monseñor Himmer fue contundente al afirmar: “Hay que reservar a los pobres el primer lugar en la Iglesia”.
Desde muy pronto se conformó un grupo de obispos que consideraba prioritario escuchar el clamor de los pobres y responder a él con la solidaridad y el compromiso por su liberación. Ese grupo creía que el principal desafío de la Iglesia en ese momento era la violencia estructural, generadora de pobreza y desigualdad creciente, sobre todo en el Tercer Mundo, y que la actitud fundamental del cristianismo no podía ser otra que la opción por el mundo de la marginación y de la exclusión.
El 16 de noviembre de 1965, tres semanas antes de la clausura del concilio, en torno a 40 obispos, insatisfechos quizá con la orientación eurocéntrica y el optimismo desarrollista que imperaba en el aula conciliar y descontentos con la centralidad dada a la increencia religiosa como tema y desafío fundamentales en detrimento de las desigualdades entre pobres y ricos, se reunieron discretamente, casi de manera clandestina, en la Catacumba de Santa Domitila en Roma, bajo la inspiración de Helder Cámara, quien no pudo asistir al encuentro por tener que participar en los debates de la Constitución sobre la Iglesia en el Mundo Actual.
Los obispos reunidos procedían de todos los continentes, con predominio del Sur: Asia (China, Corea del Sur, India, Israel), África (Zambia, Argelia, Togo, Congo, Chad, Congo-Brazaville, Egipto, Djibouti, Seychelles), América Latina (Brasil, Argentina, Ecuador, Caribe), América del Norte (Canadá) y Europa (Francia, Bélgica, Grecia, España, Italia, Alemania, Yugoslavia). Entre los firmantes estaban Enrique Angelelli, asesinado en 1976 por los militares durante la dictadura argentina, el brasileño Antônio Fragoso, defensor de la teología de la liberación y el ecuatoriano Leonidas Proaño, obispo de los indios. Los reunidos celebraron una eucaristía y firmaron el “Pacto de las Catacumbas-Por una Iglesia pobre y servidora”, apoyado posteriormente por más de 500 obispos.
En el Pacto asumieron una serie de compromisos que afectaban a su vida personal y a su trabajo pastoral. En el plano personal, renunciaban a las riquezas, tanto en las apariencias como en la realidad, a poseer bienes en propiedad; rechazaban los nombres y títulos que expresaran poder como eminencia, excelencia, monseñor; en las relaciones sociales, se comprometían a evitar preferencia por los ricos y poderosos y optaban por el uso de símbolos evangélicos, nunca de metales preciosos
En su ministerio pastoral, acordaron dedicarse plenamente al servicio de las personas y los grupos económica, física, cultural y moralmente débiles y subdesarrollados, transformar las obras de beneficencia en obras sociales basadas en la caridad y la justicia, así como crear estructuras e instituciones guiadas por la igualdad y el desarrollo integral de toda persona y de todas las personas, y destinadas al logro de un nuevo orden social.
Era todo un programa revolucionario en respuesta a la propuesta de Juan XXIII. Se empezaba a fraguar un nuevo paradigma de Iglesia que unos años después daría lugar al nacimiento del cristianismo liberador, a través de las comunidades eclesiales de base, y de la teología de la liberación. El Pacto, como afirma el teólogo brasileño Oscar Beozzo, inspiró la II Conferencia del Episcopado Latinoamericano celebrada en Medellín (Colombia), en 1968, que supuso el paso gigantesco de la Iglesia colonial y dependiente a la Iglesia poscolonial de la liberación.
La propuesta de una Iglesia pobre y servidora ha sido asumida por Francisco. Existe, por tanto, una línea de continuidad entre Juan XXIII, el Pacto de las Catacumbas, el Cristianismo liberador y el papa actual. ¡Todo un signo de esperanza! El Pacto firmado hace cincuenta años ha dado sus frutos.
Juan José Tamayo es profesor de la Universidad Carlos III de Madrid y autor de La teología de la liberación en el nuevo escenario político y religioso (Tirant lo Blanch, 2011).