El pacto social y las ideologías

La tempestad financiera continúa amainando, y lejos queda ya el pánico anterior. ¿Quién se acuerda ahora de la refundación del capitalismo que se planteaba para la reunión de Londres del G-20? A medida que el sistema financiero se ha estabilizado, los propósitos de enmienda radical se han ido diluyendo. No es que las propuestas existentes no ataquen elementos relevantes, sino que dejan algunos muy sustantivos por resolver. Por ejemplo, el del tamaño de las corporaciones financieras. Si antes de la crisis, las más importantes eran demasiado grandes para permitir que cayeran, ahora, tras la reconversión en curso, en Gran Bretaña y EEUU el sistema financiero está todavía más concentrado. Ahora, esas nuevas instituciones, en palabras de Martin Wolff, del Financial Times, son, además de demasiado grandes, demasiado influyentes. Tampoco se ha avanzado en el ámbito retributivo, al tiempo que han reaparecido espectaculares complementos salariales. En fin, tras la tempestad, ha regresado la calma. Y con ella retornamos hacia una situación que puede estar sentando las bases de crisis futuras, tal y como ha advertido reiteradamente Angela Merkel.

Las razones de esta continuidad expresan la confluencia de intereses y viejos dogmas económicos. En el ámbito de los primeros, y para las instituciones individuales, la situación anterior era el mejor de los mundos. Y, por ello, su presión política intenta salvar al máximo aquel esquema. Colectivamente, para EEUU o Gran Bretaña también existen intereses a defender. El peso de sus sectores financieros y el papel estratégico de sus grandes instituciones son suficientemente importantes como para frenar cualquier veleidad radicalmente reformadora. Y la emergencia de un nuevo orden económico internacional, con China, India, Rusia y Brasil a la cabeza, que amenaza posiciones de dominio largamente detentadas, refuerza esa posición de mantenimiento del estatu quo.
Pero junto a los descarnados intereses existe un segundo factor, de carácter ideológico, que limita el alcance de la reforma. El estallido de la crisis señala el final de la revolución conservadora, que Ronald Reagan y Margaret Thatcher iniciaron en los 80. Y aunque ello sea cierto, no lo es menos que son economistas, dirigentes empresariales y políticos que se forjaron en esas tres décadas de auge neoliberal los que han de dar salida a la crisis. Desde este punto de vista, los signos son decepcionantes. Por ejemplo, brilla por su ausencia una posición crítica desde las grandes escuelas de negocios, o facultades de Economía, que lideraron el culto al libre mercado. ¡Alguna responsabilidad deben tener en lo sucedido!

En el ámbito español, algo de ese anquilosamiento se observa a la hora de abordar la salida a la crisis. El fracaso, por lo menos hasta la fecha, del pacto social auspiciado por el Gobierno apunta a una incorrecta evaluación de los cambios que se han operado en nuestro entorno económico. Y esos errores responden, también, a la continuidad de concepciones que postulan que, una vez haya pasado lo peor, retornaremos al pasado. Para desgracia para todos, ese no es el futuro que nos aguarda, seamos capaces o no de entenderlo.
La crisis financiera y el final del boom de la construcción en España muestran que el crecimiento de la última década, basado en apalancamientos financieros insostenibles de hogares y empresas, no volverá en años. Mientras la abundancia del crédito sostuvo la economía española, la navegación pareció muy sencilla, de forma que transitamos por la primera etapa de la globalización de manera muy favorable, a pesar de las deslocalizaciones de actividad de las empresas. Ahora, con el barco de nuestra economía varado por la retirada del crédito, los impactos de la globalización van a sentirse de forma mucho más severa.
Algunos países europeos ya se han puesto a la faena de mitigarlos, dentro de lo posible. Así, Irlanda y los países bálticos están reduciendo salarios nominales, dada la imposibilidad de devaluar sus monedas. Otros, como Gran Bretaña, Polonia, República Checa o Hungría han dejado caer, con mayor o menor grado, sus monedas. En ambos casos, se reconoce que el país se ha empobrecido, y que hay que mejorar la competitividad exterior para recuperar parte de la renta perdida.

Esta situación es la misma en España. Pero aquí los intereses de grupo y las concepciones ideológicas sobre hacia dónde nos dirigimos están impidiendo el gran acuerdo que el país necesita. Este va más allá de lo que puedan acordar sindicatos y patronales. Y abraza, también y de forma especialmente relevante, la política fiscal, una gran ausente de la discusión en curso y, en general, todos los aspectos de una política de rentas. Todos somos hoy más pobres en España, aunque unos lo sean más que otros. Y todos hemos de contribuir a soportar el coste de la crisis, y a sentar las bases para salir de ella.
El debate planteado hoy en el país, en cambio, sugiere que los agentes sociales continúan anclados en una visión de la economía española que, desgraciadamente, no volverá. Cuanto antes lo aceptemos, menor serán los costes que deberemos pagar para enfrentarnos a esa nueva realidad. Esta está ya aquí, lo queramos o no. Seamos capaces, o no, de entenderlo. Pero ¿lo seremos?

Josep Oliver, catedrático de Economía Aplicada de la UAB.