El país de la meritocracia menguante

En el apogeo de la España incompetente, cuando el Gobierno de Rodríguez Zapatero vaticinaba allá por 2010 el final de una crisis que sigue con nosotros, Leire Pajín definió la meritocracia española con aquella frase en la que dijo que como ministra nombraba a quién le salía «de los cojones». En su caso se trataba de promocionar a una amiga para dirigir el Plan Nacional sobre Drogas, pero podría haberla puesto al frente de una misión a Marte y tampoco se habría sentido obligada a explicar las aptitudes de su candidata.

De las muchas indignidades que viene padeciendo el contribuyente español, quizá ninguna sea más irritante que la de ver cómo sus impuestos sostienen una gigantesca agencia de colocación que permite a miles de políticos mamar del sistema. La mayoría no están preparados para ocupar sus cargos, ni falta que hace: en la meritocracia menguante que es España exigimos inglés al camarero de la Costa del Sol, pero no al presidente del país que debe representarnos por el mundo; comprensión lectora a un auxiliar de enfermería pero no al concejal de cultura; experiencia en gestión al corredor de seguros y no a la alcaldesa de una ciudad de cinco millones de habitantes.

El país de la meritocracia menguanteEl resultado es un país donde cualquiera puede ser cualquier cosa, en cualquier sitio, para fortuna de tipos como Guillermo Zapata, el fallido concejal de Cultura de Manuela Carmena en el Ayuntamiento de Madrid. Hay países donde mofarse de una víctima del terrorismo o enviar mensajes racistas a través de Twitter le habrían sentado en el banquillo. Aquí, su jefa solucionó el malentendido con una decisión que encaja en la doctrina Leire Pajín: «(Zapata) puede tener otra tarea que no sea concejal de Cultura». Así que ahí está, como cuenta hoy nuestro suplemento dominical CRÓNICA, estrenando despacho y condición en uno de los distritos más importantes de la capital.

Siempre hay trabajo para el afín a las siglas, el escudero del partido, el que apoyó tu candidatura en un congreso, el que te hizo un favor político o te ayudó a traicionar al rival político cuando más lo necesitabas. Si no hay hueco en el Gobierno central, el autonómico o el municipal, si todos los puestos de las empresas públicas e instituciones están copados, queda la opción de llamar a la puerta de las diputaciones, que tienen una plantilla de más de 60.000 empleados –más que los dos principales bancos del país juntos, según publicábamos días atrás– y capacidad ilimitada para acoger a los enchufados que se quedan rezagados. ¿Que tampoco ahí quedan despachos libres? Una asesoría.

La Alcaldía de Madrid llegó a tener bajo los gobiernos del Partido Popular siete veces más «cargos eventuales de libre designación» que la de París, la comunidad de La Rioja uno por cada 6.500 habitantes y la Junta de Andalucía gasta casi nueve millones al año en los suyos, sin informar ni de su número ni a qué se dedican. Y ese es el problema: porque aunque tanto asesor fuera necesario, tampoco habría manera de comprobarlo con gobiernos que se niegan a informar sobre sus actividades con un mínimo de transparencia. Luego ocurre como en la Valencia que los gobiernos populares llevaron a la decadencia, que con el tiempo hemos sabido que más allá de la corrupción, el problema era que se había establecido un sistema basado en la incompetencia, donde el mérito no tenía nada que hacer frente al parentesco o la militancia.

Tanto enchufismo se hace más difícil de digerir en esta España donde a menudo el mejor talento se tiene que marchar a trabajar al extranjero, los buenos se alejan de la política como de la peste y el servicio público ha quedado desprestigiado, quizá sin remedio, para las próximas décadas. ¿Quién querría dedicarse a un oficio donde sabes que tu avance profesional va a depender del compadreo más que de tus ideas, la conspiración antes que el trabajo y la búsqueda de un padrino ganador más que de una figura brillante o inspiradora?

Las instituciones y los partidos han sido ocupados por conseguidores y sus beneficiarios, dentro de un sistema en el que las formaciones tradicionales se alternan para ponerse al frente de esa agencia de colocaciones que ahora tienen que compartir, a regañadientes, con las nuevas formaciones.

El país se encuentra con que sus problemas son grandes, pero sus políticos pequeños. En un momento donde España necesita recuperar el espíritu de la Transición, y encontrar a líderes que pongan el interés general por encima del suyo, los que tenemos no pueden ponerse de acuerdo ni en algo tan básico como el modelo de educación. Quizá sea un desacuerdo consciente el suyo, basado en su instinto de supervivencia: deben saber que el día que España instaure desde la escuela hacia arriba un sistema basado en el mérito y el reconocimiento de la excelencia, los días de los mediocres estarán contados.

David Jiménez, director de EL MUNDO.

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