El panteón de hombres ilustres

Con mi hermano Carlos, fallecido prematuramente, solíamos pasear por los lugares más insólitos, donde nos quedábamos un buen rato reflexionando sobre nuestra reciente historia, sobre el nombre de las flores y de los árboles por la Casa de Campo o, en las noches estrelladas, sobre las estrellas y las constelaciones. Él conocía aquello que casi nadie sabe: ese lugar recóndito donde reposaban los restos de Cánovas o de Pasionaria; el nombre y las edades de un gran número de estrellas, la genealogía de los dioses griegos a los que sentía como de la familia, o cómo vivían las hormigas entre los pinares. No en vano la Parca se le apareció en una gruta de una isla griega, muriendo al poco tiempo en Barcelona.

Uno de esos lugares que frecuentábamos cuando venía a Madrid era el Panteón de Hombres Ilustres, que ahora pertenece al Patrimonio Nacional, y del que se sentía avergonzado por el descuido en el que se encontraba. Ahí reposan los restos de Cánovas, de Sagasta, de Dato, de Canalejas… Y los de Martínez de la Rosa, Muñoz-Torrero, Mendizábal, Olózaga, Argüelles… La última vez que estuve, ya sin su compañía, a la salida de la Real Fábrica de Tapices, donde se encuentra en unas dependencias anexas el Centro Toledo para la Paz, en los primeros días de septiembre de este año en franco declive, volví a darme una vuelta nostálgica por el Panteón y seguía igual que cuando íbamos a visitarlo con mi hermano: ajado, polvoriento, vacío, con la única compañía de un guardia de seguridad privada. Y pensé: ¡los grandes hombres de nuestra moderna historia, sumidos en el abandono! Se lo comenté en un almuerzo al embajador y ex ministro de Asuntos Exteriores de Israel, Shlomo Ben-Ami, nuestro gran hispanista, y al ex presidente del Senado, Juan José Laborda, y me animaron a que escribiese esta Tercera.

El 6 de noviembre de 1837, las Cortes Generales aprobaron la conversión de la iglesia de San Francisco el Grande en Panteón Nacional de Hombres Ilustres. Después se creó una comisión en la Real Academia de la Historia para que elaborase una lista de los restos que debería albergar el Panteón. Se dieron, entonces, por perdidos muchos despojos, como los de Cervantes, Luis Vives, Velázquez o Moreto. En cambió se acogió a los de Garcilaso, Gonzalo Fernández de Córdova —el Gran Capitán—, Gravina, Lanuza, Quevedo, Calderón o el arquitecto Villanueva. Pero luego, en ese desfile tan hispano de tejer y destejer la historia, estos ilustres muertos volvieron a su lugar de origen, en una especie de desfile imperfecto.

El Panteón actual es una construcción del arquitecto Fernando Arbós y Tremanti, de estilo neobizantino y de inspiración italianizante, construido sobre los restos de la Basílica de Nuestra Señora de Atocha, prácticamente destruida, como gran parte de nuestro patrimonio artístico, después de haber sido devastada por las tropas francesas de ocupación en 1808. «Nigra sunt sed famosa», fue el título del proyecto que presentó Arbós al concurso, y que ganó. En 1901 se trasladaron ahí los restos de Palafox, Castaños, Prim y Ríos Rosas, entre otros, pero como ocurrió con los de la Basílica de San Francisco el Grande, luego volvieron a sus destinos: en 1958, los de Palafox, a la Basílica del Pilar; y los de Castaños, en 1963, a la Iglesia Parroquial de la Encarnación de Bailén. Hoy reposan en Atocha tranquila, y si no les damos más paseos, plácidamente, los que he nombrado más arriba.

El mausoleo de Canalejas es obra de Mariano Benlliure y representa, en mármol, a dos hombres y una mujer recogiendo el cuerpo del político asesinado. Del mismo escultor son los de Sagasta, que figura en cuerpo yacente con el Toisón de Oro, y de Dato —también asesinado— con una mujer en bronce alzando la Cruz. El de Cánovas —asesinado, como no podía ser menos— es de Agustí Querol. El gran artífice de la Restauración figura a los pies de una joven abrazada a seis virtudes: la templanza, la sabiduría, la justicia, la elocuencia, la prudencia y la constancia; y como fondo está esculpido Cristo resucitado y la Patria, la Historia y el Arte llorando la muerte de este hombre excepcional. ¿Y Estanislao Figueras, Pi i Maragall, Nicolás Salmerón o Emilio Castelar, presidentes que fueron de la I República?, ¿dónde están? ¿Y Cambó? ¿Qué se hizo de Alcalá-Zamora o de Azaña? ¿Qué fue de tanto hombre insigne que en España fueron? Figueras y Pi i Maragall están enterrados, si mis datos no fallan, en el cementerio civil de Madrid. Salmerón también está enterrado en Madrid, y Castelar, en el cementerio capitalino de San Isidro. Los restos de Cambó se encuentran Montjuïc, necrópolis de Barcelona que mira al Mediterráneo. Alcalá-Zamora reposa en la Almudena, y Azaña, lejos de España, en la ciudad de Montauban, en Francia. Leopoldo Calvo Sotelo, el primer presidente de nuestra democracia contemporánea fallecido, reposa en Ribadeo. ¿Y a dónde irán a parar los restos de Suárez, Felipe González, Aznar o Zapatero el día que les llegue la hora suprema que todos deseamos lo más tarde posible? Marcelino Camacho, ¿acaso no fue un hombre insigne?

Ahora que tan sensibilizados estamos por la recuperación de nuestra memoria, ¿no sería el momento de recuperar para la mayor gloria de nuestra Nación a todos esos hombres ilustres y, si sus familias lo consintieran, que fuesen sus restos enterrados en un emblemático lugar como es ese panteón que se encuentra entre la madrileña calle de Julián Gayarre y el paseo de la Reina Cristina? Habría que restaurarlo, acondicionarlo y presentarlo con toda la dignidad para general conocimiento de nuestra historia. Las Cortes Generales, junto con la Real Academia de la Historia, deberían señalar las condiciones para que una persona pudiese estar enterrada ahí. La bandera de España ondearía siempre, izándose al alba y arriándose al atardecer. Y yo creo que debería ondear, también, aunque en un plano menor, la bandera de la República, que fue la bandera constitucional de España entre 1931 y 1936. Debería instalarse una llama que ardiese permanentemente, como la de la plaza de la Independencia. Y una sección de la Guardia Real rendiría honores permanentes a los símbolos de nuestra historia reciente.

Antes de escribir este artículo me acerqué nuevamente al Panteón de Hombres Ilustres. Creo que hay un proyecto para darle mayor realce que consistiría en el traslado del colegio que está pegado al mismo y su posterior demolición. Algo hay que hacer con nuestra historia, pues la historia es la economía del espíritu de la Nación. Mi hermano Carlos, un heterodoxo escritor casado durante casi toda su vida con la también escritora, de gran éxito, Cristina Fernández-Cubas, fue una de las personas de izquierdas más icónica que yo he conocido: modesto, erguido como un aristócrata, de una vasta cultura, siempre vestido de oscuro con impecable camisa blanca, sin corbata, murió como había vivido, con casi nada. Amaba a su patria de un modo racional y se indignaba del olvido en el que quedaban sumidos los personajes que conformaron nuestra historia. Para él he escrito este artículo. Se lo debía.

Por Jorge Trías Sagnier, abogado.

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