El pañuelo de Fátima no es el título de un cuento, aunque podría. Ha sucedido y, como en los cuentos, la historia se ha seguido repitiendo, con diferentes nombres y en distintas localidades. En 2002, un colegio madrileño se negó a que una de sus alumnas, Fátima Elidrisi, acudiese a clase cubierta con el hiyab, una de las varias formas del pañuelo con el que se cubren las mujeres de religión musulmana. En aquel momento la autoridad competente resolvió el caso decidiendo que Fátima podría acudir a sus clases obligatorias con la cabeza cubierta, eso sí, cambiando de centro: del religioso al que acudía y que exigía un uniforme, a uno laico. El caso del velo de Fátima dio lugar a un largo debate, inacabado y un tanto cacofónico en ocasiones, que en algunos casos se quedó en la superficie sin decidirse a apuntar al núcleo fundamental: la cuestión del derecho a la igualdad, y a la diferencia, de los ciudadanos de un estado laico y democrático.
Se habló entonces, como hoy, de pluralismo, de tolerancia, de no discriminación, de aceptación de las diferentes identidades, de respeto a la diferencia. No obstante, una buena parte de estas argumentaciones, tal vez en su afán de evitar lo “no políticamente correcto” resultan confusas, cuando no directamente contradictorias, e inducen a conclusiones difícilmente sostenibles. Porque los mismos argumentos, aplicados a casos similares, llevan a una respuesta lógica discutible. ¿Qué ocurriría si, en vez de un hiyab lo que se pretendiera llevar, eso sí, voluntariamente, fuera un chador, que cubriera parte del rostro, o un burka, que cubre el rostro por completo y que también es tradicional en algunos lugares, aparte de ser un símbolo de adscripción religiosa? Según la lógica del respeto a las diferencias culturales y a las religiones de los demás, cuyo potencial enriquecedor nadie discute, habría que permitirlos. ¿Se aplicaría esto también al burka, esa especie de pasamontañas integral para el cuerpo femenino? ¿Qué es lo que diferencia a uno y otro, si ambos tienen como resultado el ocultamiento del rostro individual, que queda diluido en el anonimato de la prenda? ¿Lo que los hace diferentes es que el uno es religioso y el otro no? ¿Dejaremos el religioso y prohibiremos el laico? No hace falta recordar que cubrir el rostro, y el cuerpo puede ser una especie de rostro prolongado, es un eficaz modo de transformar al individuo, con nombre y apellidos, en un ser anónimo. Y el anonimato es lo opuesto a la base misma en que se sustenta la democracia.
Porque de lo que estamos hablando, o al menos es de lo que deberíamos hablar, es de qué significa ser ciudadano en un estado democrático. De vez en cuando conviene recordarlo para evitar ceremonias de la confusión como la que, con nombres y localidades diferentes, se repite hasta hoy. La Constitución española es una constitución democrática, es decir, se asienta sobre la igualdad de todos los ciudadanos; una igualdad que es independiente del sexo, el origen, el color, la raza, la religión o las tendencias sexuales. Se trata de una constitución laica, lo que supone que la religión, sea el credo que sea, queda circunscrita al ámbito de lo privado, si bien ha de ser respetada en la esfera pública. Es decir, a nadie se le prohíbe llevar símbolos religiosos, sean éstos cruces, medallas, o cualesquiera otros, al igual que a nadie se le impide asistir a las ceremonias religiosas, públicas o privadas. Todo el que quiera puede acudir a la iglesia, la sinagoga o la mezquita y participar como miembro activo, o como simple observador, en las manifestaciones religiosas hechas en el espacio público, manifestaciones que, al igual que otras actividades grupales, culturales o deportivas, están sometidas a una reglamentación similar. Porque similares son, en la medida en que están realizadas por ciudadanos o grupos de ciudadanos.
¿Qué es lo que caracteriza a un ciudadano? El ser un individuo, identificado, e identificable, con nombre y apellidos, con derechos y obligaciones, legalmente establecidos; un individuo que es igual a todo otro individuo que sea ciudadano del mismo Estado. Cada ser individual es diferente y es la diferencia lo que se garantiza con la igualdad de la ciudadanía. Entre iguales no es precisa la tolerancia. Se tolera al que es distinto que, con frecuencia, suele ser considerado inferior. El inferior, por lo general, no tolera sino que se somete, más o menos voluntariamente. Lo que existe entre los iguales no es tolerancia, sino respeto. La tolerancia es una hermosa palabra, y una muy recomendable actitud en situaciones de desigualdad, pero en democracia de lo que hay que hablar es de igualdad. De igualdad individual pues sin ella no hay igualdad social que no sea una utopía.
Y es aquí en donde creo que radica la clave de la confusión. Si no hay otra ciudadanía más que la individual, y si es ésta la que posibilita la garantía, no sólo de los derechos individuales sino también de los colectivos, la única conclusión posible es que el punto de partida y la base de toda discusión han de partir de esa igualdad. También en los casos de Fátima Eldrisi (2002) de Shaima Saidani (2007) o de Najwa Malha (2010). El pañuelo como “pañuelo de Fátima” es una cosa, el pañuelo como símbolo religioso es otra. El pañuelo no deja de ser un objeto. La carga simbólica que se le dé es privada. El pañuelo, o cualquier otro elemento, sea éste una cruz, un turbante, un solideo o cualesquiera otro, no debe convertirse en un arma con la que dirimir enfrentamientos –religiosos, culturales o ambos.
Aunque pueda manifestarse públicamente, como ya dijimos, en un estado laico y democrático la religión pertenece al ámbito de lo privado. Y las preguntas que se hagan con relación a los atuendos individuales, entre los que se incluyen los religiosos, han de tener esto en cuenta: ¿Pueden llevar un pañuelo las niñas, o los niños, a la escuela? ¿Pueden llevar un gorro, o un solideo? ¿Pueden llevar cosas que les cubran la cabeza y que no oculten su rostro? ¿Puede un niño que se ha quedado calvo por un tratamiento de quimioterapia llevar un gorro que le cubra? ¿Cuál es el criterio? Si se permite que alguien lleve la cabeza cubierta, por las razones que sean, no parece aceptable negar que Fátima, o Shaima o Najwa, lleven cubierta la suya. Pero la razón, en este caso, es la igualdad, no la diferencia religiosa.
Si la razón que se emplea para que alguien lleve el hiyab es la diferencia religioso-cultural estaremos estableciendo un peligroso precedente. Porque ¿cómo negar a quien quiera, voluntariamente, llevar un burka, que lo lleve? Si el criterio empleado es el del respeto a las diferencias religioso-culturales no habría razón para impedirlo, aunque, en este caso, el burka, expresión máxima del anonimato y la opresión, vaya contra la esencia de la democracia, que es la igualdad y la individualidad. Igualdad de género y afirmación del individuo, que nunca puede disolverse en la masa, o en el anonimato, que es una forma más sutil, tal vez, pero no menos peligrosa y opresora, de la masa.
La cuestión esencial del “pañuelo de Fátima” es una cuestión política, no una cuestión de tolerancia y pluralismo, sino una de igualdad y libertad individual. Es preciso que se establezcan unos límites, iguales para todos y cada uno y, por ello, también respetuosos de las diferencias. Es evidente que existe un límite claro, el que marca el individuo, y que ello supone que no se puede permitir el rostro cubierto: el anonimato es la disolución de la igualdad. En cuanto al resto, el criterio debería ser una sólida flexibilidad en la que tuvieran cabida desde el uniforme de algunos colegios, porque uniformidad no es sinónimo de anonimato, hasta la alegre multiplicidad de formas y colores de las escuelas públicas. En todo caso los límites habrán de ser objetivos porque no se puede, en nombre de la defensa de la libertad individual y del pluralismo, estar defendiendo criterios subjetivos o corporativos, religiosos o de otro tipo, que llevan en su núcleo el germen de lo opuesto. Respetar el pluralismo supone que la aceptación, o la no aceptación, de que alguien lleve un pañuelo que le cubra la cabeza, sea hecha en nombre de la defensa de sus derechos individuales, como niña, mujer, ser humano y ciudadana de un estado democrático de derecho, no como un número más dentro de un cuerpo que la envuelve. No es éste un momento para caer en demagogias paternalistas, en evasivas tolerancias, o en categóricas afirmaciones sobre lo anecdótico. El pañuelo puede ser una anécdota. Fátima no.
Carmen López Alonso, profesora de Historia del Pensamiento Político en la Universidad Complutense de Madrid. Su última obra publicada es Hamás: la larga marcha hacia el poder, Libros de La Catarata, 2007.