El papa Francisco es muy amado, pero su pontificado podría ser un desastre

El papa Francisco en 2015 cuando abrió la Puerta Santa para marcar el inicio del Año Santo Católico, o Jubileo, en la Basílica de San Pedro, en el Vaticano. Credit Max Rossi/Reuters
El papa Francisco en 2015 cuando abrió la Puerta Santa para marcar el inicio del Año Santo Católico, o Jubileo, en la Basílica de San Pedro, en el Vaticano. Credit Max Rossi/Reuters

La conversación se ha vuelto normal. Cuando algún conocido —un vecino, el padre de algún amigo de mis hijos, nuestro agente de bienes raíces— me pregunta sobre mi trabajo y les cuento que estoy escribiendo un libro sobre el papa, las personas sonríen y dicen: “¿No es un papa maravilloso?”, “Eso debe ser muy inspirador” o “Tengo un amigo al que le encantaría leerlo”. Poco después tengo que comentar, de manera incómoda: “Bueno, tengo que decirte que no es del todo favorecedor”.

Lo constante de esas conversaciones es una muestra del gran éxito de los cinco años de Francisco en la silla papal. Es el máximo dirigente de una Iglesia que pasó la década pasada embrollada en un siniestro escándalo de abuso sexual, tiene un cargo que a menudo se considera una reliquia medieval y opera en un entorno mediático en el que la religión tradicional ,en general, y el catolicismo romano, en especial, con frecuencia son tratados con una mezcla de malicia e ignorancia total.

Aun así, en un periodo notablemente corto —desde los primeros días tras su elección, de hecho—, Jorge Bergoglio ha convertido su pontificado en un refugio de las esperanzas religiosas que muchos de sus admiradores no sabían o no recordaban que tenían.

Parte de esta admiración refleja las controversias que ha provocado en el interior de la Iglesia, los riesgos teológicos que ha tomado al impulsar cambios que los occidentales liberales tienden a asumir que el catolicismo debe terminar por aceptar, sobre todo cambios respecto de la moralidad sexual, y una liberalización general en cuanto a las jerarquías y la Iglesia.

Sin embargo, cuando la gente dice: “El papa Francisco hace que yo quiera volver a tener fe”, como me lo dijo un periodista expracticante católico durante una de esas incómodas conversaciones en las que siempre me preguntan “¿Pero qué tienes en contra del papa Francisco?”, realmente no le pone atención a las batallas entre los cardenales y los teólogos sobre si su agenda es amplia o posiblemente hereje. Tampoco se ha centrado en cómo gobierna el Vaticano, donde Francisco es un reformador sin reformas importantes, y la limpieza prometida podría no concretarse nunca.

Mis amigos y conocidos más bien responden a la iconografía de su papado: las imágenes vívidas de humildad y amor cristiano que ha creado, desde el lavatorio de pies de prisioneros hasta el abrazo de los desfigurados, pasando por los niños pequeños que caminan hacia él en eventos públicos. Como su tocayo de Asís, este papa tiene un gran don para realizar gestos que ofrecen una imitación pública de Cristo y la respuesta de muchos observadores por lo demás indiferentes es una señal de cuán atractivo podría ser el catolicismo si encontrara una manera de deshacer los nudos que el mundo moderno ha atado alrededor de su mensaje.

Ser un crítico de ese papa, por lo tanto, es como adoptar una postura similar a la de George Orwell, quien inició un ensayo sobre Mahatma Gandhi con el aforismo: “A los santos siempre se les debe considerar culpables hasta demostrar su inocencia”. Solo que los críticos más serios del papa no son escépticos como Orwell: son católicos devotos, para quienes las críticas a un pontífice son como la crítica de un hijo hacia su padre. Eso significa que ellos —es decir, nosotros los críticos— siempre estamos en riesgo de encontrar en el espejo al mojigato hermano mayor de la parábola del hijo pródigo, que se ofende por el liberalismo del padre y la bienvenida al hermano menor que por fin regresa a casa.

Aun así, es un riesgo que hay que tomar pues no criticar a Francisco es menospreciar su importancia, es no hacerle justicia a la amplitud de sus ambiciones y propósitos, su significado histórico real, su claro posicionamiento como la figura religiosa más importante de nuestros tiempos.

Esas ambiciones y propósitos no son las razones por las que fue elegido. Los cardenales que escogieron a Jorge Bergoglio lo veían como un extranjero austero.

Sin embargo, ahora la vida en el Vaticano es más inestable que bajo Benedicto XVI, con la amenaza de despidos o purgas siempre presente, el poder de ciertas oficinas se ha reducido, la probabilidad de un regaño del papa es más grande. Los planes de reorganización se han hecho a un lado; muchos príncipes eclesiásticos tienen más poder con Francisco, e incluso los admiradores del papa bromean sobre la actitud de “el próximo año, el próximo año…” presente en las discusiones sobre la reforma.

Mientras tanto, la respuesta del papa al escándalo de abuso sexual, al principio vigorosa, ahora parece en riesgo debido a su propia parcialidad y la corrupción entre sus cercanos. Los últimos meses han sido particularmente desagradables: durante una visita reciente a Chile, Francisco se la pasó defendiendo vehementemente a un obispo acusado de hacerse de la vista gorda ante el abuso sexual; además, uno de sus principales consejeros, el cardenal hondureño Óscar Rodríguez Maradiaga, está acusado de proteger a un obispo que se dice que abusaba de seminaristas, y el mismo Rodríguez enfrenta acusaciones de deshonestidad financiera.

Así que el concepto de este papa como un “gran reformador”, para usar el título de la excelente biografía de 2014 escrita por la periodista inglesa Austen Ivereigh, realmente no puede fundamentarse en la limpieza del Vaticano. En cambio, las energías reformistas de Francisco se han dirigido a otra parte, hacia dos dramáticas treguas que darían una forma radicalmente nueva a la relación de la Iglesia con las grandes potencias del mundo moderno.

La primera se trata de la guerra cultural que cualquiera en Occidente conoce muy bien: el conflicto entre las enseñanzas morales de la Iglesia y la forma en que vivimos hoy en día, la lucha sobre si la ética sexual del Nuevo Testamento debe revisarse o abandonarse frente a las realidades posteriores a la revolución sexual.

El plan papal de una tregua es ingenioso o engañoso, dependiendo del punto de vista. En lugar de cambiar formalmente las enseñanzas de la Iglesia en cuanto al divorcio y las nuevas nupcias, el matrimonio entre personas del mismo sexo o la eutanasia —cambios oficialmente imposibles, pues están más allá de la autoridad de su cargo—, el Vaticano de Francisco está emprendiendo una acción doble.

En primer lugar, se está marcando una diferencia entre la doctrina y la práctica pastoral que señala que el mero cambio pastoral puede dejar intactas a las verdades doctrinarias. Así que un católico que se volvió a casar podría comulgar sin necesidad de que su primera unión se declare nula; un católico que planeara su suicidio asistido podría, a pesar de ello, recibir la extremaunción, y quizá algún día un católico homosexual podría lograr que se bendijera su unión con otra persona del mismo sexo, y al mismo tiempo se supone que nada de esto alteraría la enseñanza católica de que el matrimonio es indisoluble, el suicidio un pecado mortal y el casamiento entre personas del mismo sexo una imposibilidad, siempre y cuando se traten como excepciones y no reglas.

Simultáneamente, Francisco ha permitido una descentralización táctica de la autoridad doctrinaria, en la que distintos países y diócesis pueden abordar de diferentes maneras las cuestiones polémicas. Así, en Alemania, donde la Iglesia es rica, aséptica y mitad secularizada, la era de Francisco le ha dado autorización para proceder con varias acciones liberales, desde dar la comunión a los casados por segunda vez hasta la intercomunión con los protestantes, mientras que del otro lado del río Óder, en Polonia, los obispos están actuando como si el papa Juan Pablo II aún ocupara la silla papal y sus enseñanzas estuvieran todavía totalmente vigentes.

El enfoque de la Iglesia en cuanto al suicidio asistido es el tradicional si uno escucha a los obispos del oeste de Canadá, pero flexible y complaciente si se presta atención a los obispos de las Provincias Marítimas de Canadá. En Estados Unidos, los designados por Francisco en Chicago y San Diego llevan la batuta en la promoción de un “nuevo paradigma” sobre el sexo y el matrimonio, mientras que los arzobispos más conservadores desde Filadelfia hasta Portland, Oregon, siguen apegados al anterior. Y así sucesivamente.

Estas divisiones geográficas son anteriores a Francisco, pero a diferencia de sus predecesores, él les ha dado su bendición, las ha alentado y ha permitido a los futuros liberalizadores llevar sus ambiciones más lejos. En la práctica, está experimentando con un modelo mucho más anglicano respecto a las operaciones de la Iglesia católica, en el que las enseñanzas tradicionales están disponibles para su uso, pero no son necesarias, y distintas diócesis y diferentes países podrían poco a poco alejarse entre sí en términos de teología u otros aspectos.

Este experimento es el esfuerzo más importante del pontificado, pero en el último año Francisco añadió otro cambio cuando buscó una tregua, no con una cultura, sino con un régimen: el gobierno comunista de China. Francisco quiere un trato con Pekín que reconciliaría a la Iglesia católica clandestina, fiel a Roma, con la Iglesia católica “patriota”, dominada por los comunistas. Si se logra, esa reconciliación requerirá que la Iglesia ceda explícitamente parte de su autoridad para nombrar obispos al buró político: una concesión conocida por los embrollos medievales entre Iglesia y Estado, pero algo que la Iglesia moderna ha tratado de superar.

No obstante, las dos treguas son similares en cuanto a que ambas acelerarían la transformación del catolicismo a una confederación de Iglesias nacionales: liberales y de alguna manera protestantes en el norte de Europa, conservadoras en el África subsahariana y supervisada por los comunistas en China. Son similares en que ambas abordan las inquietudes de muchos católicos devotos —creyentes conservadores en Occidente, feligreses clandestinos en China— como obstáculos para la gran estrategia del papa. También son similares en que ambas han despertado el espectro de un cisma al enfrentar a unos cardenales con otros y a veces con el papa mismo.

Sobre todo, las dos treguas son similares en que ambas ponen mucho en riesgo: en un caso, la uniformidad de la doctrina católica y su fidelidad a Jesús; en el otro, la claridad de la observancia católica a la dignidad humana, con tal de reconciliar a la Iglesia con los poderes terrenales. Además, están tomando este riesgo en un momento en que ni el comunismo chino ni el liberalismo occidental parecen exactamente modelos confiables y resilientes para el futuro humano, pues el primero se desliza de regreso hacia el totalitarismo; el último se muestra ansioso, decadente y asolado por las revueltas populistas.

Eso significa que si estas dos apuestas salen mal, el legado de Francisco se juzgará duramente, a pesar de su carisma, su efecto en los observadores seculares y todos los otros elementos del “efecto Francisco”.

Los riesgos de la apuesta china ya se están viendo en el discurso extraño y adulador que los aliados de Francisco han usado hacia el régimen comunista, y su disposición a asegurarle a Pekín que a diferencia de, por ejemplo, los evangélicos estadounidenses, Roma jamás daría el amenazante paso de mezclar la religión con la política.

Si las tendencias actuales continúan, China podría tener una de las poblaciones cristianas más grandes para finales de este siglo, y esas personas ya son en gran medida evangélicas; de hecho, el deseo del Vaticano de llegar a un acuerdo con Pekín está influido por el hecho de que el catolicismo chino dividido está siendo objeto de una competencia por conversos.

Pero si ese acuerdo vincula de manera permanente a la Iglesia romana con un régimen corrupto y condenado, Francisco habrá cedido tanto la autoridad moral ganada por las generaciones perseguidas como el futuro chino a esas iglesias cristianas, sobre todo a los evangélicos, que tienen una menor disposición a adular y dialogar con sus perseguidores.

La apuesta por un enfoque anglicano de la fe y la moralidad es aún más riesgosa, como podrían demostrarlo los mismos cismas del anglicanismo. El “nuevo paradigma” del papa ha distendido la amenaza inmediata de un cisma al mantener una cuidadosa ambigüedad siempre que se le desafía. Sin embargo, asegurará que las facciones de la Iglesia, ya polarizadas y en pleito, se separen cada vez más. Implica una ruptura (o, si se está a favor, un avance) en la comprensión de la Iglesia sobre la manera en que sus enseñanzas pueden o no cambiar, una con un efecto inmediato menos drástico que las reformas del Concilio Vaticano II, pero finalmente con un mayor alcance en lo que implican para el catolicismo.

El círculo cercano de Francisco está convencido de que esa revolución es lo que quiere el Espíritu Santo, de que los intentos de Juan Pablo II y Benedicto XVI para mantener la continuidad entre la Iglesia antes y después del Concilio Vaticano II terminaron por ahogar la renovación.

Tienen razón en cuanto a que el paradigma de Juan Pablo II estaba plagado de errores y tensiones; la facilidad con la que Francisco ha reabierto debates que los conservadores consideraban cerrados es una prueba de ello. No obstante, este papa no solo ha expuesto las tensiones, sino que las ha agrandado, alentando ambiciones arrasadoras entre sus aliados y empujando a los desilusionados conservadores hacia el tradicionalismo. Al igual que ciertos papas medievales imprudentes, Francisco ha llevado la autoridad papal hasta sus límites: teológicos esta vez, no temporales, pero no menos peligrosos por ello.

Todo esto nos da material interesante a quienes escribimos sobre la Iglesia. Las treguas son poco satisfactorias, la inestabilidad es emocionante y es posible que valga la pena iniciar guerras civiles teológicas, además no hay ninguna señal de que la liberalización de Francisco esté logrando que los católicos no practicantes regresen a las bancas de las iglesias.

Desde Alemania hasta Australia, pasando por su oriunda América Latina, el declive institucional de la Iglesia ha continuado. Mantener un catolicismo ‘mientras tanto’, como lo hicieron sus predecesores inmediatos, no es un logro que pueda desestimarse a la ligera. Por su parte, acelerar la división cuando el cargo ocupado tiene la misión de mantener la unidad y la continuidad es un asunto serio, en especial en un momento en que es tan desconcertantemente difícil vislumbrar o predecir la resolución final.

Es sabio que los críticos católicos de Francisco siempre atemperemos nuestra presunción, reconociendo la posibilidad de que estemos confundidos o al asumir que algo se nos está escapando y la historia termine por demostrar que fue un papa visionario y heroico.

Sin embargo, escoger un camino que pueda tener solo dos destinos —héroe o hereje— también es un acto de presunción, incluso para un papa. En especial para un papa.

Ross Douthat, Politics, religion, moral values and higher education.

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