El Papa y el genocidio armenio

Después de un largo, sigiloso y arduo siglo para Armenia y los armenios de la diáspora, el genocidio, persistentemente negado por Turquía y con escasa visibilidad internacional, acaba de alcanzar un nivel de iluminación y reconocimiento excepcionales. El Papa Francisco, de manera categórica, subrayó que la muerte de aproximadamente un millón y medio de armenios constituyó “el primer genocidio del siglo XX”. Quizás sin saberlo el Papa está retomando el importante informe del ruandés Nicodeme Ruhashyankiko, remitido en 1973 a la entonces Subcomisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas, en el que por primera vez un Relator Especial de la ONU señaló la existencia de abundante documentación imparcial relativa a la masacre de los armenios y considerada “el primer genocidio del siglo XX”.

Ya muchos países han llamado esa tragedia por su nombre; en la Argentina, en un hecho jurídico de gran envergadura, el juez Norberto Oyarbide afirmó que de acuerdo con el ejercicio del derecho a la verdad “el Estado turco cometió el delito de genocidio en perjuicio del Pueblo Armenio entre 1915 y 1923”.

Sin embargo, es la aseveración del pontífice la que otorga a este reconocimiento una dimensión universal. La reacción oficial turca no se hizo esperar: nuevamente, pero ahora con un tono de vehemencia desbordado, volvió a negar lo ocurrido. Otra vez desperdició la oportunidad de dar un paso en la dirección del reconocimiento, para así allanar el camino a una reconciliación.

Como descendiente de armenios (padre Tokatlian, madre Kaprielian, abuela paterna Ketufian, abuela materna Koyoglian) soy especialmente sensible a este momento. En tanto analista de asuntos internacionales me concita la atención discernir el pronunciamiento del Papa. Arriesgo entonces una lectura tentativa de sus palabras. Primero, y en un contexto más amplio, su aseveración sobre el genocidio armenio es explicable por ser el primer Papa post-occidental, del Sur profundo. Ningún Papa europeo pudo en el pasado reciente expresarse públicamente sobre el tema, entre otras razones, por los complejos equilibrios geopolíticos que pesan en el Norte, en especial, al calor de lo que fuera en su momento la contienda Este-Oeste. Francisco no llegó al Vaticano con esa carga ni con sus compromisos tácitos.

Segundo, Francisco proviene de Argentina, uno de los países que más cálidamente ha recibido a los armenios y en donde se ubica hoy la mayor diáspora en el continente, después de Estados Unidos. Como obispo y como cardenal ya se había pronunciado en varias ocasiones sobre el genocidio, hacerlo como pontífice era esperable.

Tercero, el Papa es de tradición política peronista. Este no es un dato menor; no al azar, en un encuentro con jóvenes argentinos en julio de 2013 les dijo “hagan lío…yo pienso que en este momento esta civilización mundial se pasó de rosca”. Para alguien que reivindicó desde Santa Sede tal actitud no le es inadmisible “hacer lío” en las relaciones diplomáticas del Vaticano con Turquía.

Cuarto, lo dicho por el Papa respecto al tema de los armenios se inserta en una política exterior Vaticana inusualmente activa. Comentarios y afirmaciones sobre la injusticia y la desigualdad en el capitalismo, sobre el drama en Siria, sobre las relaciones Cuba-Estados Unidos, sobre la crueldad del Estado Islámico (ISIS), entre otras cuestiones, han sido moneda corriente en estos tiempos.

Quinto, cuando el Papa mencionó la cuestión del genocidio armenio no lo hizo solo pensando en el pasado sino en el presente. De hecho, sus observaciones sobre el tema se completaron con una reflexión sobre el mundo contemporáneo y sobre la práctica de la fe cristiana. Dijo Francisco: “En varias ocasiones he definido este tiempo como un tiempo de guerra, una tercera guerra mundial a trozos, en la que asistimos cada día a crímenes atroces, a masacres sanguinarias y a la locura de la destrucción”. Y agregó: “Por desgracia todavía hoy sentimos el grito sofocado y descuidado de tantos de nuestros hermanos y hermanas impotentes, que a causa de su fe en Cristo o de su pertenencia étnica son públicamente y atrozmente asesinados —decapitados, crucificados, quemados vivos— o forzados a abandonar sus tierras”. En breve, Francisco hace una doble afirmación, ética y política, sobre los peligros del olvido: invocó el genocidio armenio para subrayar que “si no hay memoria significa que el mal todavía tiene abierta la herida; esconder o negar el mal es como dejar que una herida continúe sangrando sin curarla”.

En un mundo tan pugnaz y frágil, recordar el centenario del genocidio armenio es imprescindible. Y en ese sentido, la voz del Papa Francisco resulta no solo un gesto de esclarecimiento, sino también de advertencia.

Juan Gabriel Tokatlian es director del Departamento de Ciencias Políticas y Estudios Internacionales de la Universidad Torcuato di Tella, de Buenos Aires.

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