El Papa y el matrimonio gay

Recuerdo el sangrante comentario de un religioso muy próximo a la Curia Romana a las pocas semanas de haber sido elegido Papa Jorge Bergoglio, nada menos que con el nombre del santo de Asís: Francisco. Decía el descreído religioso con bastante gracia: «Benedicto XVI sabía muy bien lo que tenía que hacer, pero no sabía cómo. Francisco no sabe muy bien lo qué debe hacerse, pero sí sabe cómo». Estaba claro que la elección del nuevo Papa, después de la dimisión del anterior, no le había gustado nada de nada a este clérigo. Porque la realidad era que Francisco sabía perfectamente lo que debía hacerse y, además, también sabía cómo hacerlo. La película «Los dos Papas», magistralmente interpretada por Anthony

Hopkins como Benedicto XVI y Jonathan Pryce como cardenal Bergoglio, da en el clavo de lo que ha ocurrido en el interior de la Iglesia Católica en estos quince últimos años. Unos años convulsos en los que, debido a los escándalos, parecía que todo se desmoronaba. No era la primera vez que la Iglesia Católica debía volver a renacer, como el Ave Fénix, de sus propias cenizas.

El Papa y el matrimonio gayEl Santo Padre se ha expresado con meridiana claridad: «(Los gais) son hijos de Dios, tienen el derecho a una familia. Lo que debemos crear es una ley sobre uniones civiles. De este modo los homosexuales tendrían una cobertura legal. Yo me esforcé en ello». Es cierto. Bergoglio puso todo su empeño en ello cuando era cardenal de Buenos Aires. En esto entraba en contradicción a lo que constantemente manifestaba Juan Pablo II y, también, con lo que en 2003 el cardenal Ratzinger, como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, recordó en un documento a los políticos católicos: que no podían colaborar en legislar sobre las parejas gais. Esa confrontación entre Ratzinger y Bergoglio sobre temas fundamentales de moral -no de fe- se plasma de forma veraz y amena en la película «Los dos Papas», en la cual, como así ocurrió en la realidad, terminó en un gran abrazo entre ambos, entre el que sabía qué debía hacerse pero no sabía cómo; y el que además de saber lo que se tenía que hacer, sí sabía cómo, cuándo y dónde. Porque excepto en los asuntos que para los católicos es materia de fe -esencialmente el Credo de Nicea- casi todo lo demás es discutible, aunque el Papa, como sucesor de Pedro, tiene la última palabra.

Hace 25 años la cuestión de las uniones homosexuales con efectos similares al matrimonio fue ampliamente debatido en el Congreso de los Diputados, en la VI Legislatura (1996-2000). Tuve la responsabilidad de ser el portavoz de mi grupo -el popular- frente a los socialistas que habían presentado un proyecto de ley para legalizar el matrimonio homosexual. Mi planteamiento consistía en dar una salida a las parejas gais sin entrar en el debate del matrimonio homosexual que, entonces, ni el grupo popular que yo representaba, ni el de CiU ni el del PNV podían apoyar. Después de estudiar la legislación comparada, llegué a la conclusión de que quien más había avanzado en este sentido era la doctrina francesa. El 29 de septiembre de 1977 me cupo el orgullo (gay y no gay) de ver publicada en el Boletín Oficial de las Cortes una proposición de Ley Orgánica que regulaba el Contrato de Unión Civil. Más o menos lo que ahora propone el Papa Francisco. Esa propuesta nuestra me consta que fue utilizada como alternativa en otros países, aunque en el nuestro cayó en el cesto del olvido porque se acabó la legislatura y en la siguiente, al haber obtenido el PP la mayoría absoluta, no se quiso convertir en ley ese proyecto. Como en tantas otras cosas, esa VII Legislatura, la de la mayoría absoluta de Aznar, fue una catástrofe y sus efectos los estamos aún pagando.

«In illio tempore», en 1966 y 1977, intenté el máximo acuerdo posible. Los socialistas no eran contrarios a esta regulación de las uniones civiles, aunque la consideraban corta. Buscamos, además, el acuerdo de la Conferencia Episcopal. A mi lado estuvo apoyándome, con sus siempre incisivos y brillantes comentarios, el actual magistrado en funciones del Tribunal Constitucional Andrés Ollero, entonces diputado como yo. Y tuvimos en la Iglesia un interlocutor inteligente, preparado y con sensibilidad para estos temas: el jesuita Juan Martínez Camino, que luego sería secretario de la Conferencia Episcopal Española de 2003 a 2013, siendo nombrado obispo auxiliar de Madrid en 2007. Por la comisión de las llamadas «parejas de hecho» que se creó en el Congreso de los Diputados, pasó mucha gente. Recuerdo especialmente a Pedro Zerolo, con quien llegué a tener buena relación, que murió prematuramente en 2015; y a Boti García Rodrigo que ahora es la directora general de Diversidad Sexual y Derechos LGTBI del Ministerio de Igualdad.

Estaba claro que entonces a muchos católicos bienintencionados les escandalizaba la posibilidad, siquiera, de que hubiese una regulación de esas uniones gais. Ni se nos habría ocurrido entonces plantear el apoyo al matrimonio homosexual. Teníamos que andar con pies de plomo para no resbalar y no apartarnos de nuestro electorado -ni de nuestras convicciones- que no solo era un electorado centrista y liberal, sino también conservador e incluso muy conservador. Merece la pena recordar que hasta que Rajoy dejó hecho trizas el PP, lastrado por la corrupción, todo el espectro parlamentario que hoy va desde Vox a Cs y el PP, se presentaba electoralmente unido con las siglas populares. Una encuesta del CIS de 1996 ofrecía los siguientes datos: el 67 % de los españoles consideraban el matrimonio como algo importante y solo el 57 % creía que las parejas homosexuales debían tener los mismos derechos que a los matrimonios. ¿Llega tarde la Iglesia con este reconocimiento del Papa Francisco? Todo lo contrario: al matrimonio lo que es del matrimonio y a las uniones civiles los mismos derechos. Y siempre bajo un paraguas amplio que es el concepto de familia. Esto es lo que ha dicho el Papa. Ni una palabra de más, pero tampoco una de menos.

Jorge Trías Sagnier es abogado y escritor.

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