El papel de Salamanca

Por Irene Lozano, periodista, lingüista y Premio Espasa de Ensayo 2005 (ABC, 28/01/06):

LA existencia misma del Archivo de Salamanca plantea a los españoles un dilema moral que no han percibido ni el Gobierno catalán, ni la ministra de Cultura ni el alcalde de la ciudad. Por eso han abordado la cuestión de los papeles como un partido de sokatira en el que cada equipo tira de la cuerda con toda la fuerza bruta de que es capaz, preocupado sólo por la victoria. El infantilismo resulta últimamente iluminador como explicación de algunos comportamientos de los políticos, pero que hayan sido capaces de propiciar casi el forcejeo por los papeles merecería un estruendoso abucheo en cualquier patio de colegio.

Dado que se tarda cinco minutos en microfilmar un documento, numerosas organizaciones políticas y sindicales hicieron, a finales de los 70, copia de los fondos que les fueron arrebatados durante la guerra y la inmediata posguerra. No es, por tanto, su accesibilidad ni su ubicación lo que se está dirimiendo, lo que ha pretendido zanjar la ley y sobre lo que habrá de pronunciarse el Tribunal Constitucional próximamente, sino algo menos práctico pero más importante: de qué manera abordamos nuestra historia reciente, tan sombría y dolorosa.

Y ahí es donde surge con nitidez el dilema sobre qué hacer con los papeles. Puesto que fueron incautados en virtud de un decreto, el de 26 de abril de 1938, aprobado por quien era entonces un general golpista que llegaría a gobernar España por la fuerza, parece obligado que las instituciones democráticas atiendan la petición de los legítimos dueños de los documentos para recuperarlos. Puesto que se incautaron, como reza el mismo decreto, con el fin de «suministrar al Estado información referente a la actuación de sus enemigos», parece una obligación de las instituciones democráticas preservar ese patrimonio como fuente de estudio excepcional y única de la represión, especialmente hasta 1963. Se trata de dos deberes que el Estado está obligado a cumplir. Sin embargo, se ha hecho hincapié en que la restitución de los documentos, al reparar una injusticia histórica, es la única alternativa moral. Y se ha defendido la unidad por criterios técnicos o desde instituciones locales más movidas por el oportunismo político.

Los defensores de la unidad del archivo no han argumentado la legitimidad moral de esa alternativa. Al margen de las compensaciones económicas que fue posible efectuar en la transición gracias a esos documentos, en la España de los años 40 y 50 se dictaron abundantes condenas sirviéndose como prueba de los papeles custodiados en Salamanca, requeridos sin cesar por el Tribunal de Responsabilidades Políticas, el de la Represión de la Masonería y el Comunismo o la Causa General. Resulta prácticamente imposible concebir el funcionamiento de esos tribunales sin el recurso de la enorme documentación almacenada en Salamanca. Cualquiera que haya trabajado allí sabe que muchos de esos papeles -desde la carta de un miliciano hasta un carné sindical, pasando por el historial de un funcionario desconocido- carecen de interés histórico fuera de ese archivo, pero arrojan luz sobre los mecanismos de la represión si se pueden estudiar en ese contexto; y a través de ellos podemos llegar a abarcar el significado del trabajo de los funcionarios policiales que subrayaban nombres propios y elaboraban prolijos ficheros onomásticos que permiten hoy de forma inmediata averiguar la documentación existente sobre una persona y la utilidad que tuvo para los tribunales. Los papeles de Salamanca no son un «botín de guerra», como se dice, equiparándolos a cualquier casa incautada por los gerifaltes del régimen, sino que desempeñaron un papel capital en la persecución de la oposición política. Y los historiadores sólo llegarán a conocer minuciosamente los cauces que siguió si ese archivo mantiene su integridad y se le llama por su nombre. Porque no es un archivo de la guerra civil ni de la memoria histórica: es un archivo de la represión.

La necesidad de conservarlo no es, pues, local ni política, sino histórica y moral, pero el PP ha tenido dificultades para defenderlo desde este ángulo porque, cuando hubiera debido hacerlo, alguno de sus diputados andaba profiriendo chanzas sobre la naftalina a propósito del homenaje que el Congreso rindió a las víctimas del franquismo hace algo más de dos años. A veces despreciar el pasado lastra la labor que se puede hacer para el futuro.

El Gobierno ha encontrado así el camino expedito para resolver el caso de los papeles de Salamanca invocando la razón moral. Y sin embargo, es inevitable experimentar la sensación de que se han dejado de lado los principios al redactar la ley que tiene por objeto «la restitución de los documentos y efectos incautados en Cataluña». Si de reparar una injusticia histórica se trataba, la devolución no se hubiera circunscrito a la Generalitat, que, por cierto, recibirá papeles propios y otros que no son suyos, sino de ciudadanos que deberán a su vez reiniciar el proceso de reclamación. Si se hubiera querido reparar un atropello no se habría excluido de la devolución a sindicatos, partidos o ayuntamientos, argumentando que la Generalitat es la única institución constituida antes de la guerra, como si eso restara derechos a la CNT (fundada en 1911), la UGT (nacida en 1888) o los cientos de ayuntamientos para los que no se recoge un procedimiento de restitución. Si se hubiera redactado una ley seria no se habría dejado a discreción de cada comunidad autónoma el pedir los papeles de sus territorios. ¿Qué legitimidad tiene, por ejemplo, la Comunidad de Madrid, para reclamar alguna de las casi 3.000 cajas que figuran en Salamanca con la denominación «Político-Social Madrid»? ¿Cómo se protege al ciudadano cuyo gobierno autonómico decida no reclamar? ¿De quién son los papeles del Ministerio de Sanidad recogidos en Barcelona? ¿A través de qué comunidad reclamarán sus documentos los descendientes de exiliados que viven en Toulouse o Ciudad de México?

El criterio autonómico resulta tan arbitrario como repartir los papeles por cuencas fluviales, pero lo peor es que, al parcelar los legajos por regiones, distorsiona la historia. Los fondos de Salamanca sirvieron para reprimir a catalanes, andaluces, madrileños, asturianos, vascos, murcianos o santanderinos: extraerlos de ese contexto y dispersarlos por autonomías o ayuntamientos es despreciar que hasta en la Guerra Civil y en la represión tenemos una historia común.

Una visión muy conveniente para quienes quieren olvidar que los presos y ejecutados tuvieron sus delatores y carceleros locales; para quienes homenajean a Companys, pero no al también fusilado Juan Peiró, que no debe de cumplir con los estándares de catalanidad necesarios para merecerlo; para los que buscan, en suma, reinterpretar la guerra y la posguerra como un conflicto entre un estado central dictatorial y unas regiones ansiosas de libertad habitadas por mártires.

¿Era imposible resolver el dilema? Con copias auténticas y razones morales de verdad, la ley habría podido establecer idénticos trámites para cualquier dueño legítimo de los documentos, en vez de dictarlos a la medida de una institución autonómica. Y habría garantizado al mismo tiempo la integridad de un archivo fundamental en nuestra historia, en el que se acredita que la represión no distinguió procedencias regionales, sino políticas. Los jugadores de sokatira han perdido la ocasión de prestar un gran servicio a la causa de la justicia y la verdad histórica.