El papel del Rey

El artículo 99 de la Constitución nació de una doble tensión. Por una parte, tratar de que el Rey no se quemara en la designación de candidatos inviables. Por otro lado, poner un cortafuegos a eventuales iniciativas del Monarca para que no rebasara su posición neutral. El recuerdo de Alfonso XIII, especialmente en la designación de Canalejas y de García Prieto frente a otros políticos liberales, era un factor que incidió mucho en la redacción del artículo 99, especialmente en su apartado 5, que penaliza la mala elección de un candidato con la disolución de las Cámaras. Detrás de este artículo 99.3 sobrevolaba el temor a una extralimitación del Rey y un paralelo temor a lanzarle al combate político.

Lo que no era previsible casi 40 años después de promulgarse la Constitución es que el problema de la elección del presidente iba a residir en la dificultad de que un candidato obtuviera la mayoría simple de la Cámara para acceder a la presidencia, problema agravado extraordinariamente por el inexorable término de dos meses para disolver las Cortes. Ahora emerge un problema que solo ha aflorado en las elecciones de 2015. Me refiero al eventual desprestigio del Rey al proponer candidatos que fracasan ante el Congreso. Y, aunque la opinión pública sabe cuál es el alcance de las funciones del Monarca, el tema es para reflexionarlo.

El problema del fracaso del Rey en la propuesta de candidatos no se resuelve, como a veces se propone, ampliando su margen político de maniobra, sino entendiendo la posición constitucional del Rey ante el proceso de formación de Gobierno y sacando las conclusiones apropiadas para actuar proponiendo o no candidatos a presidente. En primer lugar, conviene recordar que la permanentemente invocada función arbitral y moderadora del Rey es una expresión carente de contenido. Es una función sobre la que los constitucionalistas no se ponen de acuerdo y no encontraremos dos interpretaciones iguales. Nadie ha aclarado por qué emergió en el artículo 56.1 de la Constitución ya que, aun procediendo de las construcciones doctrinales de Constant, no había aparecido en ninguna Constitución española y, por el contrario, había sido elaborado por el jurista liberal Santamaría de Paredes para apoyar la expansión de las prerrogativas regias a finales del siglo XIX. Por eso, esa expresión, en 1978, o bien era una fórmula desprovista de eficacia positiva o constituía una apuesta arriesgada para lanzar al Rey a la arena política. Por ende, es difícil que la propuesta de candidato por parte del Rey se enmarque en la función arbitral y moderadora.

En segundo lugar, como hemos señalado en este diario (Mitos sobre la investidura, EL PAÍS, 2 de enero de 2016), en contra de expresiones empleadas con ligereza, el Rey no encarga formar Gobierno, como sí podía hacerlo su bisabuelo con la Constitución de 1876. El Rey de la Constitución de 1978 es como un espejo en el que se reflejan los posibles candidatos que llegan al Rey informándole de los apoyos con que cuentan, lo que se completa con las entrevistas con los restantes dirigentes de los partidos parlamentarios que han de informar honestamente al Rey de sus intenciones respecto de los eventuales candidatos.

El problema es que los partidos, al menos los que tenían posibilidades de formar Gobierno o de apoyarlo decisivamente, han actuado con cierta ligereza o inexperiencia y han llegado a entrevistarse con el Rey con muy poco trabajo hecho. El resultado de todo ello es que el Rey ha actuado con una perfecta corrección constitucional ante unos partidos que no han querido negociar una salida gubernamental acorde a la Constitución.

Pero en este momento la situación se va complicando porque el Rey no debe volver a proponer al Congreso un candidato sin posibilidades de triunfo. Ello comporta volver a poner los bueyes delante de la carreta, es decir, retrasar la nueva ronda de entrevistas regias hasta que se compruebe que un partido puede disponer de votos suficientes para una votación por mayoría simple, por lo menos. Y, a diferencia de lo que ha tenido que hacer hasta ahora, no proponer más que candidatos casi seguros. Sin candidatos seguros, mejor no celebrar nuevos debates de investidura que crean expectativas inciertas y desprestigian al régimen democrático.

Javier García Fernández es catedrático de Derecho Constitucional de la  Universidad Complutense de Madrid.

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