El paradigma ambiental de EEUU

Por Javier Junceda, prof. de Derecho Administrativo. Universitat Internacional de Catalunya (ABC, 15/05/06):

Prejuicios aparte, es de suponer que quienes tan a menudo denigran la política ambiental norteamericana hayan reparado en lo mucho que ha significado en tal delicado asunto. A escala internacional, la contribución de los Estados Unidos es posible que no haya tenido parangón en la concepción de herramientas legales básicas para la solución de estos temas: la creación de parques naturales, la evaluación de impacto ambiental, la codificación del derecho ecológico, los mecanismos de responsabilidad e incluso el comercio de derechos de emisión de ciertas sustancias contaminantes, son insuperables creaciones de dicha política y legislación, instrumentos que por sus óptimos efectos han sido luego sabiamente aprovechados por la comunidad de naciones, incluida España.

Ningún otro país, por tanto, parece haber acumulado desde el inicio del contemporáneo derecho ambiental tanto y tan provechoso protagonismo en esta materia. Agraden o disgusten algunas de sus orientaciones en el contexto internacional -su apuesta por atemperar la ambición del Protocolo de Kioto, singularmente-, resulta incuestionable el liderazgo de los Estados Unidos de Norteamérica en buena parte de las instituciones esenciales que utilizamos a diario en medio planeta para resolver las amenazas ecológicas, más allá o más acá de que el Katrina devaste Nueva Orleans, circunstancia que ningún origen común puede compartir con las actuaciones de gobierno, salvo para quienes extrañamente aún sostienen, a la ligera, que dejar de suscribir un convenio entraña exponerse a un catastrófico ciclón.

Como muestra de este particular empeño hacia los dilemas ambientales, acaso haya que pedir permiso para recordar que fue por aquellos pagos donde se concibió de forma pionera la noción de los espacios protegidos, idea bosquejada a principios del siglo XIX por el bucólico paisajista Catlin y consagrada en 1872 con el establecimiento del Parque Nacional de Yellowstone. A raíz de esta imaginativa iniciativa, también resulta obligado evocar que Estados Unidos ampara en la actualidad, entre parques y refugios de fauna salvaje, nada menos que setenta millones de sus hectáreas, extendiéndose dicha estrategia -si bien adulterada con el tiempo por un severo abuso de la primitiva fórmula, y de un maximalismo inercial en todos los países, incluido el nuestro-, a más de cien mil áreas protegidas en todo el mundo, el equivalente al diez por ciento de la corteza terrestre o de la superficie de Europa duplicada.

Del mismo modo, no puede olvidarse que fueron los avanzados legisladores norteamericanos los primeros en dotar a sus administraciones públicas de sistemas objetivos de control de las actuaciones con repercusión sobre la naturaleza, por medio de la evaluación de impacto ambiental y de la propia compilación de su normativa en la materia. La primera figura, en la que todavía hacemos descansar la última palabra de las decisiones en temas ambientales en Europa, no sólo se ensayaría por vez primera en Estados Unidos, sino que a partir de sus experiencias acumuladas se han plasmado en las principales disposiciones internacionales. A su vez, su codificación -compendio de la normativa ambiental aplicable en un único texto, la NEPA, camino de cumplir sus fructíferos treinta y seis años de vida-, igualmente sigue siendo un espejo en el que mirarse en entornos jurídicos como el nuestro, en donde la legislación motorizada, supersónica ya en estas lides, continúa irrumpiendo con estrépito en los boletines, para menoscabo de retinas y desdoro de venerables principios como el que desde Roma nos enseñaba que «ignorantia iuris nocet», que el desconocimiento del derecho no exime de su cumplimiento. Hoy, la carencia de textos legales unificadores convierte la tarea aplicadora del derecho ambiental en una situación punto menos que jeroglífica, situación que además corre el riesgo de perpetuarse cuando no de acentuarse debido a la creciente proliferación de centros de poder legislativo dentro y fuera del país.

Finalmente, en cuestiones vinculadas a los mecanismos resarcitorios, también han sido precoces y juiciosos los norteamericanos, a través de las célebres soluciones patrocinadas en su CERCLA -«Comprehensive environmental response, compensation and liability act», «de patente influencia en las novísimas corrientes del derecho comunitario de daños»-, como asimismo ha sucedido con el sistema de comercio de derechos de emisión de determinados compuestos contaminantes, como el dióxido de azufre, sometido desde 1990 a idéntico desenlace que el previsto en el Protocolo de Kioto para otros seis gases de efecto invernadero.

En consecuencia, y al igual que ha acontecido con todos estos propicios hitos, es razonable y deseable pensar que los nuevos modos y maneras ensayados al otro lado del atlántico, esas modernas y rigurosas corrientes ambientales tan alejadas de apriorismos, extremismos y charlatanería, nos alcancen venturosamente a no tardar, incluida la decidida apuesta por combustibles como el hidrógeno y el progresivo abandono de la adicción al petróleo, tal y como acaban de anunciar nuevamente audaces las autoridades americanas. Nadie es perfecto. Ninguna nación lo es. Pero quien sostenga que Estados Unidos nada ha contribuido a la materia ambiental falta a la verdad. O habla de otras cosas.