El paraguas estadounidense está cerrado

Pobres afganos: habrán sido los conejillos de indias de un experimento estadounidense sobre el que nunca se les consultó. Se recordará que el único fin de la invasión que llevó a cabo la OTAN en 2001, y después solo los estadounidenses, era destruir a Al Qaida y capturar a Osama bin Laden. La destrucción de Al Qaida se llevó a cabo rápidamente; era un enemigo insignificante para los estadounidenses. Mientras, Bin Laden se encontraba en Pakistán. Una vez alcanzados estos objetivos, era de esperar que Estados Unidos repatriara sus tropas, como hizo George Bush padre después de haber restaurado la integridad en Kuwait. Pero en Washington, un poderoso movimiento ideológico decidió lo contrario: algunos intelectuales, inicialmente provenientes de la izquierda, se metamorfosearon en los nuevos profetas de la derecha, los ‘neoconservadores’. Influyentes en los medios de comunicación, las universidades y las fundaciones, endosaron su visión del mundo y su ambición a una clase política carente de imaginación. Según estos neoconservadores -Condoleezza Rice, Paul Wolfowitz, Bill Kristol-, Estados Unidos, única entre las naciones, tenía la vocación de remodelar el mundo a su imagen, exportando la democracia liberal a todas partes. ¿No era este el camino más corto para erradicar la pobreza, eliminar el terrorismo y acabar con las ideologías totalitarias, marxistas, maoístas e islamistas? Para qué mantener, decían los neoconservadores, un Ejército tan poderoso si no era para hacer el mejor uso de él: un mundo liberal y democrático. Al fin y al cabo, la Constitución estadounidense, que proclamaba estos ideales, no se redactó inicialmente solo para los ciudadanos de Estados Unidos, sino para los ciudadanos del mundo. Este regreso a las fuentes, una revolución intelectual, se convirtió en el Evangelio de George Bush hijo, que andaba buscando un destino. Las circunstancias hicieron de Afganistán el campo de pruebas, la demostración de que la democracia liberal era buena para todos, siempre que los estadounidenses educaran a la gente: que los afganos voten y el resto seguirá.

Lamentablemente, ningún pueblo estaba menos preparado para pasar de la civilización tribal al individualismo democrático. Nadie imaginaba tampoco que el Gobierno estadounidense, su secretario de Estado y su famosa CIA estuvieran tan mal informados y fueran tan incultos. Cómo podían ignorar que Afganistán no existía, que sus dirigentes solo pensaban en enriquecerse y que sus militares permanecían fieles a su tribu de origen, sin lealtad a un Estado teórico, sostenido a duras penas por un Ejército de ocupación, ni siquiera por uno musulmán. Todo esto, que ya habían comprendido antes los británicos y los rusos, expulsados uno tras otro de Afganistán, ahora resulta evidente. Se han necesitado 20 años para que los políticos y columnistas estadounidenses se dieran cuenta de los hechos y se preguntaran: «Qué diablos estábamos haciendo en este país que solo produce opio, no tiene ningún interés estratégico en el mapa mundial y no amenaza ni sirve a los intereses de Estados Unidos?». La quimera de los neoconservadores se extinguió y el imperio estadounidense menguó repentinamente, sacrificando de paso a las mujeres afganas.

Pero el imperio menguado sigue siendo un imperio, con el Ejército más poderoso y la economía, la ciencia y la innovación predominantes. El único cambio, más allá de la tragedia de Kabul, no es en absoluto la desaparición del imperio estadounidense, sino un cambio en su vocación. Es seguro que Estados Unidos, durante la próxima generación, defenderá solo sus intereses directos, si se ven amenazados. El paraguas estadounidense, que desde 1945 protegía a Europa y algunas dependencias asiáticas, Taiwán y Corea del Sur, se ha cerrado. Quienes deberían estar más seriamente preocupados por esta retirada estadounidense, que comenzó con la no intervención de Obama en Siria, son los europeos. Al igual que en 1939, cuando Estados Unidos era neutral, ahora los europeos deben confiar en sus propias fuerzas. Los conflictos periféricos, en Georgia, Ucrania, el Cáucaso, con Turquía y los países bálticos, son ahora responsabilidad de Europa. Una Europa que no tiene ni una diplomacia ni un Ejército unificados. Para que conste, el proyecto del Ejército europeo, del que se habla desde 1954, nunca ha tenido éxito y no está preparado para tenerlo porque los británicos se opondrán.

¿Cómo contener a los islamistas en el Sahel, estabilizar Libia, apaciguar a los rusos y contener las ambiciones chinas? Después de Kabul, la respuesta estadounidense será «Allá os la veáis, no es asunto nuestro», un reflejo del sentimiento popular escarmentado por expediciones retrospectivamente inútiles. Ahora descubrimos que, en el fondo, los vietnamitas no eran comunistas y los afganos no eran islamistas; su punto en común era el odio a la presencia del Ejército estadounidense. Los estadounidenses se veían a sí mismos como un ejército de liberación, pero eran un ejército de ocupación.

Es muy triste que los neoconservadores se hayan equivocado y hayan ignorado que la democracia no se puede exportar a punta de bayoneta a sociedades esencialmente antidemocráticas. Henry Kissinger, en la década de 1970, ya lo sabía, lo dijo y lo aplicó, lo que no lo hizo popular. Pero vivimos en un mundo real, no en un mundo imaginario. Por lo tanto, la prioridad en Europa es proteger la democracia en casa, ser más ejemplares que Estados Unidos, asolado por el racismo, no tolerar las tonterías húngaras y polacas, proteger a nuestros amigos bálticos y ucranios, que son europeos, y darnos cuenta de que estamos solos en este nuevo orden mundial sin policía. Al menos un país lo ha entendido desde su fundación: Israel, que nunca ha dependido de nadie más que de sí mismo.

Guy Sorman

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