El paraíso fiscal de la Iglesia

Pedro negó tres veces a Jesús, y el gobierno popular ya se ha negado dos veces a sí mismo en relación con las miles de inmatriculaciones practicadas por la jerarquía católica, de forma clandestina y sin más título de propiedad que su palabra. La primera, derogando este privilegio jurídico que ha propiciado el mayor escándalo patrimonial de la historia de España. La segunda, acatando la orden del Congreso que le obliga a elaborar un listado de bienes inmatriculados. Y la tercera llegará cuando reconozca que todas estas inscripciones, así como las exenciones fiscales por su actividad empresarial, son nulas por vulnerar la Constitución, la normativa europea y los derechos humanos.

El origen del problema se encuentra en la simbiosis identitaria entre Iglesia y Estado, intacta tras 40 años de democracia. Con el fin de dar a conocer qué bienes podía vender libremente la Iglesia, se habilitó en 1863 un procedimiento excepcional que la equiparaba con la administración pública y a sus diocesanos con notarios. Pero desde su entrada en vigor, la jerarquía católica se extralimitó al certificarse la posesión (que no la propiedad) de inmuebles que no constaban en sus archivos, salvo los templos de culto por tratarse de bienes fuera del comercio. Cuando la posesión dejó de ser inscribible en 1944, los dirigentes eclesiásticos se sirvieron de estas autocertificaciones para apropiarse de bienes sin aportar título alguno: “porque digo que lo poseo, ya es mío”.

Estas normas deben entenderse derogadas por inconstitucionalidad sobrevenida desde 1978 al vulnerar el principio de aconfesionalidad del Estado. Sin embargo, la jerarquía católica aprovechó la pasividad de todas las instituciones para seguir inmatriculando en masa, incluso templos de culto en contra de la prohibición legal. Fue Aznar quien, al derogarla en 1998, regularizó estas privatizaciones fraudulentas y abusivas con el argumento de su posible inconstitucionalidad. Una verdad a medias que la convierte en una doble mentira. El uso religioso no determina la titularidad en un Estado aconfesional. Por supuesto que la Iglesia Católica, como cualquier otro ciudadano, puede inscribir sus inmuebles. Pero siempre que, como cualquier otro ciudadano, demuestre su titularidad y no estar apropiándose de lo que nos pertenece a todos. Justo lo que no hizo. La inmensa mayoría de estos bienes son monumentos de exorbitante valor histórico, patrimonio milenario y cultural de la ciudadanía en cuanto que dominio público, imprescriptible y no enajenable. ¿Es la Iglesia una administración pública? No. ¿Son funcionarios públicos sus diocesanos? No. En consecuencia, todas las inmatriculaciones practicadas con estas normas inconstitucionales son nulas de pleno derecho. Y si recaen sobre bienes públicos, doblemente.

Gracias a las plataformas ciudadanas, comenzamos a conocer miles de casos por toda España. Desde la Mezquita de Córdoba, la Giralda de Sevilla o La Seo de Zaragoza, pasando por plazas, calles, cementerios, pisos, locales comerciales, jardines, murallas, cocheras…, e incluso bienes incautados a sus propias órdenes y hermandades. Nunca ruinas. La Conferencia Episcopal reconoce haber realizado 40.000 inmatriculaciones.

El Gobierno popular derogó estas normas en 2015 para evitar un recurso de inconstitucionalidad directo y, de esta forma, mantener intactas las inmatriculaciones ya practicadas. Pero su amnistía registral fue reprobada por el mismísimo Tribunal Europeo de Estrasburgo, condenando la complicidad del Estado al no revertir lo inscrito con este procedimiento nulo y contrario a los derechos humanos. Al final, todos hemos pagado la indemnización más alta de la historia por la apropiación ilegal de un bien que no ha devuelto la Iglesia. Una vergüenza moral y un escándalo jurídico.

Recientemente, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha declarado ilegales las exenciones fiscales a la Iglesia Católica cuando realiza actividades económicas. Miles de millones de euros que ningún gobierno exigió declarar, ni contribuyen al sostenimiento de lo público. Ambas resoluciones europeas confirman que la Iglesia es un paraíso jurídico y fiscal consentido por un Estado aconfesional y democrático de derecho. No se trata de una cuestión religiosa sino de transparencia económica y respeto a la legalidad: que devuelva lo público y pague por lo que demuestre ser suyo.

Antonio Manuel Rodríguez Ramos es profesor de Derecho Civil de la Universidad de Córdoba.


Le responden Miguel Rodríguez Blanco (catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado de la Universidad de Alcalá) y José María Vázquez García-Peñuela (catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado de la Universidad Internacional de La Rioja, UNIR): El inexistente paraíso registral de la Iglesia.

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