El paréntesis del fútbol

Cada cuatro años el mundo abre un tiempo a la fantasía. Es la Copa del Mundo. El fútbol no ha sido siempre un ritual inocuo. Puede precipitar una guerra en toda forma, como la de Honduras y El Salvador en 1969. Puede provocar brotes repugnantes de chovinismo y racismo (como ocurre, con frecuencia preocupante, en los estadios europeos). Puede servir como cortina de humo, como ocurrió en Argentina, en 1978, cuando los generales, aprovechando la euforia del triunfo, acrecentaron su política genocida. Puede alentar espejismos ridículos sobre el destino de una nación encomendado a 11 muchachos persiguiendo un balón (“Por qué no le dan una pelota a cada uno, y se acaban los problemas”, dijo más o menos Borges). Pero en este mundo violento y discorde, el paréntesis es bienvenido.

En México, el extraordinario auge del fútbol —importado en 1902 por los mineros ingleses— data de los años cincuenta y sesenta. Durante la primera mitad del siglo XX, rivalizaba sanamente con el béisbol, importado por las empresas estadounidenses (dedicadas al petróleo, las minas y ferrocarriles) asentadas a lo largo de la frontera norte, el golfo de México y la costa noroeste del océano Pacífico. Esta preponderancia del béisbol tuvo otro origen adicional —menos agradable— e idéntico al de Cuba, Santo Domingo, Nicaragua, Panamá y otros países de Centroamérica: la presencia de los marines desde 1914. Así se ilustra, al menos parcialmente, la ambigua relación de estos países con Estados Unidos. Aman apasionadamente al béisbol, odian apasionadamente al invasor.

En los países sudamericanos no hubo nunca marines ni tampoco béisbol. Por ser el enclave principal y el socio comercial de Inglaterra en la región, Argentina —y su vecino Uruguay— importaron el fútbol muy temprano y lo practicaron con inmenso éxito, imprimiéndole un toque de picardía y sorpresa y flexibilidad —el dribling— que recordaba un poco al tango y no tenía ya nada del austero, veloz y rudo fútbol inglés. Los nombres de muchos equipos argentinos denotan su origen británico: Boca Juniors, Racing, River Plate (Río de la Plata). Uruguay organizó la Copa del Mundo en 1930 y en 1950; famosamente, derrotó a Brasil 2 a 1 en lo que se conoció como “la tragedia de Maracaná”. La derrota desató una ola de suicidios, porque en Brasil el fútbol llevaba décadas de haberse integrado a la cultura popular, al lado de la samba y el Carnaval.

Según el sociólogo brasileño Gilberto Freyre (Futebol mulato, Diario de Pernambuco, 17 de junio de 1938), el estilo brasileño de jugar fútbol es reflejo del genio peculiar de Brasil para la mezcla de grupos étnicos y culturas. Lejos de la rigidez y la racionalidad de los europeos, el brasileño privilegia la astucia, la espontaneidad, la invención. Por eso, tras el desastre de 1950, Pelé “redimió” al fútbol brasileño en 1958, con su magia y ritmo incomparables. Y abrió la puerta para la conquista de varios mundiales.

Los países andinos (Perú, Ecuador, Bolivia) despertaron tarde al fútbol, pero lo juegan con solvencia. Igual que en Chile o Paraguay, el temple de las antiguas culturas indígenas les imprime un sello de vigor y estoicismo. Colombia es un caso parecido al brasileño —baila cumbia frente a la pelota—, pero en tono menor. Venezuela es fundamentalmente beisbolera, aunque a últimas fechas ha desarrollado una buena selección. Pero ahí donde reina el béisbol (Centroamérica y el Caribe) es difícil desplazarlo: no olvidemos que antes de soñar con ser líder del Tercer Mundo, Hugo Chávez soñaba con ser pitcher en las Grandes Ligas.

Ahora en México, todos los espectáculos (el béisbol, el box, las corridas de toros, las peleas de gallos) palidecen frente al fútbol. ¿Por qué es tan popular? Una razón puede estar —como tantas cosas en este país— en la historia. El fútbol apela quizá a una reminiscencia prehispánica: el “juego de pelota” que aquellos pueblos practicaban en cuadrángulos abiertos, utilizando su cuerpo —y no sus manos— para insertar un durísimo balón de hule en un pequeño aro de piedra labrado en los muros. Las muchedumbres, como ahora, coreaban el juego, pero la gesta no terminaba de manera pacífica sino con el sacrificio físico… ¡del equipo vencedor! Aquel juego legendario era la metáfora de una batalla cósmica. Han pasado muchos siglos. Por fortuna ya no corre la sangre en esos espacios. Pero el fútbol sigue teniendo en México una gran importancia. Si la selección gana, todo parece ventura; si pierde, sobreviene un abatimiento colectivo.

En los países latinoamericanos el fútbol es una bendición social. Aun en los rincones más pobres y alejados, hay terrenos baldíos donde, domingo a domingo, 22 protagonistas, orgullosos de sus colores, retozan alegremente tras una pelota levantando a su paso efímeras esculturas de polvo. Allí, como en las fiestas populares, el tiempo se detiene y las penas se olvidan, sobre todo en el instante sacramental en que ocurre el milagro esperado: el milagro del gol. En México, particularmente en competencias internacionales, esa consumación ocurre poco. Ojalá que este paréntesis traiga alguna alegría, sobre todo a los niños mexicanos, vestidos con su camiseta verde.

Y si no la trae, siempre podemos consolarnos vicariamente (como en 2010) con el deseable triunfo de España. Es muy apasionada la relación de México con España (en el fútbol y en todo lo demás). Comenzó con el arraigo, en 1937, de la famosa selección vasca, cuyas estrellas (Regueiro, Lángara) se volvieron ídolos populares. Avecindados ya en México, se incorporaron a los antiguos equipos españoles que contendían en México: el España (fundado en 1912) y el Asturias (1918). La rivalidad entre mexicanos y españoles constituyó la trama de películas inolvidables y en 1939 provocó la quema de un estadio.

En 1950 desaparecieron los equipos españoles, pero nos quedó (como en tantas cosas) la nostalgia de la Madre Patria. En los cincuenta, recuerdo muy bien a un comentarista español casi ciego (Cristino Lorenzo) relatando por radio (como si los hubiera visto) los juegos de la liga española desde su peña en el Café Tupinamba, en el centro histórico de México. Luego Hugo Sánchez triunfó en el Real Madrid. Y finalmente irrumpió por televisión la liga española, que los aficionados mexicanos (divididos entre madridistas y culés) siguen con interés y admiración.

Pienso en la excelencia del fútbol español y la contrasto con la depresión que aún percibo en España. No se me oculta, en absoluto, la enorme dimensión de los problemas: el paro agobiante (sobre todo entre los jóvenes), el estancamiento económico, la deuda, las tensiones nacionalistas, la crisis de legitimidad institucional, y tanto más. Pero, como en toda depresión, aun en las más justificadas, quienes la padecen tienden a soslayar lo mucho que sí tienen, lo mucho que sí han logrado.

Y los activos de España son reales. Solo enumero unos cuantos: la superación de la violencia fratricida, la resolución del caso de ETA, las cuatro décadas ininterrumpidas de orden democrático y jurídico, las libertades civiles, la infraestructura de toda índole que (mal que bien) existe, el desempeño de sus empresas globales y tantos bienes heredados de la historia, la inmensa literatura, las artes magníficas, el talante del pueblo, las costumbres y tradiciones, la naturaleza. Y está también el fútbol, que en España se practica con inigualable profesionalismo y destreza.

El fútbol es solo un juego. En sí mismo no llega a nada, no resuelve nada. Pero por algo lo practicaron y amaron Albert Camus, Vladímir Nabokov y Dimitri Shostakóvich: nos recuerda la dimensión lúdica de la vida, nos permite, en un breve paréntesis, volver a la Edad de Oro. El buen espíritu deportivo dicta “que gane el mejor”. Ojalá que el mejor sea un equipo de nuestro orbe cultural.

Enrique Krauze es escritor mexicano y director de la revista Letras Libres.

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