El paréntesis

En su reciente comparecencia televisiva en el programa 'Tengo una pregunta para usted', el presidente del Gobierno volvió a dar prueba de que el activismo mediático es la receta en la que mayor confianza ha depositado para neutralizar los peores efectos de la recesión sobre su posición y la de su partido. Las respuestas del presidente, presentándose como generosa víctima propiciatoria del malestar de los ciudadanos, defraudaron por su contenido y probablemente aburrieron a muchos por la prolijidad creciente en la que Rodríguez Zapatero se pierde.

El episodio de Izaskun, la joven con síndrome de Down, dio lugar a una exhibición paternalista de cuestionable oportunismo. El énfasis en negar que hubiera permanecido sentado al paso de la bandera de Estados Unidos en el desfile de la Fiesta Nacional de octubre de 2003 fue una divertida sorpresa, sobre todo porque hasta ahora la versión del propio Zapatero explicaba el agravio por un fallo del protocolo del acto que olvidó avisarle de que debía ponerse en pie. Su razonamiento para justificar una ley de plazos en materia de aborto constituyó una muestra acabada de manipulación demagógica de los términos jurídicos del debate en este tema. Recurrió a la doctrina del Tribunal Constitucional para avalar que el aborto sea un derecho, lo cual es rigurosamente falso, y defendió que así sea para evitar que las mujeres vayan a la cárcel, olvidando que ninguna mujer ha ido a la cárcel por abortar -desde luego no durante toda la vigencia de la actual regulación- y que, precisamente para evitar este resultado, existen los actuales supuestos de despenalización, como su propio nombre indica. En suma, nada que pueda extrañar en alguien para quien las palabras están al servicio de la política y no al revés.

Pero que las reflexiones presidenciales fueran decepcionantes por su contenido no significa que la aparición televisiva de Rodríguez Zapatero no fuera ilustrativa de hasta qué punto podemos considerarnos en situación de «emergencia nacional», en descripción de Mariano Rajoy. Porque si la recesión ensombrece día a día el panorama de los españoles, el desconcierto de un Gobierno que opta por el escapismo ante la recesión agrava la preocupación por el cuándo y el cómo España saldrá de ella.

La economía como «estado de ánimo» y la recesión como «paréntesis» son los hallazgos que Rodríguez Zapatero utilizó para revestir la dureza de la situación con su mullida retórica. Lo del estado de ánimo -sólo falta decirnos que esto 'es de los nervios'- enlaza con aquello de que el pesimismo no crea puestos de trabajo aunque, a la vista de la evolución del paro, lo mismo quepa decir del optimismo.

Pero caracterizar la recesión como «un paréntesis» es demasiado banal hasta para Rodríguez Zapatero. Víctima del culto a la personalidad desarrollado en su partido, poseído por su propia leyenda de hombre aliado con la suerte cuando más lo necesita, aliviado del escrutinio de una oposición que, en medio de gravosas turbulencias internas, afronta las dificultades de definir su papel en el actual escenario, Rodríguez Zapatero confunde, o quiere hacer que se confunda, la realidad con sus deseos.

Resulta que la misma escuela política que ha insistido en que esta crisis para el capitalismo tiene el mismo significado que el derribo del muro de Berlín para el socialismo ahora nos tranquiliza hablando de paréntesis. El gusto de venganza histórica que han sentido muchos sectores de la izquierda por esta implosión económica está mal orientado. Pero lo que sí es cierto es que la crisis actual es una crisis de modelo y, por tanto, puede ser muchas cosas, pero nunca un paréntesis.

Dicho lo anterior, lo que hay que reconocer al Gobierno es una contumaz coherencia con el propio diagnóstico. Rodríguez Zapatero considera que la recesión es un paréntesis y la está tratando como tal. El tratamiento parece sencillo: se purgan los sectores afectados, se estira el gasto público y a esperar. El Presupuesto ha dejado de ser un instrumento de política económica y se ha convertido en la caja de resistencia de un Gobierno en huelga de dirección política. Detrás hay una nueva apuesta de Rodríguez Zapatero: la que fía el futuro del país, en un sentido mucho más amplio que el económico, a que la recesión pueda darse por concluida en unos meses. En caso contrario, el único plan B del Gobierno es improvisar un nuevo culpable, y agudizar el ingenio para la retórica hueca que practica. Sin embargo, bastará una leve desviación de las irreales previsiones del Ejecutivo para que nos encontremos en un escenario económico que incluso hoy nos parecería inimaginable.

El Gobierno sigue jugando al escondite con la recesión. Y ésa es su responsabilidad. Rodríguez Zapatero se encuentra atrapado en su propio discurso. Está obligado a una búsqueda incesante de excusas y de culpables. Tiene que inventar una realidad que no existe, y si no es posible, distorsionarla, dar la vuelta al sentido aplastante de los datos que revisa una y otra vez -siempre a peor- sin ningún reparo.

Su discurso es el que dicta la conveniencia del momento. La banca es la última en experimentar cómo se pasa del elogio desmedido a la amenaza chulesca. Los que antes eran garantía de estabilidad de la que se presumía ante el mundo conviene que ahora aparezcan como estranguladores de la recuperación por su inexplicable racanería con el crédito. Hace unos pocos días se negaba que fuéramos a llegar a los cuatro millones de parados. Hoy no sólo resulta posible sino que, desgraciadamente, es probable que superemos esa cifra. Se nos pide mirar al plan de obras municipales con la misma seguridad que se predicaba del colchón presupuestario que nos ofrecía el superávit cuando unos pocos meses después el déficit benévolamente previsto para este año es del 6%.

Pero es evidente que si estamos en un simple paréntesis no se precisan iniciativas especiales, menos aún reformas estructurales que preparen a nuestro sistema productivo y a nuestro mercado de trabajo para salir fortalecidos y regenerados de la crisis. Esta es la opción por la que se ha decidido el Gobierno. Una opción de gestión del problema miope y cortoplacista que, por otra parte, no es sino la consecuencia de haber negado que el problema existía.

El coste para nuestro país en términos de credibilidad es inmenso y creciente. Un Gobierno reducido a la mínima expresión de iniciativa y competencia, incapaz de forjar consensos que actúen como fuerza motriz de confianza, refugiado en el populismo y carente de impulso hace cada día nuevos esfuerzos para formar parte del problema en vez de ser agente de la solución.

Javier Zarazalejos