El París de Modiano

El Nobel a Patrick Modiano, que algunos tanto hemos deseado, viene a hacer justicia definitiva a una obra a menudo ninguneada bajo la acusación de ser menor y repetitiva, y que a uno en cambio le parece una obra mayor, única.

Aparecida en el emblemático año de 1968, la primera novela de Patrick Modiano, La place de l’Étoile, jugaba con la ambigüedad de ostentar un título que designa a la vez la plaza donde está el Arco de Triunfo y «el lugar de la estrella», es decir, el lugar de su indumentaria donde a partir de 1942 los judíos franceses estaban obligados a llevar la infamante estrella de David. Tanto en ese libro como en La ronde de nuit y Les boulevards périphériques, el escritor se enfrentó a la reconstrucción de un tiempo que no vivió –nació justo después, en 1945, y en «banlieue»: en Boulogne-Billancourt– y a la fijación de una «memoria heredada» que es la de sus padres, ambos judíos: él, Albert Modiano, entregado a turbios negocios con los alemanes; y ella, la belga Luisa Colpeyn, desdibujada actriz para la Continental. A partir de esas circunstancias nacerían las indagaciones del hijo sobre el mundo del cine, de la Gestapo francesa, de los agentes dobles, de los marqueses ful… Todo esto en un principio hizo gracia a Paul Morand y a otros antiguos «collabos». Luego se apartaron, tras darse cuenta de que el benjamín no era precisamente tierno con esa época. Época que en 2014 sigue gravitando terriblemente sobre la vida francesa, y que él ha transformado en gran literatura de raíz autobiográfica. Esto último lo sabemos desde siempre, pues toda su obra es «autobiografía soñada», pero está más claro todavía desde ese impresionante ejercicio de introspección que es

Un pedigree. Una honda reflexión histórica y moral tensa tanto Dora Bruder, libro basado en un caso real –el de una adolescente judía que perecería en los campos de la muerte– como en su prólogo al diario de Hélène Berr, otra sombra fugitiva de idéntico destino.

París de Modiano, un escritor cuya música nos atrapa siempre. París de los años oscuros, pero también de los cincuenta y los sesenta, y no hay que olvidar su amistad con Françoise Hardy o Catherine Deneuve, su colaboración con Louis Malle como guionista de Lacombe Lucien o su admiración por Georges Perec, uno de sus faros. Calles desiertas, chiriquianas, metafísicas, como metafísico el Palais Royal. Tiendas antañonas. Fotografías amarillentas. La pagoda roja de la rue de Courcelles. La luz de los «bateaux-mouches» iluminando a su paso cierto apartamento del quai de Conti que fue de Maurice Sachs, y que sería luego del padre de Modiano. Domingos de agosto del lado de los Champs-Élysées. Cafés de Saint-Germain-des-Prés. Montsouris y la atmósfera cosmopolita de la Cité Universitaire. Neones en la noche por siempre de Brassaï, del cual prologó un álbum significativamente titulado «Paris-tendresse». Más allá, la «banlieue», y todavía más allá, la Île-de-France, y un internado, y Fontainebleau y Barbizon y otros lugares frecuentados por Corinne Luchaire, por Danielle Darrieux, por Porfirio Rubirosa…

Como su admirado Julien Gracq, Modiano sabe de las muchas ciudades que contiene París. Es único entregándose al arte de la «quest», es decir, persiguiendo, detectivescamente, vidas oscuras y perdidas –por él hemos sabido del egipcio y asesinado Alec Scouffi, o de Friedo Lampe en su Bremen–, fabulando sobre un pasaporte o una agenda o un papel con un simple número de teléfono, reconstruyendo oficinas siniestras o el estudio de un fotógrafo «fifties». Detectando, en definitiva, los enigmas que anidan bajo la apariencia tranquila de las cosas. Adivinamos, por lo demás, que previamente el escritor, tan amigo de las listas, maneja una inmensa documentación. «Lo mejor mío –dijo una vez– es mi archivo».

Sólo en una ocasión me he encontrado con el autor hoy nobelizado. Fue una tarde de 1997, gracias a la acción conjunta de Monika, mi mujer, y de Rafael Cidoncha, y en una casa enormemente literaria, la que un «dandy» recientemente desaparecido, Bernard Minoret, ocupaba en la rue de l’Université. A Modiano lo acompañaba Dominique, su mujer. Hablamos a trancas y barrancas. Me contó lo que sería Dora Bruder. Le sorprendió enterarse de que en España algunos utilizábamos el adjetivo «modianesco». Se rió mucho cuando le pregunté, totalmente en serio, si Pierre Le-Tan existía, o si no sería más bien un doble suyo. Nos tomaron una foto tan borrosa… que podría figurar, descrita, en uno de sus libros. Con un Le-Tan ya corpóreo –más risas, esta vez con el franco-vietnamita–, le encargué a José Carlos Llop –uno de nuestros primeros modianescos– la retrospectiva del ilustrador que se celebró en el Reina Sofía en 2004, en cuyo catálogo escribe precisamente Modiano. El año pasado, Llop conoció al fin, en París, a su colega y lector, y ello vía Miquel Barceló, que los ha incorporado a ambos a su galería de retratos con lejía.

El Nobel a Modiano a la postre es también un Nobel a París. Escribo estas líneas en Passy, uno de los barrios modianescos –y «le-tanescos»– de la capital francesa. La última novela del escritor, Pour que tu ne te perdes pas dans le quartier, salió el jueves. La compré en Orly el viernes, tras aterrizar procedente de Ibiza, desde cuyo aeropuerto había llamado a Llop a la isla de al lado, comentándole que en un par de horas esperaba tener el volumen entre las manos. Leído este entre esa noche y la siguiente, y con la fascinación de siempre, el domingo anduve a primera hora del lado de Vanves y de Brassens, en compañía de un amigo modianesco de paso, Fernando Castillo, comisario de Geografía Modiano, y que en Noche y niebla en el París ocupado habla mucho del padre del escritor. Mientras contemplábamos a lo lejos la alta torre de Saint-Antoine de Padoue, evocamos la presencia de esa iglesia «déco» enladrillada, en una memorable página de Des inconnues. Sin sospecharnos lo más mínimo que menos de una semana después la Academia Sueca iba a darnos tamaña alegría.

Juan Manuel Bonet, escritor y director del Instituto Cervantes en París.

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