El Parlamento ornamento

España, y usted y yo, somos el hoy. La Historia viene luego. Mucho después. No hay tiempo para ella ahora, pero se hace ahora. Salvo que se pueda cambiar el pasado y solo haya hoy. Nuestros actuales gobernantes hacen del pasado el hoy («quien controla el pasado controla el futuro; quien controla el presente controla el pasado»; Orwell). Y dejan para otros lo de hoy. Sin plan, es decir, sin rumbo. Están las dirigencias gubernativas y toda la pesca en un ‘carpe diem’ por su sola supervivencia.

En los últimos cinco años, nos hemos desentendido de España con especial ahínco o dejadez. ¿No hemos tenido tiempo de advertirlo? Quizás, no queremos. Pero, o se actúa en la sociedad, se es ciudadano, o el resultado será la exclusión, una segunda clase humana, alguna forma de esclavitud 4.0. Si se sigue como hasta ahora es inalcanzable recuperar -menos asentar- una cultura democrática, cívica. Solo engendrará rebaño, carne de insomnio y silencio. Enroque, colisión y desmembramiento.

Una caída imparable en alguna clase de regímenes de totalitarismo rigurosamente vigilado e interconectado, con una masa de bloqueo suficientemente apesebrada para aceptar que las reglas básicas de la existencia estén invertidas, al modo de las orwellianas «la guerra es la paz; la libertad es la esclavitud; la ignorancia es fuerza» y «2+2=5», por decisión de gobiernos cada vez menos controlados por unos parlamentos nominales y una opinión pública cuidadosamente desinformada o nutrida solo desde la visión dominante. Pero, aún, mientras haya libertad, podemos elegir.

El Parlamento, establecido como institución central de la democracia (en tanto que representa a los individuos, iguales y libres, de una comunidad política soberana, aprueba sus leyes y controla al Gobierno), lleva cuestionado desde su misma puesta en marcha en Occidente a finales del siglo XVIII y primeros del XIX. No hay ningún estudioso, fuera y dentro de España, que no se refiera a la cuestión del parlamentarismo aludiendo a su situación desde el principio con palabras como crisis, bancarrota, agonía o fatiga; o con expresiones del tipo «ventanilla donde sellan los acuerdos tomados fuera», «órgano burocrático» o «conjunto de representantes de los partidos, no del pueblo». Y, consecuentemente, apele a su reinvención.

Dicha situación se ha agudizado en España. Desde la moción de censura de 2018, el Gobierno ha aprobado casi cien decretos leyes (erosión fuerte del poder legislativo, reducido a ratificar decisiones del ejecutivo), ha visto declarados anticonstitucionales los dos estados de alarma que ha ideado y ha rechazado más de noventa comparecencias de control en las Cortes -sin, asombrosamente, consecuencias políticas-; y las Cortes han visto declarado anticonstitucional un acuerdo de su Mesa por suspender plazos de tramitación de iniciativas y han aprobado leyes trascendentales (como educación o eutanasia) en lectura única, aplastando cualquier aportación de las fuerzas que no conforman la mayoría -impensable hasta hace poco- que apuntala al Gobierno.

Por enésima vez, aunque se asemeje a la condena de Sísifo, se ha de recordar que el Parlamento no puede ser un ornamento político de la organización del poder de un Estado o, peor, una claque del Gobierno. En un parlamento democrático o representativo, es decir, verdadero, se ha de encarnar el pluralismo social de manera vibrante y efectiva. El Parlamento no puede ser la Cámara corporativa de una mera regla de voluntades partidistas. Suma y resta de votos, sin diálogo y transacción racionales, de parlamentarios reducidos a extensiones de las direcciones de los partidos políticos.

El dominio irracional («mando, luego ordeno chitón») del Parlamento por un bloque, anulando sin más al contrario, borrando ‘de facto’ y aun culpando en los preámbulos de las leyes a quien piensa diferente, socava mortalmente la esencia del parlamentarismo y, por ende, de la democracia («el fallo sobre el parlamentarismo es, a la vez, el fallo sobre la democracia»; Kelsen). El riesgo de alimentar una reacción pendular es evidente; cuando, tras unas nuevas elecciones, la oposición sustituya a la actual mayoría. Y la responsabilidad recae en quien inicia y se instala en esa perniciosa dinámica de laminación del discrepante.

¿Qué ha pasado en las Cortes y algunos parlamentos autonómicos de repente, o viene de atrás y no hemos visto la desnudez hasta ahora? ¿Tal es la divergencia de nuestros actuales representantes, que se ha abierto una fractura imposible de salvar, que no puede haber trato con quienes no son de los nuestros? ¿Tan mal estamos en España que las Cortes y algunos parlamentos autonómicos no están sirviendo para moderar a los extremistas y antisistema, que, en vez de incorporarse al parlamentarismo, lo están devorando? Un funcionamiento tan desviado como el que se está perpetrando revela que, en puntos básicos, no existe una creencia común política, y, por tanto, que no existe una conciencia política española. Con todo lo grave que se sigue de esto.

Para que el Parlamento funcione razonablemente, lo importante de sus miembros es que tengan más de una cosa en común, al margen de su ideología. Y, claro es, compartir una base de convicciones sobre la libertad y la democracia, y la nación que representan. El diálogo es y conforma una forma de política, de comunidad, de Estado. La tarea de las Cortes y de los parlamentos autonómicos consiste en ahormar, dialogando, una clase política que enhebre las aspiraciones nacionales con las autonómicas.

Pero si no hay clase política, con conciencia de su responsabilidad y de ir más allá de la supervivencia de cada uno, la situación tiende naturalmente a más fragmentación. De modo que no genera puentes entre ellos, ni confianza con los representados. Perplejos, irritados y, finalmente, pasotas o agresivos ante quienes deben ser su voz y dar voz a todos. Y, sin clase política no hay cultura política, y viceversa; y donde hay carencia de ambas, es inútil buscar continuidad, ni diálogo, ni instituciones seguras (Dahrendorf). Y, si esto sucede, tampoco hay libertad, ni democracia.

¿Volverá a ser posible el encuentro de los diferentes o, si se prefiere, de grupos diferentes? ¿Y volverá a ser ese lugar la institución donde corresponde, el Parlamento? A la luz de la idea de libertad, que «es y será el centro eterno y fundamental de toda especulación política» (Kelsen), el ciudadano, si no quiere perder esta condición y caer en la de una subespecie de ilota-5G, y ver su país convertido en una almoneda de desaprensivos y perdido su bienestar y el de sus descendientes y ascendientes, debe examinar el uso que se está haciendo de las Cortes y de ciertos parlamentos autonómicos; sacar sus conclusiones y actuar en consecuencia.

Daniel Berzosa es abogado y doctor en Derecho Constitucional.

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