El parque de las almas

No hay drama, en el caluroso día festivo, cuando te acercas entre una multitud de pantalón corto y gorra, pero aun así apenas bullanguera, al Memorial del 11 de septiembre (Memorial 9/11 en las siglas americanas). Tampoco la mayoría de los visitantes que hacen cola, provistos de su pase gratuito, conocerá la intriga, a veces cruel, que ha precedido y sigue manifestándose en la construcción de este parque conmemorativo que es ya, en su estado incompleto, una de las grandes atracciones turísticas de Nueva York, aunque, al contrario que todo lo demás en Nueva York, sea gratuita y no suponga pagar impuestos ni propinas. El pase, Visitor Pass,se consigue con facilidad a través de la recepción del hotel, si eres turista, o solicitándolo a una página web que funciona con la minuciosa precisión que el mundo anglosajón suele darle al papeleo. La visita merece cualquier pena.

La intriga, en más de una ocasión conspiratoria, del Memorial 9/11 la cuenta muy bien —inevitablemente como una intriga in-progress— el excelente crítico Martin Filler, en el capítulo correspondiente de su libro La arquitectura moderna y sus creadores, que aquí publicará en octubre Alba. Su texto es novelesco, y los protagonistas de su thriller inmobiliario tienen nombre, el de los alcaldes y gobernadores implicados (Giuliani, Bloomberg, Pataki, Spitzer), los arquitectos agraciados o perjudicados (Libeskind, Foster, Rogers, Calatrava, Childs, Arad), los contratistas con ánimo de lucro, en especial el promotor Larry Silverstein, afectados todos por algo que da a ese capítulo de Filler su valor añadido de cuento de fantasmas: el permanente halo de las 2.983 víctimas, si se suman a las producidas por los pilotos suicidas de septiembre de 2001 las que hubo, allí mismo, en las más olvidadas explosiones de febrero de 1993. De los fallecidos en las Torres Gemelas hay memoria real y presencia figurada, pero los familiares han formado un ejército doliente y militante que vigila cada fase de la edificación del Memorial y se expresa y actúa con vehemencia cuando sienten que el espectáculo o la codicia desvirtúan el gesto conmemorativo.

Y las autoridades neoyorquinas y nacionales escuchan a los vivos; por la gran dimensión de esa tragedia en la conciencia norteamericana y porque en el solar donde hoy se elevan varias de las edificaciones proyectadas han quedado los restos sin identificar de casi una mitad de las 2.977 personas que perecieron en septiembre de 2001. “¿Cómo vamos a construir nada en el lugar donde lloran sus almas?”, dijo con dramática elocuencia la viuda de uno de los eternamente desaparecidos.

Olvidémonos en el recorrido de los nombres protagonistas de esta novela negra, entre otras razones porque no es seguro que todos ellos sigan siéndolo el día en que el relato al fin termine. La obra de Santiago Calatrava, un centro de operaciones de tránsito, aún no despunta, la hermosa torre, World Trade Center 2, diseñada por Norman Foster, 88 pisos rematados por cuatro segmentos que se abren al cielo como fauces en grito, se ha pospuesto y nadie sabe si se llevará a cabo, y Daniel Libeskind, el proyectista original del complejo, hace años que perdió el control de su desarrollo, y ha tenido que ver cómo la torre por él ideada, la World Trade Center 1, era desnaturalizada por su sustituto, David Childs, y perdía su simbólica referencia a la Estatua de la Libertad; lo que ahora se alza de esa Torre 1, que es mucho, no pasa de ser un edificio poco distinguido que estará en su día coronado por una gigante aguja metálica, a modo de símil fácil de las que hay en los dos célebres hitos de Nueva York, la torre Chrysler y el Empire State Building. Por no hablar de los políticos en ejercicio, cuya condición efímera conocemos los ciudadanos de cualquier país que somos a la vez votantes.

Sin embargo, y pese a su enrevesada génesis, su inacabamiento actual y el conflicto de sus peripecias, el Memorial 9/11 posee ya un hálito que nos llega y nos conmueve. Uno entra en el recinto, jalonado por las siluetas de hormigón y cristal de aquello que está en obras, y advierte dos colores dominantes, el verde de la superficie y el negro excavado en el suelo. El verde corresponde al arbolado del parque, la plantación de robles blancos de California que aún han de crecer y hacerse más frondosos, y el Survivor Tree o árbol superviviente, un peral de flor que originalmente estaba en el jardín de la plaza interior situada entre las dos torres abatidas y que las brigadas de salvamento encontraron, dañado pero no muerto, en las ruinas humeantes de la llamada Zona Cero. Como un herido más de la masacre, el peral fue atendido y sanado en otro parque-hospital de la ciudad, hasta que renació y floreció de nuevo cada primavera, sobreviviendo también a los efectos de una devastadora tormenta sufrida, en su vivero provisional, en marzo de 2010. En diciembre de ese año el Survivor Tree fue replantado en el Memorial 9/11, donde hoy tiene un sitio de honor cerca del lado oeste de la Piscina Sur.

Y así llegamos al punto culminante de nuestra historia, situado en las dos inmensas piscinas que ocupan el perímetro exacto donde estaban las moles gemelas desplomadas. En esas piscinas o fuentes, en su hermoso y sobrio granito negro, en sus parapetos grabados, en el fluir moroso de un continuo canal de agua que forma una cascada sin estruendo y un lago sin profundidad, se guarda el luto, y en lo que constituye su mayor logro estético, los anchos pozos centrales por los que cae el agua a un fondo insondable y sombrío, se da la imagen más elocuente de la pérdida, de la oquedad y la carencia. No el olvido. Para desafiar al olvido se dispuso que los nombres completos de todas las víctimas de los dos atentados del World Trade Center, unidos en la Piscina Sur a los de los muertos en los vuelos pilotados por terroristas que se estrellaron en Pensilvania y Washington, estén inscritos en letras de bronce en los rebordes, también de piedra negra, que flanquean las piscinas, siguiendo en su disposición una “contigüidad con significado” pedida asimismo por los familiares para los casos en que sus seres queridos tenían vínculos de amistad, de amor o de pertenencia religiosa y social con otros fallecidos. La letanía onomástica, que el visitante paciente se demora en leer, lejos de ser grandilocuente queda al contrario como la estela fúnebre de un numeroso grupo de seres erradicados de golpe de la vida y persistentes, de ese modo rotundo y escueto, en la materia escrita de su identidad.

La gran paradoja narrativa del Memorial 9/11 es que los arquitectos-artistas, las celebridades, no son, al menos hasta ahora, los que han contribuido a crear el espíritu del lugar. En el caso de Foster y Libeskind, como hemos dicho, por la radical enmienda o incertidumbre de sus proyectos; en el de Calatrava, por la imposibilidad de juzgarlo antes de que pueda verse si el valenciano se repite a sí mismo, como a menudo hace, o trasciende sus líneas aladas. Los artífices más relevantes son comparativamente oscuros, el consorcio Davis Brody Bond, que firma el Museo Conmemorativo, y el arquitecto de origen israelí Michael Arad, quien hasta ganar el concurso de los dos monumentos acuáticos diseñaba, a sueldo de la municipalidad, comisarías para el Departamento de Policía de la ciudad de Nueva York. La parte substancial, ya construida, del Museo de Davis Brody Bond, pese al rutinario déjà vu de su estructura, imbrica con gran eficacia evocativa en el atrio de entrada los dos tridentes, colosales columnas en forma de tenedores de acero, rescatados de la fachada original de las Torres Gemelas. Arad, que ha trabajado en colaboración con el paisajista Peter Walker, encontró en las dos piscinas sentido y sentimiento. El eco de las almas sollozantes, las de los vivos y las de los muertos.

Vicente Molina Foix es escritor.

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