El parque de Tempelhof

Hay en Berlín un parque, el Tempelhofer Feld, que se ha convertido en uno de los espacios públicos más bellos de la ciudad, un repentino e inmenso claro donde el cielo adquiere una cercanía y una profundidad intimidantes que recuerda a un témenos, el espacio sagrado que en la antigua Grecia se abría en los bosques y se consagraba a una divinidad, origen de los templos. Es en realidad el viejo aeropuerto de Tempelhof, que cerró en 2008 y que ha sido ganado por la ciudadanía, en contra de la especulación inmobiliaria, como lugar común de recreo. La entrada es libre y uno puede ahora pasear o ir en bicicleta por las viejas pistas. Se ven parejas con niños, solitarios patinadores. En una de las parcelas de tierra se están empezando a cultivar pequeños y privados jardines. Hay un lugar para observar aves y otro para desfogar perros. En uno de los costados han abierto un discreto Biergarten, camuflado por el espeso follaje de los árboles. Al atravesar pedaleando, el aire restalla con la furia olvidada de lo salvaje.

Bajo su apariencia arcádica, el lugar está, como dicen los alemanes, geschichtsträchtig, preñado de historia. A principios de los años treinta, el primitivo aeropuerto fue remodelado por Ernst Sagebiel, bajo la supervisión de Albert Speer, el arquitecto de Hitler. Llegó a ser uno de los edificios más grandes del mundo, la puerta de entrada al sueño megalómano de la Germania nazi. Entre 1933 y 1934 hubo allí una cárcel de la Gestapo y entre 1934 y 1936 un campo de concentración. Durante la guerra, albergó también un importante campo de trabajos forzados, donde muchos deportados, sobre todo judíos polacos, reparaban maquinaria de aviación.

El inocente paseo por el parque, si uno cobra conciencia de todo ello, puede convertirse en una meditación sobre la historia de Europa. Ser europeo consiste sobre todo en atreverse a mantener una relación constante y viva con un legado político y cultural. Quizá la mía sea la primera generación de españoles que ha tenido el privilegio de gozar de Europa como un espacio sin fronteras, como una comunidad supranacional en la que hemos podido librarnos al fin de nuestros propios mitos nacionales. Pero todo eso vuelve a estar ahora en peligro. En primer lugar, por los propios errores en la construcción de la Unión Europea, que en muchos aspectos está cada vez más alejada de la idea de Europa, siempre fugitiva y proteica. La obsesión por la moneda común ha descuidado la integración política y ha disimulado la dudosa legitimidad democrática del Tratado Constitucional. Apenas se han hecho esfuerzos por consolidar pedagógicamente los vínculos culturales —en el arte, la literatura y la filosofía— de los europeos, que constituyen una ciudadanía mundial gracias precisamente a una tradición que solo respira cuando se la reconoce, más allá del confortable turismo de museo, como han logrado hacer, por ejemplo, V. S. Naipaul desde Trinidad o J. M. Coetzee desde Sudáfrica.

Del otro lado, la crisis económica ha espoleado una insurrección popular, pretendidamente de izquierdas, que se caracteriza por la improvisación, la ignorancia y la superficialidad y que confunde las reivindicaciones sociales con el nacionalismo y la xenofobia, acercándose a los postulados de la ultraderecha. Basta escuchar a la ridícula Carme Forcadell, nueva presidenta del Parlamento catalán, que discrimina entre verdaderos y falsos catalanes según su filiación política. Hay que negarse a aceptar que Europa acabe en un estado residual, paralizada entre la burocracia y la protesta callejera. En los primeros años de su exilio en Estados Unidos, Hannah Arendt no podía relacionarse con personas que no pertenecieran a su círculo de emigrados, por miedo a perder los restos de su Heimat, de la patria europea que había sido destruida y que su maestro, Karl Jaspers, había definido una vez como un lugar donde uno comprende y es entendido.

Berlín es probablemente hoy en día la ciudad más viva de toda Europa, porque tiene cerca su pasado y sabe contar su historia, sin sofocar con ello la efusión del presente. El triunfo en las elecciones polacas de un partido ultranacionalista y antieuropeo es una de las primeras y más alarmantes respuestas a la crisis de los refugiados. Y una prueba de que la mayoría de ciudadanos sufre en ese país un vergonzoso ataque de amnesia. En Alemania, la llegada de refugiados no está exenta de tensiones y rebrotes totalitarios, pero al menos se está imponiendo una actitud cívica que es fruto del recuerdo y la reflexión. Hace pocas semanas que los viejos hangares del Tempelhofer Feld han empezado a cobijar a centenares de fugitivos sirios.

Andreu Jaume es crítico y editor.

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