El partido de la cordura

Los golpes de pico que derribaron el Muro de Berlín en aquella feliz noche de noviembre de 1989 no representaron sólo el fin de la era de los bloques: trajeron también consigo el desplome de muchos de los referentes del discurso ideológico de la izquierda. Desde ese momento, ante el espejo de la Historia, la izquierda tradicional se presenta como el rey desnudo del cuento de Andersen.

Si el socialismo real demostró algo fue que los postulados de la izquierda no resistieron ni resisten el mínimo contraste con la realidad. Da la impresión de que toda su doctrina ha quedado reducida a vagas formulaciones retóricas de buenos sentimientos, de los que se consideran monopolizadores.

Donde seguramente ha tenido más consecuencias esta crisis ha sido en la izquierda española, que, por la inanidad de sus dirigentes e ideólogos, no ha podido articular un discurso alternativo y moderno. A diferencia de lo que ha ocurrido en otros países, como en Gran Bretaña con Tony Blair o incluso en la Italia de Romano Prodi, que han optado por mantener distancias con la desorientada izquierda española.

El socialismo español, sin discurso ideológico, sin referente europeo, sin programa económico y sin modelo social, movido por su patética soledad, ha decidido rendirse a los cantos de sirena de los nacionalismos más rancios y excluyentes.

Por esta causa comulga ahora con la extraña idea de solidaridad de sus socios nacionalistas, que quieren que reciba más el que más tiene y no el que menos. Se ha abrazado a su disparatada noción de igualdad, en la que todos somos iguales, pero unos más que otros. Ha asumido que los derechos y libertades no provienen de la Constitución, sino de una historia inventada. Ha admitido que la lengua, el agua o los archivos sean motivo de división y no de unión. Ha aceptado, en definitiva, su deslealtad al pacto constitucional y al modelo de Estado que acordamos en 1978. Por todas estas razones, los pilares de la convivencia entre los españoles que fueron asentados en la Transición se están agrietando.

Movimientos disgregadores conviven en casi todos los Estados formados en Europa a lo largo de una Historia fértil pero tormentosa. Sin embargo, España es el único país donde los ciudadanos tienen que salir a la calle a exigir a su Gobierno que no abdique de sus responsabilidades, claramente establecidas por la Constitución. Es el socialismo español el único que llama radicales a los que reclamamos la vigencia del pacto constitucional, gobernar con sentido de Estado y recuperar la lealtad al proyecto nacional.

Dentro de este retroceso, los actuales dirigentes de la izquierda han cambiado el impulso modernizador que en muchos campos aportó el socialismo español en los años 80 -que fue reconocido en el exterior y que estaba movido por un legítimo sentimiento nacional-, por una deriva en la que cualquier extravagancia como la OPA a Endesa o las alianzas con personajes como Chávez, Evo Morales o Castro valen con tal de asegurarse apoyos políticos internos aun a costa de nuestro prestigio internacional o de nuestra posición en Europa.

No es menos grave que, desde el año 2003, el Partido Socialista haya dedicado toda su estrategia política a buscar un discurso que aísle al Partido Popular. Y ha creído encontrarlo en una estrategia de demolición del modelo de Estado instituido por la Constitución española. Modelo que, bajo mandatos anteriores del PSOE, sus propios líderes de entonces defendieron y consensuaron con el centro político, con notorio sentido del patriotismo.

Aquellos dirigentes socialistas han sido liquidados por los que ahora dirigen el partido y no por razones de edad (muchos de ellos son aún jóvenes) sino porque su modelo (inspirado en la confrontación de opciones económicas y sociales, pero que contemplaba a la vez el consenso en el desarrollo político del Estado) ya no sirve a los que ahora están al frente del PSOE. Muchos han elegido el ostracismo y el silencio para no verse obligados a expresar cada día el escándalo que les causa la deriva elegida por sus sucesores en el Gobierno, con el hermético, hierático y ambiguo José Luis Rodríguez Zapatero al frente.

En esa deriva -oficializada en el llamado Pacto del Tinell-, siguen y van a más, a pesar de que cada día está más claro que conduce, lenta pero inexorablemente, al desencuadernamiento del país, a la división y a un enfrentamiento que empieza a ser radical en una sociedad que estaba evolucionando magníficamente en todos los órdenes. Ponen a una España que había alcanzado niveles de prosperidad y estabilidad sin precedentes ante el inicio de una desestabilización que los españoles no nos merecemos.

No estoy haciendo catastrofismo al estilo Casandra (aunque estoy seguro que los troyanos se preguntaron si no les hubiera ido mejor de haber hecho más caso a Casandra). Estoy simplemente haciendo un análisis sobre datos objetivos. Y me explico.

A medida que el PSOE ha ido rompiendo el entendimiento con el PP en el desarrollo del modelo de Estado, se han potenciado hasta extremos alarmantes los maximalismos separatistas de nacionalismos que, tanto durante la etapa del Gobierno del PP como la precedente del PSOE, parecían reconducidos hacia esa amplía autonomía y descentralización con la que casi todos estamos de acuerdo. Esos nacionalismos sabían que, frente a las dos grandes fuerzas democráticas que representan a más del 80% de los ciudadanos, no cabían disparates ni locuras.

Ahora, esos nacionalismos han percibido que Rodríguez Zapatero carece de alternativa a sus demandas. Creen que es su rehén, un prisionero con escaso margen de maniobra que depende de ellos para seguir gobernando. Nosotros pensamos que esa condición de cautivo es intencionada y voluntaria. Pero, en cualquier caso, ésta ha permitido que todos los programas de máximos nacionalistas hayan reaparecido o vayan reapareciendo, y ha hecho que las concesiones del Gobierno se produzcan en cascada y sin que se adivine un límite razonable.

A ese escenario no es ajeno el mal llamado proceso de paz, que constituye una nueva incitación a las posiciones nacionalistas más radicales para elevar el listón de sus exigencias. ¿Cómo no van a maximizar los nacionalistas sus reivindicaciones cuando el Gobierno manifiesta su respeto al «derecho de decidir de los vascos», es decir, al derecho de autodeterminación, o tiene como interlocutor político a una organización ilegal y terrorista cuyo objetivo declarado es la creación de un Estado vasco?

Y que nadie nos diga que esas concesiones son exigencias de la paz. Porque la pregunta del millón, la cruda pregunta, simplemente es: ¿vamos a ceder a las pretensiones de los terroristas en el País Vasco con tal de que no vuelvan a matar?

Contestar afirmativamente a esa pregunta es -nos la vendan como nos la vendan, nos lo expliquen como nos lo expliquen- la paz de la rendición, la paz que piden los que se sienten derrotados. Y, curiosamente, pretenden que admitamos esa derrota cuando todos sabemos que, en el momento de llegada al poder de este equipo socialista, tras la masacre del 11-M, era ETA la que se hallaba casi derrotada.

Para disfrazar esta realidad que los ciudadanos perciben de forma cada vez más clara, el PSOE y algunos de sus aliados intentan presentar al Partido Popular como opuesto a la paz. Quieren señalarnos como pérfidos, quieren culparnos de un previsible fracaso. Ése es el único objetivo del vídeo cuya promoción les ha tenido tan ocupados: sacan de forma sonrojante las cosas de contexto, trucan las situaciones y mienten sobre el contenido y el continente.

Pierden el tiempo, porque la tregua de 1998 no puede compararse en ningún momento con ésta. Por lo pronto, por su diferente origen: en la primera, negociada por los nacionalistas, fue ETA quien pidió los encuentros y declaró unilateralmente la tregua. En ningún caso el Gobierno popular se dedicó a pactarla con ellos, a hacerles ofertas de fin de temporada, a solicitar mediaciones extranjeras o a ceder a históricas pretensiones etarras, como la foto oficial con su brazo político o la internacionalización en el Parlamento Europeo. Sin olvidar, además, algo que evitan mencionar los autores del inefable vídeo: que aquella tregua no coincidía con un proceso de revisión estatutaria de dos Comunidades Autónomas que quiere dejar a la Constitución y a la integridad territorial a los pies de los caballos. Y olvidan también que después de esa tregua habíamos acordado una política de acoso a ETA que se ha revelado la más eficaz desde 1975.

Para nuestra desgracia, la falta de consecuencias por parte del Gobierno ante los muchos desafíos de los terroristas que se han producido durante esta tregua sólo tiene un efecto: que los terroristas sepan que, salvo volver a matar, se lo pueden permitir todo.

Nadie es capaz de definir de forma inteligible a dónde vamos. En cuanto al por qué nos hemos metido en este campo de minas contra la Constitución, ni siquiera en el propio Partido Socialista están en disposición de articular una hipótesis coherente. Todo está en la cabeza, y sólo en la cabeza, del presidente del Gobierno. Y con nadie parece compartir esta partida de ajedrez, de consecuencias imprevisibles, que se ha dado el gusto de entablar.

Frente a esta situación, quienes formamos parte del Partido Popular debemos defender, sin temores ni complejos, una idea clara acerca del futuro del Estado. Y a eso nos hemos dedicado en la Conferencia política celebrada el pasado fin de semana, en la que hemos pasado revista al proceso de desarticulación territorial llevado a cabo en estos dos últimos años, y hemos planteado nuestras alternativas de futuro.

Yo destacaría dos conclusiones personales que he extraído de esta Conferencia. La primera, la confianza en la solidez de nuestras convicciones. Todos los militantes y electores del Partido Popular, empezando por nuestro presidente, Mariano Rajoy, estamos orgullosos de representar al partido de la cordura y de la sensatez, frente al viaje a ninguna parte y a la aventura sin objetivos entendibles en que nos han embarcado. Estamos orgullosos de formar parte del único partido que tiene una agenda nacional y una idea de España.

Y la segunda, el optimismo moderado respecto al futuro. Todavía estamos a tiempo de frenar la deriva en la que nos encontramos. No se trata de llevar a cabo un proceso recentralizador, pues esta Conferencia ha vuelto a subrayar que promovemos la más operativa y amplia descentralización, siempre que se respete el marco constitucional. Pero lo que es imprescindible es recuperar un Estado viable, capaz de garantizar la igualdad y la solidaridad entre los españoles, y de resolver con eficacia los problemas de una Nación plural, diversa y moderna; y lo que es igualmente imprescindible es reconstruir los consensos básicos que precisa la estabilidad de la democracia. Objetivos que sólo podrán lograrse si el Partido Popular gana las próximas elecciones, y si la sensatez y el sentido de Estado vuelven a las filas del Partido Socialista; lo que es muy probable que se produzca, en caso de que sea derrotado.

Conmemoramos hoy el aniversario de la Constitución, que ha sido durante todos estos años el punto de encuentro entre todos los españoles. Según indican las encuestas, los ciudadanos perciben cada vez con mayor claridad que es preciso cambiar el rumbo de los acontecimientos y volver a la senda del pacto constitucional. Nosotros vamos a trabajar, con todo nuestro empeño, para lograr este objetivo.

Eduardo Zaplana, portavoz del Partido Popular en el Congreso de los Diputados.