El Partido Popular, entre Valladolid y Bruselas

Tras los últimos acontecimientos "internos" (que, como es obvio, han tenido una amplia repercusión) el Partido Popular se apresta a reorganizarse con la elección como líder de Alberto Núñez Feijóo, que no ha encontrado rival alguno. No sé si es ser algo cenizo hacer notar que eso no acaba de ser normal. Que un partido en el que no hay competencia por el liderazgo, al menos en apariencia, es un partido un poco raro.

Como máquina de poder que es, el PP ha reaccionado de manera inmediata ante una bronca monumental y poco ejemplar acogiéndose al santo con mejor peana. Y sin haber llegado todavía el césar a Roma, se ha producido en el partido un hecho relevante. Un pacto en Valladolid que ha dado lugar, además, a algunos comentarios nada elogiosos en Bruselas.

Sean cuales sean las consecuencias de ese crítico malentendido, no cabe duda de que se ha podido dar la impresión de que parte del PP se apresura a reconocer en Vox, su nuevo coaligado, a un socio estimable para alcanzar el poder. Al tiempo, Feijóo ha reafirmado desde el principio que, en esta nueva jornada que se inicia bajo su liderazgo, el objetivo es recuperar una mayoría suficiente y amplia.

¿Cuál es el problema de fondo que los años de Pablo Casado no han servido para encarrilar? Pues que el PP ha dejado de ser ese partido capaz de conseguir más de once millones de votos en 2011 para situarse en una franja que apenas superó los cinco millones en 2019. Como podría decir un catalán, es para hacérselo mirar. Y, sin embargo, el PP nunca ha dedicado un esfuerzo analítico persistente y orgánico a entender las razones de ese hundimiento.

Desde 2018, tras la censura a Mariano Rajoy que dejó al partido, que ya estaba muy mal, en la UCI, el PP no parece haber sido capaz de diagnosticar de manera adecuada las causas de su desfondamiento. Siguiendo una tradición bastante simple que da en suponer que los resultados de una agrupación dependen, en exclusiva, de las virtudes de su líder, el partido ha dado por hecho que el cambio de presidencia va a ser su solución.

Corre el riesgo de no reparar en que, por sí sola, esa terapia puede ser tan ineficaz como la que, al parecer, inspiraba a Casado: la esperanza en que la alternancia haría su papel a nada que pasase el tiempo suficiente. Un error monumental.

El PP sigue siendo una máquina de poder importante, de forma que la causa de su descenso de categoría hay que buscarla en otra parte. La supuesta renovación de 2018, que ha concluido en un fiasco, se basó, sobre todo, en un cambio de personas que asumía que el PP "de siempre" no necesitaba otra cosa.

Bajo esa premisa, nunca hay nada que pensar, ni nada que calcular o discutir, de manera que el partido se puede convertir en una organización ensimismada en la que la participación política y las dinámicas internas se reduzcan a la nada.

No se trata de un problema menor. Porque el partido deja entonces de ser útil a la sociedad y se convierte en una ciudadela en la que sus votantes no pueden penetrar y de la que se sienten cada vez más lejos. Algo que ha dado lugar, como hemos visto, a que muchos busquen otros caminos políticos, incluso delirantes.

El PP ha desaparecido en Cataluña y en el País Vasco en parte decisiva porque los militantes autóctonos se han sentido insignificantes y ninguneados por "Madrid". En otras Comunidades en las que la organización territorial del PP ha tenido éxitos se ha podido plantear una dificultad distinta: la tentación a ponerse al margen de la dinámica general del partido, ya que los buenos resultados a esa escala no siempre puede aprovecharlos el PP.

En primer lugar, porque los sistemas electorales son muy diferentes. Y, en segundo lugar, porque las políticas de cercanía se pueden aproximar de manera fatal a un modelo reivindicativo, casi nacionalista, que puede poner en riesgo la unidad política del partido.

Volviendo a Valladolid, es muy probable que Feijóo se tenga que plantear de manera muy seria si le conviene al partido que va a presidir la permanencia de una coalición como la de Castilla y León. Hay varias razones de fondo para ponerlo en duda.

La primera es que esa coalición se ha hecho con un partido que no ha predicado la cooperación con el PP, sino su destrucción o su sustitución, y que de manera reiterada se ha presentado como su alternativa "valiente" y radical.

La segunda es que no parece que un político moderado, como sin duda lo es el futuro presidente del PP, pueda creer que los males de España admitan arreglo sin propiciar cierto concurso con la izquierda en temas que ahora mismo son vitales. Y no parece probable que esa sea una actitud que pueda ser compartida desde su derecha. No es fácil imaginar la coexistencia en el Congreso de los Diputados ni en el Gobierno de la Nación del PP y de una fuerza antiautonomista y antieuropeísta que ha crecido al calor de actitudes y propuestas populistas poco verosímiles.

Por último, no es necesario ser profeta para ver que, aunque el electorado se oriente más hacia la derecha que hacia la izquierda, es muy difícil imaginar que se puedan conseguir mayorías suficientes con una coalición que, por denostada que sea en público, sería un regalo para Pedro Sánchez. A riesgo de que se considere una sutileza, cabe añadir que no parece recomendable hacer el tipo de alianzas poco ortodoxas que se critican, con razón, en el adversario.

El debate interno sobre estas cuestiones enfrentará a los más posibilistas con los partidarios de una auténtica reforma del PP. Con quienes quieran afrontar de una vez las razones que les han conducido a la zona de descenso a una segunda división política, y que son las mismas que los ponen al alcance de las fauces de su coaligado de ocasión.

El PP no hizo una reflexión a fondo de los resultados de 2004 y nunca ha vuelto a tener otra oportunidad como la de 1996. El triunfo de 2011 fue un espejismo propiciado por el desastre universal. Y, en realidad, sólo ha servido para labrar la desgracia que todavía se padece.

Feijóo se enfrenta a un reto de enorme dificultad. Por una parte, tendrá que evitar que el PP pueda convertirse en una suerte de confederación de partidos regionales que condicionan al presidente nacional.

Pero, sobre todo, tendrá que emplearse a fondo para reconstruir las bases sociales, culturales y políticas capaces de convertir al PP en un partido homologable con las grandes formaciones del centroderecha en Europa.

El PP necesita ser un partido en verdad popular, con amplia base y con una dinámica interna que permita seleccionar a los que mejor comprendan lo que le pasa a los españoles y a los que sean capaces de imaginar las mejores soluciones posibles sin encomendarse ni a don Pelayo ni a ninguna especie de belicosos tercios. Un partido con corazón, pero con muy buena cabeza. La que se requiere para que en ella quepa la España que en verdad existe, y que necesita esperanza y soluciones.

José Luis González Quirós es filósofo y analista político. Su último libro es La virtud de la política.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *