Por Andrés de Blas Guerrero, catedrático de Teoría del Estado de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (EL PAÍS, 11/05/06):
Pasados los efectos inmediatos de la transición, orillados los compromisos derivados del pacto con los nacionalismos periféricos, el influjo del marxismo-leninismo y la dinámica del antifranquismo radical, el Partido Socialista tendió a abordar con serenidad la cuestión nacional en España. Mejor que una ortodoxia al respecto, puede hablarse de una "ortopráctica" que culmina con la experiencia gubernamental iniciada en 1982. Aunque no se produjese una revisión sistemática de la retórica desplegada en el momento de la transición, el Partido Socialista recuperó sustancialmente la actitud ante el tema de una tradición socialdemócrata ligada a la vida de la II Internacional.
Con independencia de los fervores filonacionalistas periféricos ligados al final de la Primera Guerra Mundial que serían parcialmente recuperados por el socialismo radical de finales de la II República, la posición socialista ante la cuestión, tal como ilustra el propio Pablo Iglesias, y después dirigentes como Fernando de los Ríos, Julián Besteiro, Indalecio Prieto o Rodolfo Llopis, y de ello es buena prueba la actitud del PSOE en los debates constituyentes y estatutarios de la II República, marcha estrechamente unida a la cosmovisión liberal-demócrata dominante en el primer tercio del siglo XX español: defensa de una nación española de preferente signo cívico-político y acuerdo con la idea de buscar una satisfacción a las reivindicaciones del nacionalismo catalán; un acuerdo susceptible de ampliarse a otros nacionalismos periféricos.
Ya en la elaboración de la Constitución de 1978 se impuso en el socialismo español una actitud realista, plasmada en el artículo 2 del texto constitucional: reconocimiento de una nación española indisoluble, ampliable al reconocimiento de las nacionalidades y regiones que la integran. Esta fórmula, a la que se ha atenido el socialismo español hasta tiempos recientes, es la que parece entrar en crisis en el momento actual.
La aprobación por el Congreso de los Diputados del proyecto de reforma del Estatuto de Cataluña, una aprobación reforzada en cuanto a su significado por la reciente apelación de Pasqual Maragall a la doble soberanía de Cataluña y España, la irresponsable definición de Andalucía como "realidad nacional" en el nuevo proyecto de estatuto de la Comunidad, los movimientos perceptibles en el PSE del País Vasco y en otros puntos de España, nos ponen en la pista de que la dirección socialista parece estar dispuesta a abrir un proceso constituyente en relación con la cuestión.
Partiendo del reconocimiento de la solidez de la nación española, habría que estar ciego para no alarmarse por el significado del nuevo enfoque político para la vida de la nación y el Estado de los españoles. Y la primera razón para la alarma radica en los argumentos que pueden explicar la nueva política ante el tema. En una primera aproximación a la cuestión, aparece en el horizonte una estrategia muy pragmática a favor de la conservación del poder: forzar una alianza del PSOE con los nacionalismos periféricos que cierre el camino a una alternancia en el gobierno de España a cargo del Partido Popular. Si éste es el escenario alegado para el cambio de estrategia ante la cuestión nacional, me parece una decisión, además de imprudente, de limitada capacidad de éxito. El proceso de liquidación de ETA va a manifestar de inmediato al Gobierno las dificultades de una negociación con el nacionalismo vasco. La disolución táctica de la cuestión nacional que parecen apuntar los negociadores socialistas va a tener que enfrentarse con un movimiento nacionalista que tiene muy claros sus objetivos políticos en la materia. Negociar con los políticos de Vitoria no va a ser una reproducción de las negociaciones con los compañeros de comités del Partido Socialista. Del mismo modo que la tentación de Pasqual Maragall de convertirse en el constructor de la soberanía de Cataluña no va a ser contrapesada por el celo partidista de José Montilla.
La alianza de gobierno con las fuerzas políticas nacionalistas de Cataluña, el País Vasco y Galicia va a descubrir al Partido Socialista la existencia de unos aliados capaces de elevar sus reivindicaciones hasta el punto de hacerlas inasumibles. En definitiva, y al margen del coste electoral que esta apuesta implica, habrá que optar entre el entendimiento con el Partido Popular o el entendimiento con el conglomerado de los nacionalismos periféricos. El entendimiento con los populares tiene el inconveniente de que va a plantear en algún momento la alternancia en el gobierno. El entendimiento con los nacionalistas garantiza, por el contrario, el mantenimiento del gobierno, pero no está tan claro que, antes o después, no vayan a cuestionar la existencia de España.
Puede que la operación de reforma de la política nacional no tenga un objetivo tan definido como es el de la construcción de una nueva mayoría. Estaríamos entonces ante una irresponsable política de agitación ante un tema de gran importancia en la vida pública española. Hay una explicación más alarmante para la decisión de los socialistas andaluces de proclamar a Andalucía "realidad nacional" que la de ofrecer una cobertura al proyecto político del Partido Socialista de Cataluña. Esa explicación sería la de aceptar que los socialistas andaluces creen en serio en la existencia de una "realidad nacional" en su comunidad.
En conclusión, creo que el Partido Socialista debe pararse a reflexionar sobre este tema. Salvo que no exista el partido, sustituido por un entramado de políticos profesionales atentos a los intereses de su carrera, una hipótesis en exceso pesimista, resulta inconcebible que un cambio como el apuntado vaya adelante ante la indiferencia del principal partido político del país. Lo que se está poniendo en cuestión es la fórmula constitucional de 1978 en materia nacional. Una fórmula que era la decantación de un largo pasado socialista en la materia. Lo que no parece admisible, pese a toda la buena voluntad que se le presuma, es que el cambio de la misma sea el resultado de un tacticismo político improvisado por una minoría de dirigentes amparados en la gestión del poder.