El parto de San Francisco

El 12 de abril de 1945 el presidente Roosevelt se encontraba descansando en la residencia de Warm Springs en Georgia. La guerra mundial parecía ganada. Los soviéticos preparaban el asalto a Berlín y las superfortalezas americanas bombardeaban Tokio ante la resistencia feroz de los japoneses.

El presidente hojeaba informes de su Inteligencia mientras posaba impacientemente para un retrato y charlaba con su secretaria, y para algunos amante, Lucy Mercer. De pronto, Roosevelt dijo «tengo un terrible dolor de cabeza» y se desplomó. Al poco, fallecía. El presidente, que había llevado a su país decisivamente para los aliados a la guerra después del ataque a Pearl Harbour, no vería la rendición incondicional de Alemania, 7 de mayo, ni la de Japón, 14 de agosto.

Tampoco disfrutaría del nacimiento de las Naciones Unidas, empresa que consideraba su gran legado, y cuya conferencia se abría en San Francisco días más tarde.

Todos esto lo viviría Truman, el atípico nuevo presidente. Truman era autodidacta, no tenía estudios universitarios y, aunque como senador había mostrado interés en temas internacionales, llevaba meses como vicepresidente, sólo había despachado ocho veces con Roosevelt e, inconcebible hoy, no había pisado la Sala donde el presidente discutía la guerra con sus colaboradores e ignoraba la existencia de la bomba atómica que el mismo tendría que tomar la agonizante decisión de lanzar sobre Hiroshima meses más tarde. Posteriormente confesaría que Roosevelt «nunca le confiaba impresiones de la guerra».

Truman despejo inmediatamente las dudas sobre San Francisco una vez muerto su gran impulsor. La Conferencia tendría lugar y Estados Unidos se volcó. Escogió una nutrida delegación bipartidista. Costeó todo, hoteles...., envió aviones a traer a delegados asiáticos y puso trenes que transportaron a 2.300 delegados desde Washington a San Francisco. Era la primera vez que un tren cruzaba el país sin transbordos en un viaje que zigzagueando duró cuatro días. San Francisco fue escogida porque ningún país, en guerra, podía permitirse ese esfuerzo, hasta Gromyko manifestó que era el lugar adecuado, y Suiza posible candidato y contumaz neutral había declarado que la Organización no podría adoptar en su territorio ninguna resolución que implicase uso de la fuerza. El ambiente en la ciudad californiana era entusiasta, entre los delegados se paseaban Lana Turner, Rita Hayworth, Orson Welles, James Robeson... y Truman sería aclamado por gentíos en las avenidas entre el aeropuerto y la Ópera, sede de la Conferencia, en la clausura. El talante yanqui y el del mundo eran proclives al proyecto. La devastación de la guerra era enorme y se intuía que la cifra de muertos sería de muchos millones (¿70?). Pasada la reunión de Yalta en la que los tres grandes aliados, Estados Unidos, Unión Soviética y Gran Bretaña, hablaron de la futura ONU y se repartieron el mundo de la posguerra, «vendiendo» a la Europa del Este, la opinión pública estadounidense arrojaba un 80% favorable a una Organización que preservase la paz.

La Conferencia duró dos meses y acabarían participando 50 países, muchos iberoamericanos. Tuvo pequeños tropiezos, la presencia de Argentina -Rusia objetaba a Perón- que finalmente fue admitida, el futuro de las naciones colonizadas, Francia y Gran Bretaña no querían ceder sus colonias, el interrogante de si los integrantes de la ONU debían estar obligados a aceptar la jurisdicción del Tribunal de Justicia, se optó porque fuera voluntario, etc... pero el escollo más importante fue la cuestión del veto que casi colapsó el cónclave. Los vencedores de la contienda, Estados Unidos, Francia y URSS, a los que se unirían invitados a su mesa China y Francia que pronto abandonaría sus remilgos anticlasistas, querían un traje a su medida que consagrara su poder omnímodo: Podrían vetar cualquier resolución. Moscú iba más lejos, deseaba impedir incluso la mera discusión de un tema desagradable. En el forcejeo que siguió entre los tres mayores, que provocó un viaje de un emisario de Truman a Moscú, Stalin acabó cediendo, cualquier tema podría ser discutido. Lo consiguió barato, Truman y Churchill le regalaron a cambio Polonia donde se aposentó un gobierno comunista vasallo ruso que duraría hasta 1989. Había obtenido antes otro regalo insólito: la URSS tendría tres votos, los de Rusia, Ucrania y Bielorrusia.

Los grandes no cedieron en el alcance del veto, cualquiera de ellos podría abortar la aprobación de una resolución. Para la URSS resultaba vital, también para Truman, receloso de que su Congreso, como había ocurrido a Wilson con la Sociedad de Naciones, no aprobase una Organización que impusiera a Estados Unidos obligaciones sobre la entrada en un conflicto. Delegados de Australia (Ewatt), Filipinas (Rómulo), Méjico... bregaron denodadamente contra esa concepción del veto, Ewatt pidió que al menos lo ejercieran tres de los grandes, otros que al cabo de diez años se revisara la Carta. Los grandes se negaron abruptamente, el americano Connally pontificó que si no había veto no había Naciones Unidas y rompió histriónicamente en el podio el borrador del tratado. Varios delegados, aborreciendo que se aprobara tal monstruosidad jurídica, tuvieron que asentir. Washington interceptaba las comunicaciones telefónicas y sabía de que pie cojeaban los díscolos. Moscú había hecho algo igual con sus propios aliados en Yalta. El quinteto aristócrata tendría el veto y otro privilegio: ser miembros permanentes del Consejo, donde se deciden los temas importantes.

La Carta de la ONU no menciona la democracia. Resulta por ello risible la reciente afirmación de Pedro Sánchez de que España no entró en 1945 por no ser una democracia. ¿Quién le escribiría el discurso? No ingresamos porque ni los vencidos en la guerra, Alemania, Japón... ni los que habían colaborado con ellos (España con la división azul) eran presentables. La ONU arrancó con dictaduras, ¿qué mejor ejemplo que la Soviética, y prontas democracias como Alemania y Japón tardaron 10 años en entrar como nosotros. Hoy, Corea del Norte es miembro.

Si la ONU no existiera habría que inventarla, pero de otro modo. Habría que evitar que el autócrata sirio gasee a sus ciudadanos en una guerra que ha costado 445.000 muertos y que por el veto de Moscú no se pueda intervenir, que Israel haga caso omiso de resoluciones de la ONU -refugiados, Jerusalén, delimitación de fronteras- y el paraguas de Washington lo proteja de acciones ilegales.

La ONU ha hecho cosas muy meritorias, Unicef, refugiados..., otras mediocres, la preservación de la paz. Concluyo con Lord Carandon: «El problema no son las Naciones Unidas, sino los gobiernos que las integran».

Inocencio F. Arias es embajador de España.

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