El pasado es un país extranjero

"El pasado es un país extranjero", según la frase del escritor británico Leslie Poles Hartley, autor de la novela El intermediario, adaptada al cine por Losey con el título de El mensajero. Nosotros los españoles, por este motivo, vivimos exiliados en nuestro propio país que sigue ocupándose con mayor atención de los muertos lejanos (evidentemente hay que enterrarlos con toda la dignidad) que de los del presente. Todavía continúan muriendo cerca de 200 personas al día. No son los mil y pico diarios de los primeros meses de la pandemia, pero siguen siendo muchos. Por otra parte, continuamos sin saber el número exacto de fallecidos que deben superar en mucho a los 100.000 Y no nos olvidemos de los más de 300 asesinados por ETA, cuyos ejecutores aún se desconocen. Flaubert, en una misiva a un amigo, le decía: "He observado cuánto amamos nuestros dolores". ¡Qué necrópolis nuestro país en perpetuo combate contra sí mismo! Superados los odios y rencillas, estos dolores han vuelto con mayor fuerza, impidiendo la cooperación conjunta de todas las fuerzas políticas para trabajar por un futuro, lo suficientemente oscuro como para que necesite los esfuerzos de todos.

El pasado es un país extranjeroEn una época llena de mentiras, la verdad se metamorfosea en descreimiento. Vivimos en un tiempo de descreídos. El ministro de Universidades no cree en la universidad y la desmantela. Por cierto, ya no quedaba mucho en pie. Autor de numerosos libros, defiende la utilización de aparatos tecnológicos frente a la memoria y el saber transmitido por un buen magisterio. Por tanto la lectura queda totalmente desplazada. "Del horrible peligro de leer", escribió con ironía Voltaire, que para Castells debe ser un autor de extrema derecha. El filósofo francés resumía en los siguientes puntos la bondad de este acto: disipar la ignorancia, despertar el ingenio, alejar la estupidez en el conocimiento de la historia, enseñar virtudes peligrosas que el pueblo jamás debería conocer y aliviar las enfermedades. El actual ministro llevará a la universidad a una mayor ignorancia, ocultará el ingenio, alentará la inanidad, perseguirá lo meritorio, difundirá nuevas supersticiones políticas y enfermará mentalmente a los alumnos. La escuela y la universidad son los campamentos base para iniciar la ascensión hacia el conocimiento. Hoy nuestra universidad, si llega a llevar a cabo los designios de este lamentable ministro podemita-independentista, tendrá que colgar el lema: Resignatio ad mediocritatem. Zaratustra se preguntaba: "¿Y yo qué saco de superarme a mí mismo?". Castells responde: "¡Nada! ¿Acaso hay algo que recibir?".

La ministra de Igualdad (Montero-Belarra, intercambiables) no cree que en su país las mujeres sean libres y afirma que son tan maltratadas como en Afganistán. ¿En qué familias han sido criadas? Tanta infamia designa un rencor hacia sus padres, hermanos, abuelos, amigos, compañeros. ¿Por cuánto dinero han sido vendidas, a cuántos médicos no ha podido asistir, cuántos burkas cuelgan de sus armarios, en qué universidades no han podido estudiar, cuántos castigos han recibido por elegir pareja libremente?. Por su parte, el ministro de la Presidencia tampoco cree que los jueces tengan derecho a participar en sus propios nombramientos, basándose en la independencia y la separación de poderes, y reclama que sean los políticos quienes los nombren. Ni siquiera ofrece la posibilidad de algo mixto. Y tampoco serían todos los políticos, sino estos que gobiernan en minoría apoyados por los más grandes y tenaces enemigos de nuestro país. El presidente del Gobierno, a su vez, no cree mucho en el régimen constitucional y, a la vista de lo que dijo de Cuba, no sabe lo que es una democracia . Qué es si no, permitir que el Rey no firme los títulos universitarios, algo jubiloso; mientras, tiene que hacerlo con los indultos de quienes trataron de destruir España. Pero, igualmente, el más descreído de todos es nuestro Rey emérito, que no deja de poner al borde del abismo a la monarquía, ocultando así la magnífica labor de su hijo, el rey Felipe VI.

Incluso hasta el Papa Francisco se ha convertido en otro descreído de su propia fe. Un Papa que, permanentemente, demuestra su poca formación teórica a pesar de ser un jesuita. Y no solo por lo que ha dicho sobre España, olvidándose que él mismo es un jefe de Estado que debe evitar la intromisión en un país extranjero; sino por lo que para mí es mucho más grave: declarar que la intervención de Occidente en Afganistán fue para "imponer por la fuerza la democracia". ¿Acaso hay algún otro régimen mejor? Sabemos que en el Vaticano es poco útil. ¿Acaso él no trata de difundir el bien sobre el mal? ¿Acaso los talibanes son el bien y el resto, el mal? Las fuerzas occidentales atajaron los atentados y la violencia, le dieron a las mujeres sus derechos perdidos, no impusieron ningún pensamiento, ni siquiera el religioso, abrieron la enseñanza para todo el mundo, modernizaron una sociedad medieval y muchas más cosas. Que lo hubieran podido hacer mejor, por supuesto, pero no fue poco lo llevado a cabo. Tony Judt, en su libro Algo va mal, habla de la "fútil" campaña militar de los norteamericanos, pero lo hace egoístamente al referirse que aquellos gastos debilitaron los medios que se empleaban en los servicios sociales o en infraestructura. Este Papa siempre me ha dado la impresión (y yo soy agnóstico) de ser un descreído teológicamente. Y qué decir de su duda sobre los Mandamientos. Por no hablar del independentista obispo de Solsona, ahora entregado a la carne y abandonando el espíritu.

El descreimiento llega también a los intelectuales de cualquier signo, siempre temerosos de las migajas de los que mandan. Robert Walser se quejaba de que el jefe de su oficina le regañase permanentemente por dejar migas de pan en el cajón de su mesa de despacho. Pericles proclamó que las gentes cultas que no participaran en los asuntos públicos eran unos inútiles. El único rostro en el que todavía veo credulidad, alegría y buen espíritu es en la Princesa de Asturias. Leonor al menos, y no es poca cosa en el país que le ha tocado en suerte, sonríe permanentemente. Y esa sonrisa es inteligente. Ha hecho muy bien en irse a estudiar a Gales y evitar, por ahora, cruzarse con el ministro de Universidades que, seguramente, le agriaría su rostro de Princesa de cuento de hadas. Así, cuando le toque sufrir nuestro campus podrá compararlo con los demás. Creo que ya se está trabajando en una Ley de la Corona. Espero que a esta joven no se la someta a las duras pruebas militares. Por desconfianza hacia el Ejército, proveniente de la larga dictadura, tanto el rey Juan Carlos como Felipe VI siguieron la carrera militar para figurar así como jefes supremos de todos los ejércitos. De hecho, el hoy Rey emérito apareció vestido de uniforme en la televisión cuando paró el golpe. Pero no lo detuvo por los galones, sino porque era el Rey. La autoridad que representa al Estado. La aparición de Felipe VI ante la gravedad de los acontecimientos de Cataluña no le llevó a aparecer vestido de capitán general de los ejércitos, garantes de la unidad de España, sino que apareció de civil. Espero que la futura reina no tenga que ponerse los uniformes. Ningún presidente republicano lo hace, y no por eso pierde su autoridad y representación. No he visto nunca a Macron, Merkel, Johnson o Draghi vestir uniforme militar, ni siquiera a Putin en esos desfiles neoestalinianos de la Plaza Roja. Tampoco a Trump o Biden. E incluso a Kennedy, héroe de guerra.

La Princesa de Asturias, una vez finalice sus estudios, debe recorrer toda la geografía española para conocerla y que la conozcan. Castells le diría que con internet es suficiente. Y visitar las instituciones representativas, especialmente parlamentos autonómicos y los organismos que representan a las lenguas cooficiales que, según parece, conoce bien. Y esto es más importante, al menos para mí, que tripular submarinos, aviones o tanques. El Ejército español es absolutamente democrático y es una tan honorable profesión como la de los médicos, abogados, catedráticos, arquitectos o músicos. Ni distinta ni superior. Una vez conocido su país, la Princesa debe emprender viaje al exterior. Desde la abdicación del rey Juan Carlos se produjo un gran vacío diplomático que ambos reyes habían representado extraordinariamente. Felipe VI quedó solo sin el apoyo de la Princesa debido a su edad, y él no lo podía abarcar todo. Pronto se recuperará este papel tan esencial. De las pocas esperanzas que nos quedan es esta sonrisa abierta y confiada de la Princesa. Ayudemos a que no se marchite.

César A. Molina es ex ministro de Cultura. Acaba de publicar ¡Qué bello será vivir sin cultura! (Editorial Destino).

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