El pasado ya no es lo que era

El pasado ya no es lo que era

Al cabo de cien días de estado de alarma, se puede concluir, en lo que hace al número de víctimas oficiales por el coronavirus, que lo único cierto es lo hipotético, si se atiende al orwelliano Ministerio de la Verdad de Pedro Sánchez. «Hemos salvado la vida de 450.000 españoles», alardea ufano el presidente del Gobierno, mientras el conteo real de fallecidos, como acreditan desde el Instituto Nacional de Estadística a las empresas funerarias, se convierte en hipotético.

Tal birlibirloque adquiere, además, un aire surrealista en boca del nada científico, en lo que tiene que ver con los hechos, director del Centro de Alertas Sanitarias, Fernando Simón. Frente a las 45.000 defunciones atendiendo a los parámetros de la Organización Mundial de la Salud (OMS), el Gobierno sólo admite 28.315, si bien «nos quedan 13.000 que no podemos ubicarlos aún», índica sin rubor Simón El Embustero.

Si expresamente González estima que el actual Gobierno de cohabitación de PSOE y Podemos es «el camarote de los hermanos Marx», Simón engrosa la filmografía con su parodia casi diaria de la escena en la que Groucho, en Una noche en la ópera, se dispone a fichar al tenor Baroni (Zeppo). Al negociar el contrato, le indica a su representante (Harpo) que «haga el favor de poner atención en la primera cláusula porque es muy importante. Dice que... la parte contratante de la primera parte será considerada como la parte contratante de la primera parte. Qué tal, está muy bien, ¿eh?».

Tales enjuagues se corresponden con la deliberada estrategia gubernamental de hibernar las cifras auténticas hasta que ese funeral de Estado del 16 de julio que Sánchez pretende transformar en un homenaje a sí mismo usando de marco el Palacio Real, de igual manera que facilitó la propagación del Covid-19 postergando la adopción de medidas hasta después de la marcha feminista del 8-M por interés partidista.

En mayor aprieto que Lope de Vega con el soneto que le mandó hacer Violante, burla burlando, Sánchez suma tercetos y cuartetos y dirá como el poeta: «Contad si son catorce, y está hecho». En su fuero interno, quizá tenga la misma consideración por la opinión pública que Calígula, elegido para reformar un Imperio romano que se corrompía a ojos vista, pero que pronto se pervirtió hasta pretender que los senadores eligiesen cónsul a su caballo Incitato. Cuando un zapatero le llamó fantoche, le replicó: «Es verdad, pero ¿crees que mis súbditos valen más que yo?».

Pero, si ya el presente se hace irreconocible, el pasado tampoco es ya lo que era, poniendo del revés el libro de ese título de Felipe González y Juan Luis Cebrián en 2002. Es más, ampliando el movimiento iconoclasta desatado en Occidente a raíz de la muerte de un supuesto delincuente negro a manos de la Policía de Mineápolis, aquí no sólo pretenden seguir derribando estatuas como se hizo a la llegada de Zapatero a La Moncloa tras la masacre islamista del 11 de Marzo de 2004, sino enterrar en vida a los supervivientes de la Transición y de la consolidación de la democracia. Señaladamente, González y el Rey Don Juan Carlos.

Con la excusa de depurar hechos relevantes de sus gobiernos o negocios privados de la Corona, a nadie se le oculta que lo que, en realidad, persiguen los aliados de Sánchez, con el clamoroso silencio de éste, es otra cosa. De un lado, retornar al PSOE bolchevizado de la II República; de otro, acabar con la Monarquía Parlamentaria haciendo pagar al hijo los pecados del padre. Sin atender la máxima de que no se haga pagar a los padres por los hijos ni a los hijos por sus padres, sino que cada uno debe pagar por su pecado.

Por medio de ello, busca completarse el proceso de Segunda Transición –malhadado concepto introducido por Aznar, aunque marchara en distinta dirección–, emprendido por el nieto del capitán Lozano, gran valedor del Gobierno socialcomunista. A la par, embajador plenipotenciario de la satrapía venezolana denunciada de diferente grado precisamente por Don Juan Carlos –aún resuena su célebre «¿Por qué no te callas?», dirigido a Chávez en una cumbre iberoamericana para que dejara hablar a Zapatero– y por González, decidido debelador de aquel régimen criminal.

A propósito de este regreso al futuro del PSOE de Sánchez siguiendo la estela de Zapatero, quizá valga la pena recordar una anécdota de fines de 1990, cuando un Alfonso Guerra en el cenit de su poder presentó en Sevilla el Programa 2000 que debía sentar las bases una hegemonía de siete décadas, como la del PRI en México. El mamotreto que reposaba sobre la mesa había requerido supuestamente, según su hiperbólico promotor, de cuatro años de denodados esfuerzos de una legión de mílites. Entre ellos, el simpar Félix Tezanos, actual director del CIS con Sánchez y ayer tan ardiente guerrista como hoy sanchista. Detrás del candil del Diógenes hispalense, se avizoraba el futuro socialista ante lo que Fukuyama llamó el «fin de la Historia».

Si algún asistente hubiera sentido curiosidad por hojear los ejemplares, se hubiera pasmado al constatar cómo aquellos tomos figuraban completamente en blanco. Como esos libros de relleno que sirven para decorar bibliotecas sin lectores y que no tienen más letras que las que sobresalen doradas en su canto de madera. Aquello era la nada encuadernada. Estaban, en efecto, tan limpios como su famosa pizarra de Suresnes en la que Guerra presumía haber prefigurado todos los pormenores de la Transición, o como sus célebres fichas donde tenía compilado el currículo de quienes protagonizarían el desembarco socialista en el Gobierno.

Aquel libro blanco en blanco –valga la redundancia– sobre el PSOE del siglo XXI se reveló premonitorio de lo que acontecería con la inesperada llegada, coincidiendo con la mudanza de centuria, de Zapatero a la jefatura del PSOE en 2000. Para más inri, Guerra posibilitó además el campanazo por venganza contra un «Bono convertible» al dividir el voto presentando la candidatura testimonial de la ministra Matilde Fernández. Sin apercibirse de la naturaleza de aquel «Bambi» que luego le recordaría, siendo presidente, que el cervatillo acabó siendo el rey de la selva.

Bambi hizo tabla rasa con el socialismo renovado en Suresnes y trazó un puente con aquel otro radicalizado de los prolegómenos de la Guerra Civil. Cuestionó tanto la Transición a la democracia, por medio de su ley de Memoria Histórica de 2007, como los casi catorce años de González por no encarar una auténtica ruptura democrática. Hubo, no obstante, socialistas del Antiguo Testamento que avizoraron que Zapatero no sólo pretendía borrar el legado de Aznar, sino también aplicarle a González la damnatio memoriae romana con la que el nuevo emperador suprimía todo vestigio del anterior.

Si González imaginó que «el futuro ya no es lo que era» a pachas con Cebrián, lo que no previno es que lo que iba a ser imprevisible era el pretérito, ya fuera pluscuamperfecto o imperfecto, cuando Zapatero entrara en La Moncloa dos años después de publicarse el libro. De hecho, cuando el nuevo presidente por accidente –nacido en 1960, cuatro años después del manifiesto por la reconciliación nacional del PCE– quiso ajustar cuentas con la historia para redimir a uno de sus abuelos fusilado, González se reafirmó en lo oído a los viejos socialistas sobre los errores del pasado y en el testimonio de Julián Besteiro, muerto en la cárcel sevillana de Carmona.

Empero, cuando al inicio de la segunda legislatura de Aznar el PSOE de Zapatero apeló a la memoria histórica para resucitar la contienda civil perdida en 1939 y ganarla al segundo intento presentando al Gobierno del PP como continuidad del franquismo, lo que no imaginó González es que esa ola le alcanzaría hasta casi ahogarle al retomar Sánchez aquella estrategia con el concurso entusiasta de los neocomunistas y secesionistas que posibilitaron su investidura Frankenstein y hoy son su sostén parlamentario.

Con el aliento de un revivido Zapatero como gran muñidor del acuerdo de gobierno con Podemos y gran propagandista de la tiranía caraqueña con la que se identifica hasta el punto de hablar en primera persona del plural, como hizo el lunes con Carlos Herrera en la cadena Cope, Sánchez no sólo asume su política revanchista, sino que la ha reforzado con la puesta al día de la Ley de Memoria Histórica de 2007 que Rajoy fue incapaz de derogar, pese a disponer el PP de mayoría absoluta. Por esa trocha zapaterista, marchó Podemos para poner en solfa el régimen del 78 y erigir su populismo alimentado en las ubres del chavismo.

Además, el bastardeo actual de ciertas proposiciones legales, en las que se introduce de matute la anulación de determinados títulos nobiliarios hasta el año 1978 con la excusa de retirar una condecoración a un policía del franquismo con nombre de pistolero, pone de manifiesto el intento de prolongar ese revisionismo hasta que Zapatero llegó al poder en 2004. Se trata no sólo de silenciar a González, sino de inhabilitarlo políticamente en cuanto ha expresado la conveniencia de que Sánchez imprima un giro a posiciones más templadas para sacar adelante sus primeros Presupuestos y las exigencias europeas por las ayudas para combatir las secuelas del Covid-19.

El pellizco de monja –valga el coloquialismo– de González, aludiendo al Gobierno como «el camarote de los hermanos Marx», ha hecho que a éste le nombren la madre, esto es, los crímenes de Estado de los GAL, y que los aliados de Sánchez pidan una comisión de investigación sin que el presidente diga esta boca es mía. Como tampoco fue muy allá cuando, en la fallida investidura de 2016, Iglesias hizo una referencia a la cal viva empleada para hacer desaparecer los cadáveres de los etarras Lasa y Zabala. Ante la andanada, se limitó a cubrir el expediente: «Con todos los respetos, le digo que yo me siento muy orgulloso de Felipe González».

Nada advierte que Sánchez esté dispuesto a ese giro. Por el contrario, persigue soslayar esos escollos mediante pactos cruzados que le faculten para llegar a acuerdos económicos y presupuestarios con el centro derecha sin menoscabo de su agenda política con sus socios. Al servicio de ese afán, Zapatero se ha echado al ruedo y se ha ofrecido como mediador con el PP en línea con lo que hizo con la oposición venezolana hasta que fue desenmascarado como tapado al servicio del régimen chavista, al que desde entonces no hace otra cosa que blanquearlo.

A tiro de escopeta se ve, desde luego, el engaño de quien expresa buenos deseos y ejercita malas obras al traicionar sus cejas su aparente rostro seráfico en esta España en la se estaría derribando, si la hubiera, la estatua de un Churchill recordando la actualidad de sus palabras con relación a una España republicana en la que se registraba, a su juicio, «una réplica perfecta del período de Kerenski en Rusia» con «la creciente degeneración del régimen parlamentario español y la fuerza de la revolución comunista en marcha».

Al preguntarle la escritora Eleanor Roosevelt, esposa del cuatro veces presidente de EEUU, «¿por qué no hicimos más para ayudar a los antifascistas durante la Guerra Civil?», fue tajante: «Porque a usted y a mí nos hubieran cortado la cabeza si hubieran ganado». Era una apreciación que compartían socialistas como Besteiro en aquella República sin demócratas y que González interiorizó. De ahí que, a falta de estatua propia que tirar abajo, se le aplique tanto a él como a otros artífices de la Transición y de la subsiguiente Constitución una iconoclastia en carne y hueso.

Es lo que ocurre, citando los versos de la Premio Nobel Wislawa Szymborska, que sufrió en su Polonia natal a nazis y soviéticos, cuando «aquellos que sabían/ De qué iba aquí la cosa/ Tendrán que dejar su lugar/ A los que saben poco./ Y menos que poco./ E incluso prácticamente nada./ En la hierba que cubra/ Causas y consecuencias/ Seguro que habrá alguien tumbado/ con una espiga entre los dientes/ Mirando las nubes».

No ayuda que, después del desastre causado durante su mandato, quien señalaba, como decía Ramón Gómez de la Serna, que «el mejor destino es el de supervisor de nubes acostado en una hamaca y mirando al cielo» vuelva a la escena para terminar el trabajo dejado a medias a causa de la crisis financiera de 2008.

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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