El «pase negro»

Toquemos madera pero éste lleva camino de ser el primer verano en el que no haya habido actividad terrorista de ETA sin que ello sea fruto de una tregua como las declaradas en el 98 con Aznar o en el 2006 con Zapatero. Es decir, el primer verano en el que ETA no mate, secuestre o aterrorice con sus bombas por la, a la vez simple y compleja, razón de que no puede hacerlo.

Digo lo de «simple y compleja» porque junto a una realidad patente que es su espectacular pérdida de poder operativo, fruto del implacable y eficiente acoso policial en España y Francia, ha entrado en juego una variante política más sutil que también coadyuva a la impotencia de la banda. Me refiero a la evolución de la izquierda abertzale, concretada en el emplazamiento realizado a través del grupo de premios nóbeles y mediadores internacionales que pidieron a ETA en enero que deponga las armas.

Si cuando se habla de que los terroristas mantienen desde hace meses una «tregua tácita» se está sugiriendo que ETA no actúa porque no quiere, es decir, porque barajando distintas opciones elige libremente la de aflojar por motivos coyunturales, el análisis es equivocado y sobrevalora desde la ignorancia la capacidad de obrar de la banda. Hoy por hoy la «tregua tácita» no es sino el a la fuerza ahorcan de la mayor crisis que ha maniatado a la banda en su medio siglo de existencia.

Lo que desde hace meses le ocurre a ETA no es ni que no quiera atentar ni que no pueda atentar porque sus genes asesinos siguen estando ahí y sacar a un chaval algo tarado a la calle a pegarle un tiro al primer uniformado que pase es coser y cantar. Lo que atenaza a ETA es no poder querer atentar. Estos tres infinitivos soldados por una negación son las argollas de su cadena. Porque ocurre que aunque la cabra siempre tire al monte no por eso deja de tener esas mínimas dosis de instinto de supervivencia que le impiden arrojarse al precipicio.

Esa imposibilidad fáctica que va relegando la práctica terrorista a una opción cada vez más virtual, en tanto que conlleva aparejado lo que la propia organización percibe como un suicidio seguro, es fruto, como digo, de la suma de dos factores. ETA no puede permitirse seguir perdiendo efectivos cada vez que hace el menor movimiento, no ya operativo sino meramente logístico: es consciente de que las Fuerzas de Seguridad han logrado un nivel de infiltración sin precedentes en su estructura y parece de sentido común que sus mayores esfuerzos clandestinos estén dedicados a revisar sus sistemas de seguridad.

Simultáneamente, ETA tampoco puede permitirse perder el apoyo de aquéllos que son percibidos como representantes genuinos de los sectores independentistas que durante décadas han justificado el recurso al terrorismo. El actual envite de la izquierda abertzale, al menos en su expresión más superficial e inmediata -hago hincapié en esto- coloca a la banda en un aparente callejón sin salida, pues carece de la fuerza que le permitía otrora mandar a sus emisarios para revertir el resultado del congreso de un partido afín como Hasi o fulminar bajo el estigma del «cáncer liquidacionista» a los simplemente tibios; y tampoco está en condiciones de emprender la huida hacia delante en la que, al menos de momento, se convertiría en un mero remedo del Grapo o cualquier otro grupo de pistoleros sin arraigo social.

Éste es el punto crítico en el que interactúan los dos factores analizados porque el instinto natural de ETA, tantas veces hecho carne desgarrada en el pasado, le llevaría a dinamitar ese taponamiento a bombazos, confiando en que al final prevalezcan los lazos de sangre sobre los cálculos políticos de quienes en definitiva buscan un espacio de comodidad o utilidad personal. Pero si el destino manifiesto e inmediato de quien apriete el gatillo o el iniciador del artefacto explosivo, y no digamos nada de quien dé la orden, va a ser la cárcel de por vida, como ha venido sucediendo atentado tras atentado, cúpula terrorista tras cúpula terrorista, entonces el remedio volverá a ser peor que la enfermedad. De sobra está viéndose que, mal que les pese a ambas partes, al ir eliminando a sus tiránicos jefes «militares» Rubalcaba no hace sino abrir espacios a los nada fiables políticos abertzales, pero éstos no tienen ninguna baza que jugar que no pase por contribuir al empeño del Gobierno en eliminar a ETA de la vida española.

Este círculo paradójico es el fruto aplazado de la tan valiente como perspicaz decisión de Aznar de ilegalizar Batasuna y del meritorio apoyo que Zapatero le prestó desde la oposición entre fruncidos de ceño de quienes se sentían depositarios de la ingenua tradición garantista de la izquierda. Sólo posteriores desencuentros y en especial la frustrante, y en algunas fases indigna, negociación política emprendida unilateralmente por el Gobierno socialista, han impedido celebrar todas las bondades de ese hito histórico que, una vez refrendado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo, marca un antes y un después en la defensa de nuestra democracia frente a quienes abusaban de la legalidad para tratar de destruirla.

La bendición jurídica de la UE a su exclusión del juego democrático y los acuerdos de colaboración antiterrorista impulsados en este caso tanto por Francia como por Estados Unidos han terminado de convertir al autodenominado Movimiento Vasco de Liberación Nacional en un paria sin espacio alguno bajo el sol. A los etarras se les detiene en México, Portugal o ayer en Bélgica. Han perdido la guerra contra España porque no tienen ya ni fuerza «militar» para causarle daños sustanciales ni instrumentos «políticos» para erosionarla desde dentro. Para ellos ha llegado la hora de salvar los muebles e intentar abrir ante las nuevas generaciones una alternativa distinta a la del crimen y la cárcel o el exilio interior en el limbo de la nada.

Ése es el trasfondo del nuevo planteamiento que la izquierda abertzale ha transmitido a nuestro periódico, tras meses de debate, durante un encuentro del que se hizo eco Casimiro García-Abadillo en su sección del lunes 2 de agosto. Me parece lógico que nuestros lectores conozcan lo esencial de la conversación y los pilares de la que será nuestra línea editorial al respecto. En efecto, los portavoces cualificados del independentismo radical vinculado hasta ahora a la banda terrorista, manifestaron una y otra vez que «la estrategia político-militar se ha acabado», que están convencidos de que ETA declarará pronto «un alto el fuego permanente y verificable» y de que en el caso de que la banda pretendiera como en otras ocasiones frustrar esta dinámica con nuevos atentados «habría una respuesta contundente» y «se produciría una ruptura».

Nosotros les dijimos que era imposible escuchar esas palabras sin sentir «satisfacción», pero que a la vez producía «frustración y amargura» que ellos o sus antecesores no las hubieran pronunciado -y sobre todo llevado a cabo- hace 30 años cuando algunos ya les transmitimos análisis muy similares a los que se ven obligados a asumir hoy. Estas décadas de asesinatos cometidos con el aval de una izquierda abertzale sorda, muda y ciega no pueden borrarse ahora de un plumazo pues todos los españoles en general, y cada familia golpeada en particular, han de velar por la memoria, dignidad y justicia debida a las víctimas de la iniquidad. En concreto, nuestro periódico nunca podrá comportarse como si José Luis López de Lacalle no hubiera sido abatido a tiros por el único delito de pensar de modo diferente a sus verdugos.

Tampoco puede hacerse abstracción de lo ocurrido tras las dos treguas ya mencionadas cuando ETA volvió sangrientamente a las andadas. Las fórmulas que entonces abrieron un infundado espacio a la esperanza ya no sirven. El último alto el fuego etarra también era «permanente y verificable» y lo único que en definitiva «permaneció» fue la vileza criminal de la banda, lo único que finalmente se «verificó» fue la ingenuidad dolosa de Zapatero. Conste en acta pues que nos parece que cualquier planteamiento que resulte reversible o implique la posibilidad de que ETA tutele desde el fondo del escenario esta reconversión de la izquierda abertzale debe ser rechazado por insuficiente si lo que se pide, como es el caso, es participar en las próximas elecciones autonómicas.

Hace 30 años el Estado que se acababa de transformar de dictadura en democracia necesitaba a una izquierda abertzale desligada del terrorismo, por lo que podían tener sentido ciertas concesiones que facilitaran su integración en el sistema. Ahora, gracias a los aciertos del consenso antiterrorista, han cambiado las tornas y es la izquierda abertzale la que necesita como el pan de la boca el nihil obstat de un Estado cargado de motivos para ser absolutamente severo en el examen de cualquier solicitud que venga de su entorno.

Durante esa conversación les preguntamos a nuestros interlocutores si buscaban la «vía rápida» o se conformaban con la «vía lenta» hacia su legalización. Es decir, si estaban dispuestos a esperar hasta las elecciones municipales de 2015, demostrando durante cinco años a la sociedad española la sinceridad de su evolución. ¿Qué menos que un lustro de margen de seguridad para poder constatar o bien la ausencia de atentados o bien su inequívoca condena por los sedicentes conversos al monoteísmo pacifista?

Ellos contestaron que no, que aspiran a poder circular por la «vía rápida» y concurrir a los comicios locales del año próximo. Sostienen que su viraje es fruto de una amplia discusión entre las bases y que se sienten legitimados para aplicarlo de inmediato con todas sus consecuencias. Por eso acaban de desmarcarse -a su manera- de la kale borroka. A nuestro entender, sólo un acontecimiento tan «dramático» desde el punto de vista de su impacto rotundo en la opinión pública como, en otro sentido mucho más cruel, lo han sido los crímenes etarras, podría abrir el debate sobre esta hipótesis: o la autodisolución de ETA como banda terrorista o la condena reiterada, explícita e inequívoca de sus actividades por los postulantes.

E incluso en ese supuesto el Estado debería ir con pies de plomo. No en vano el propio ministro Rubalcaba incluye entre los escenarios de su análisis de perspectivas el del llamado «pase negro» que practican los más refinados y peligrosos jugadores de póquer. Consistiría en que ETA dejaría jugar durante un tiempo a los demás actores, asumiendo incluso un distanciamiento pactado bajo cuerda con una nueva Batasuna aparentemente emancipada de su yugo, pero reservándose sus terribles bazas de siempre para el siguiente envite. Si esa izquierda abertzale blanqueada a su costa, pero con su anuencia, tiene un gran éxito, ETA siempre encontrará la manera de aflorar de nuevo sus títulos de propiedad; y en caso contrario invocará el principio de utilidad para sentirse legitimada a volver a pegar tiros -veis como por las buenas no se consigue nada…- tras una auditoría operativa a fondo.

El nudo gordiano de todo esto sigue siendo por lo tanto la eficacia de la política antiterrorista y eso requiere no aflojar un ápice la presión policial, fortalecer la colaboración con Francia, afianzar el renovado consenso con el PP mediante un nivel de complicidad que estimule la confianza y extenderlo, en la medida de lo posible, a las asociaciones de víctimas. A estos efectos resulta esencial que exista una desautorización clara y permanente de las fantasías de socialistas vascos como Eguiguren o Elorza o profesionales bien untados de la mediación como el tal Brian Currin sobre nuevos procesos de negociación o diálogo político. La experiencia demuestra que esas interferencias pueden contaminar e impregnar de sospechas -máxime con los antecedentes de Zapatero y Rubalcaba- incluso líneas de actuación tan acertadas en lo sustancial como la actual política penitenciaria.

Para que esa adecuada política de palo a los irreductibles y zanahoria por etapas -dentro de la dura legalidad al fin vigente- a los que vayan rompiendo con la disciplina de la banda, dé todos sus frutos es imprescindible que se desvincule de cualquier búsqueda de beneficio político a corto plazo. Comprendo que la tentación de capitalizar el fin del terrorismo puede ser muy fuerte para quien ve llegar las elecciones entre alarmantes números rojos; como también comprendo que haya quienes sientan urticaria sólo de pensar que el Gobierno que más oxígeno dio a ETA sea asimismo el que, apoyándose en todos los aciertos anteriores, la haya colocado al borde mismo de la asfixia. Pero si, salvo denostadas excepciones como los GAL, hemos sido capaces de mantener la serenidad democrática cuando el resultado era incierto, estoy seguro de que también ocurrirá ahora cuando, si no se cometen nuevos errores, a la victoria sólo quedará ponerle fecha.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.