Vivimos un momento trascendental en la vida de la Iglesia católica. Lo que significa que el mundo vive un momento trascendental. La renuncia de Benedicto XVI - que no es sucesor de Jesucristo, sino de Pedro, y que por tanto no se baja de la Cruz, sino que renuncia al ministerio de Obispo de Roma que recibió de los cardenales el 19 de abril de 2005- ha abierto un tiempo nuevo para los católicos, y lo ha hecho de un modo imprevisto. Se han producido especulaciones, algunas sorprendentes, porque quienes durante el pontificado de Juan Pablo II pretendían que Ratzinger era el lobo entre los corderos y como tal lo recibieron, lo despiden ahora como el cordero entre los lobos y lamentan la marcha de uno de los más excelsos intelectuales contemporáneos «a pesar» de su fe. Incluso afirman una contradicción entre la inteligencia y la fe de Benedicto XVI y sitúan ahí la razón de su renuncia. Dejémoslo ahí y convengamos simplemente en que la fuerza de atracción de Benedicto XVI ha trascendido a la propia Iglesia.
Lo cierto es que la única persona que conoce y por ello ha podido explicar las razones profundas de su decisión es el propio Benedicto XVI. Y lo ha hecho con toda claridad. No como cordero, sino como Pastor. Una decisión así suscita ideas y sentimientos únicos en cualquier creyente. Y quiero referirme muy brevemente a los que suscita en mí.
Para quienes, como yo, estamos en la esfera pública desde hace muchos años, las palabras de este Papa han mareado nuestro quehacer diario. Escucharlo decir que le faltan las fuerzas físicas me permitió reconocer en él el val or de la verdad. No puedo dejar de recordar sus palabras al definir el alcance de la situación que le precede, «un mundo sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe». Constatar cada día en mi actividad pública el avance implacable del relativismo, auténtica moda dominante en nuestra sociedad, me reafirma en la idea de que ha sido el Papa el mejor «diagnosticador» de nuestro tiempo, el tiempo de la dulce tiranía del relativismo. sin límites ni geográficos ni políticos: la socialización del prestigio de la nada, de la negación de cualquier valor o moral firme, de la pulsión destructora de todas nuestras referencias permanentes indispensables, que incluso está dentro de nosotros mismos, en el corazón de nuestra sociedad, en el nuestro.
El relativismo ha conseguido eliminar de la Constitución y de los Tratados Europeos la referencia a las raíces cristianas de Europa, ha reemplazado el derecho a la vida por el derecho al aborto, está tratando de sustituir la obligación moral hacia los mayores por un supuesto nuevo derecho a morir dignamente, ha desnaturalizando la esencia del matrimonio, ha construido una doctrina de falsos y supuestos nuevos derechos erradicando el significado de las obligaciones.
En este preciso contexto, he recibido la decisión de Benedicto XVI como la voz que llama a la Iglesia a reunirse y fortalecerse. Una voz de alarma que, como el sonido de las campanas que acompañaron su salida de San Pedro, resuena en todo el mundo advirtiendo de que algo importante está sucediendo en el pueblo de Dios. Una voz que nos pide a todos levantar la mirada desde nuestro trabajo ordinario para dedicar una especial atención a lo que nuestra fe nos exige. Una voz, en suma, que nos anima a prepararnos para encarar una nueva etapa en el desafío de resistir y de revocar el avance de la falsa libertad en el centro mismo de Occidente.
La renuncia adquirirá todo su valor si los que somos convocados por ella, todos los fieles, somos capaces de responder como debemos. Como católicos, como cristianos, como creyentes. Los «tiempos nuevos» que se están alumbrando en el mundo son confirmados por la decisión de Benedicto XVI y van a exigirnos cambios profundos de actitudes personales, que es lo único que puede hacer una Iglesia más fuerte. Él nos interpela con preguntas referidas al «qué» y al «cómo» vamos a cambiar cada uno de nosotros a partir de ahora, cómo nos cambia a nosotros el cambio en nuestra Iglesia. Y él nos señala el camino, un camino hecho de humildad y de entrega.
Hay quienes pretenden de la Iglesia lo que no puede dar. Le piden una «modernización» que consistiría en adueñarse de aquello de lo que no es propietaria, sino sólo custodia: una verdad revelada que debe proclamar con fidelidad en todo el mundo y en todos los tiempos. Si hoy conocemos a Cristo es porque la Iglesia nos lo ha traído hasta aquí fielmente a lo largo de los siglos. Esto es algo que, una vez más, algunos parecen no comprender: la Iglesia no decide lo que proclama, proclama lo que recibe. Y debe elegir siempre el mejor modo de proclamar la verdad de la que es depositaria para toda la Humanidad. Eso es lo que ahora se ha de decidir en Roma.
En esa tarea, los adversarios no están en la propia Iglesia, sino fuera de ella. Y el hecho de que en ocasiones el relativismo haya arraigado incluso dentro de la Iglesia, en los creyentes, en nosotros mismos, cuando no estamos a la altura, no debe confundirnos sobre esto. La Iglesia no está a salvo del error ni del pecado, pero como Iglesia, como institución, es santa. No gracias a quienes la formamos, sino a pesar de nosotros y gracias a Dios. o basta tener al frente de la Iglesia a un intelectual portentoso y valiente, al mejor develador del relativismo y a quien más ha hecho por combatirlo. No basta porque la gran plaga de nuestro tiempo, como lo fueron los totalitarismos y el comunismo hace décadas, exige de todos nosotros que sigamos la senda que Benedicto XVI nos ha abierto.
Juan Pablo II fue el líder al que correspondió enterrar el comunismo, y al Papa Benedicto XVI le ha correspondido el diagnóstico del relativismo. Ahora debemos continuar la tarea. Cada uno de nosotros debe sentirse aludido, llamado, concernido por su renuncia. Su palabra y su ejemplo constituirán una guía segura. Porque, como él mismo escribió, Dios deja una gran medida de libertad al mal, pero a pesar de todo «la historia nunca se le va de las manos».
Jaime Mayor Oreja, eurodiputado.