El paternariado transatlántico

En pocas semanas, los líderes europeos deberán adoptar una decisión trascendental para el futuro de la UE: el lanzamiento (y en qué condiciones) de las negociaciones con los Estados Unidos de América ante la conclusión de un amplio acuerdo económico y comercial transatlántico. De llegar a buen puerto, el acuerdo, recientemente rebautizado como TTIP (las siglas en inglés responden a «Transatlantic Trade and Investment Partnership»), los dos grandes bloques económicos del mundo construirían el mayor espacio de libertad de comercio e inversión que nunca antes haya existido, y darían un impulso fundamental a las economías europea y estadounidense en términos de crecimiento y empleo.

Como explicábamos los profesores Schwartz, Cabrillo y quien suscribe en la obra titulada «Por un Área Atlántica de Prosperidad abierta», publicada en 2006 por la Fundación FAES, el objetivo era elevar el PIB por habitante a ambas orillas del Atlántico, algo que se derivaría de la eliminación de las barreras al comercio y a la inversión entre la UE y los EE.UU. y de los consiguientes efectos estáticos y dinámicos sobre las dos economías. Más allá del debate teórico sobre los efectos positivos y negativos de los acuerdos comerciales preferenciales (la creación y la desviación de comercio), la realidad demuestra de forma sistemática que la eliminación de barreras a los intercambios propicia mayor competencia en los mercados, crecimientos de la productividad y elevación de los niveles de vida. La libertad de comercio siempre ha traído de su mano mayor prosperidad.

En la obra más reciente que he tenido el honor de escribir con el profesor Quinlan, titulada «The case for an open Transatlantic Free Trade Agreement» se cuantifican estos efectos. De acuerdo con la OCDE, del lado europeo el acuerdo elevaría el PIB per cápita en un 3 por ciento en los EE.UU. y un 3,5 por ciento en la UE. Un estudio reciente de la Comisión Europea cuantifica en más de 200.000 millones de dólares estadounidenses los efectos positivos conjuntos de un acuerdo amplio de liberalización del comercio y de la inversión.

Las barreras al libre comercio transatlántico tienen hoy poco que ver con los aranceles, las cuotas u otro tipo de barreras tradicionales al comercio. Los intercambios comerciales y de inversión afrontan obstáculos mucho más sutiles, derivados de la regulación. Las auténticas barreras al comercio transatlántico residen en las diferentes normativas sobre calidad alimentaria y sobre seguridad de los medicamentos, en las distintas normas sobre garantías para el consumidor de vehículos a motor; en las restricciones a la prestación por extranjeros de servicios en muchos mercados, como los de transporte; en las diferentes normas contables; en las diferentes reglas sobre supervisión financiera; en la falta de homologación respectiva de los títulos académicos; en las reservas a los suministradores nacionales de los mercados de compras públicas (la célebre cláusula «Buy American»); en la llamada «excepción cultural» europea en los mercados de muchos servicios. Todos estos capítulos, extremadamente complejos en el terreno técnico, exigen voluntad política para una conclusión con éxito de las negociaciones. Y esa voluntad política debe plasmarse en avanzar en el camino de los acuerdos de reconocimiento mutuo de reglas y estándares técnicos, en lugar de pretender armonizarlo todo. Los europeos elegimos en su día el camino del reconocimiento mutuo para ir avanzando en la construcción de la Unión Europea.

Con todo, más allá de la eliminación de las barreras al comercio y a la inversión, y de sus efectos positivos sobre el crecimiento y el empleo, este acuerdo transatlántico tiene un componente fundamental y adicional de carácter estratégico, que lo diferencia de cualquier otro acuerdo que la UE o los EE.UU. hayan podido negociar en el pasado o vayan a negociar en el futuro: la capacidad fáctica de establecer a futuro estándares técnicos globales. En un mundo en el que compiten empresas y tecnologías, resulta decisivo tener la capacidad de determinar los estándares globales del futuro. Si los EE.UU. o la UE fijan estándares (por ejemplo, los relativos a las nuevas generaciones de telefonía móvil) cada uno por su cuenta, será fácil que algún país tercero altamente poblado fije un tercer estándar con capacidad de convertirse en el estándar mundial. Los más de cuatrocientos millones de consumidores europeos de más de 30.000 dólares de renta per cápita, unidos a los más de trescientos millones estadounidenses con una renta per cápita de casi 40.000 dólares, configurarían un mercado integrado imbatible en este terreno. Se trata de una baza de incalculable valor que convierte al TTIP en una iniciativa que ni la UE ni los EE.UU. se pueden permitir el lujo de rechazar.

Una buena pregunta es: ¿por qué ahora? En efecto, no se trata de la primera vez en la historia europea en la que se plantea una iniciativa de libre comercio transatlántico. En los ochenta y en los noventa del pasado siglo, la idea de un acuerdo comercial entre la UE y los EE.UU. se barajó en los círculos políticos. Pero nunca traspasó las fronteras de los buenos deseos. Ni siquiera se materializó en propuestas articuladas y convincentes sobre qué hacer y cómo hacerlo. Faltaron iniciativa política y visión de futuro a ambos lados del Atlántico.

Esta vez, la propuesta va en serio. Y el contexto es muy distinto, por tres razones, probablemente las que convierten al TTIP en una iniciativa con capacidad de tener éxito. En primer lugar, las dos economías, la europea y estadounidense, han sufrido los efectos de una crisis muy dura, que sin embargo apenas ha hecho resentirse al resto del mundo. En segundo lugar, en los años ochenta y noventa, el auge de Asia y, en particular, de los BRICS, se veía como algo lejano y con muchas incertidumbres, mientras que hoy se observa como una realidad incontestable. La economía mundial pivota crecientemente desde el Atlántico hacia el Pacífico, algo especialmente preocupante para Europa. Y, en tercer lugar, la entonces GATT (y hoy Organización Mundial de Comercio) era capaz de sacar adelante con éxito iniciativas de liberalización comercial de ámbito multilateral. La Ronda Doha lleva, sin embargo, quince años estancada, y ello lleva propiciando el avance del libre comercio en el plano bilateral o regional en todo el mundo a través de acuerdos de libre comercio, al amparo del artículo del GATT que permite eludir por esta vía la cláusula de la «Nación más Favorecida».

En la reunión del Consejo informal de ministros de Comercio celebrado en Dublín de hace dos semanas, monográfica sobre el TTIP y que contó con la presencia del negociador político estadounidense Michael Froman, se pudo constatar la voluntad política generalizada de avanzar de forma rápida y decidida hacia el acuerdo. Es la hora de la altura de miras, de la ambición y de la renovación de la apuesta por la Europa atlántica.

Por Jaime García-Legaz, secretario de Estado de Comercio.

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