La nueva gran divisoria en política, según Marine Le Pen, líder del partido francés de extrema derecha Frente Nacional, es entre los globalistas y los patriotas. El argumento es similar al que hacen los euroescépticos en el Reino Unido y el precandidato presidencial republicano Donald Trump en Estados Unidos. Pero es falso y peligroso a la vez.
También es un argumento que, a juzgar por los resultados de la segunda y definitiva vuelta de las elecciones regionales del 13 de diciembre, los votantes franceses (al menos) rechazan de plano. Dieron el 73% de sus votos a los rivales del Frente Nacional, que no consiguió ni una sola victoria.
Le Pen acusó a los partidos tradicionales de complotarse contra ella, y describió la cooperación entre sus rivales como un rechazo a la democracia. Su argumento es, por supuesto, el típico ejemplo de aquello de que las uvas estaban verdes; la razón de ser de los sistemas de segunda vuelta es obligar a los partidos y a sus simpatizantes a buscar consensos y formar alianzas. En tanto y en cuanto el Frente Nacional no encuentre un modo de hacerse de aliados, no conseguirá un avance electoral. (Lo mismo le ocurrirá probablemente a Trump.)
Esto no nos habilita a desestimar a la ligera la afirmación de Le Pen de que los que votan por su partido son los únicos patriotas reales. Le Pen apuntó a un mensaje potente que puede atraer a los simpatizantes de otros partidos. Por eso hay que refutarlo, en Francia y en otros lugares. El supuesto en que se basa su retórica nacionalista (decir que cerrarse es mejor para los intereses de un país que abrirse) es extremadamente peligroso.
La idea de que la apertura es traición y el cierre es patriótico va contra todo el sistema político y normativo que adoptó el mundo desarrollado después de 1945. Es un intento de retroceder al período de entreguerras, cuando lo que imperaba era cerrarse: imponer gravosas restricciones al comercio internacional y perseguir o expulsar a las minorías. Esto fue así incluso en Estados Unidos, que entonces aprobó las leyes de inmigración más restrictivas desde la fundación del país.
Los años de la posguerra trajeron un cambio total de dirección, conforme los países se abrieron y permitieron mayor libertad de movimiento de bienes, capitales, ideas y personas. Aunque a este proceso no se lo llamó globalización hasta que se le unieron China y la India en los ochenta, ya venía de mucho antes. Al fin y al cabo, la globalización creó lo que en Francia se dio en llamar Les Trente Glorieuses: los 30 años gloriosos de veloz aumento del nivel de vida que siguieron al fin de la Segunda Guerra Mundial.
Le Pen y sus amigos populistas aseguran que la globalización fue un acto de generosidad estúpida que ayudó al resto del mundo a costa de la nación, o un fenómeno que benefició solamente a las élites y no a la gente común. Para ellos, el patriotismo implica ser más realistas en relación con proteger el interés nacional y adoptar políticas más democráticas que favorezcan a las masas trabajadoras, no a la clase alta adinerada.
La segunda parte del argumento (que los intereses de la gente común se subordinaron a los de la élite) merece ser atendida y respondida. Una democracia en la que una mayoría se siente olvidada o explotada es insostenible, y terminará con un cambio de gobierno o de todo el sistema.
Los funcionarios electos deben sin duda hallar respuestas al alto desempleo y a la caída de los niveles de vida. Pero los partidos tradicionales deben dejar bien claro que las respuestas a esos problemas no se hallarán en un cierre de fronteras o modos de pensar. En toda la historia no hay un solo ejemplo de una sociedad o una economía que hayan prosperado en forma duradera rechazando el globalismo.
Además, aunque la apertura no sea garantía de prosperidad, siempre ha sido condición del crecimiento. Claro que el grado óptimo de apertura es materia de debate. Pero lo más importante y productivo es discutir cómo deben ser la educación, los mercados laborales, la investigación científica y las políticas de bienestar para ayudar a las sociedades a adaptarse al mundo que las rodea. La opción patriótica (el interés nacional) siempre ha sido diseñar políticas internas que saquen el mayor provecho de la globalización.
Los partidos tradicionales franceses, los conservadores en el Reino Unido y los rivales republicanos de Trump con una visión más internacionalista en Estados Unidos no ganarán nada copiando los argumentos de sus contrapartes extremistas. Hacerlo implica ceder un terreno vital en la disputa política sobre cómo servir mejor al país y a su gente. Los partidos tradicionales deben reclamar la representación del patriotismo y redefinir el interés nacional en consecuencia. En el mundo actual, el interés nacional está en manejar la apertura, no en negarse a ella.
Bill Emmott is a former editor-in-chief of The Economist.. Traducción: Esteban Flamini.