El pedazo de muro amarillo

Mario Vargas Llosa acaba de hacer aquí en Santiago una defensa notable de la cultura en las personas, en las sociedades, en la vida cotidiana. Dijo que la cultura transforma la vida y la hace más llevadera. Se podría sostener que las sociedades sin cultura, sin verdadera curiosidad por el arte, el pensamiento, la creación literaria, son sociedades cercanas a la barbarie, que tendrán siempre dificultades mayores para alcanzar un desarrollo pleno, sostenible, moderno. El interés por la cultura permite vivir mejor, viajar de otra manera, mirar el mundo con una visión que va más allá de la superficie. Estuve en La Haya hace poco, en un viaje que se podría definir como profesional, y me acordaba de las páginas de Marcel Proust sobre Vermeer y sobre su celebérrima Vista de Delft.

Pues bien, me encontré un espacio libre en una media mañana —nunca faltan esos indispensables espacios—, y partí a uno de los principales museos de la ciudad. Fui en compañía de otras personas y tuvimos una guía impecable, conocedora de sus temas y que hablaba en un francés casi perfecto. Yo me había detenido antes en mi vida frente a la Vista de Delft, cuadro proustiano por excelencia, pero no me acordaba con precisión de la relación entre Bergotte, el gran escritor de la Recherche, la Búsqueda del tiempo perdido, y esa pintura. La guía se refirió al tema al pasar, dio un par de datos y me dejó pensativo. Lo interesante no consiste en recibir un conocimiento fosilizado sino en la relectura, la revisión, el redescubrimiento. Ahí está la gracia y ahí está la pedagogía de todo este asunto. Llegué a Santiago de Chile hace un par de mañanas, saqué el tercer tomo del Proust de la Pléiade de mi biblioteca y busqué las páginas correspondientes. El narrador nos cuenta que Bergotte estaba enfermo desde hacía años y que su mal, recrudecido, se manifestaba en insomnios, dolores variados, mareos, frecuentes y terribles pesadillas. El escritor había recurrido a los médicos más conocidos, que se enorgullecían de atenderlo, pero no había conseguido el menor resultado. Empezó entonces a tomar drogas fuertes, altamente tóxicas, en la mayoría de los casos, para dormir. La ingestión de la droga y el proceso de preparación del sueño se transformaba en cada oportunidad en una aventura, un camino que podía conducir a parajes inesperados, a veces angustiosos, terribles. En el último tiempo, Bergotte se sentía más cansado que nunca, extenuado, lleno de mareos, dolores de cabeza, dificultades para caminar, y le habían prescrito un reposo absoluto. Un día, sin embargo, leyó una página en que un crítico de pintura describía el pequeño pedazo de muro amarillo del gran cuadro de Vermeer y declaraba que estaba tan bien pintado, que uno podía mirarlo en forma separada y descubrir que parecía una obra maestra de arte chino, de una belleza superior, que se bastaba a sí misma. Bergotte terminó esa lectura, se comió un plato de papas cocidas y partió a la exposición de arte holandés en París que se presentaba en esos días. Las papas o patatas cocidas, las ensaladas de papas con mayonesa, figuran con gran frecuencia en la literatura proustiana. Se sabe que se hizo interpretar en vivo en su habitación, a medianoche, el cuarteto de cuerdas de César Franck, y que su abnegada empleada, Céleste Albaret, que trabajaba de día y de noche, les sirvió a los músicos una impresionante ensalada de papas regadas con champagne de la mejor clase.

Bergotte contempló el cuadro de Vermeer y su maravillosa mancha amarilla, iluminada por un sol que se cuela a través de nubarrones, y pensó, con algo de tristeza, que habría debido escribir siempre con la intensidad, la pasión, el talento con que Vermeer había pintado ese fragmento amarillo en un claroscuro. Descubrió en seguida unas figuras azules, personajes que cruzaban el río y se acercaban a la ciudad, en las que antes, en su distracción, en su prisa, no había reparado. Fue una lección en profundidad, y le cayó como una puñalada. Sintió sus mareos, calambres, molestias habituales, y tuvo que dejarse caer en un gran sillón redondo. Sus molestias fueron en aumento y se cayó del sillón al suelo. Acudieron varias personas a socorrerlo, pero comprobaron que el novelista había muerto.

No sabemos si murió de no haber escrito con la misma intensidad, de haber ingerido demasiados somníferos, de no haber guardado el reposo prescrito. Según el narrador, poco antes de caer del canapé circular, alcanzó a pensar que las papas le habían caído mal al estómago, pero creyó que el malestar pasaría pronto. El narrador agrega que durante toda la noche fúnebre, entre vitrinas iluminadas, sus libros, ordenados de tres en tres, velaban como ángeles con las alas desplegadas y parecían, “para el que ya no estaba ahí, el símbolo de su resurrección”.

Los críticos de literatura saben muy bien que Proust, enfermo, agotado, utilizó sus síntomas personales para describir la muerte de Bergotte. Y la última fotografía de Proust, pálido, enfermo, extenuado, está tomada en los jardines de los Campos Elíseos, en momentos en que caminaba a la exposición holandesa con la intención de contemplar una vez más el pequeño fragmento de muro amarillo. El narrador se pregunta si Bergotte murió para siempre, y entra en una curiosa disquisición sobre la inmortalidad del alma y la posibilidad de una vida anterior. Sin la curiosidad, claro está, sin la pasión por ver de nuevo y entender, por ir más allá, no habría podido comprender ni a Vermeer ni a Marcel Proust. Habría pasado por La Haya como pasan algunas personas por la vida, sin interesarse en nada, sin captar nada, sin iluminación y también, felices y estólidos, sin la menor angustia.

Por Jorge Edwards, escritor chileno.

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