El peligro acuciante de una ‘telesociedad’ generalizada

De un día para otro, el confinamiento nos obligó a realizar muchas de nuestras acciones cotidianas exclusivamente en línea. El trabajo, la escuela, la universidad, cualquier intercambio cotidiano; en definitiva, una gran parte de lo que llamamos “vida social” se vio traspuesto a píxeles.

Tres consecuencias derivaron de esas circunstancias. La primera fue una extrema intensificación del uso de nuestros protocolos digitales. Después, su extensión a muchas otras actividades, algunas de las cuales no asumimos que fuera razonable realizar de esa manera: consejos de administración, organización de congresos, cumbres de jefes de Estado, incluso participar en un aperitivo por WhatsApp. En última consecuencia, se produjo un fenómeno de naturalización, como si, de ahora en adelante, fuese algo normal realizar todas estas actividades humanas sin recurrir a una presencia carnal compartida.

En ese sentido, hemos traspasado un umbral, lo cual deja constancia del advenimiento de una nueva condición, marcada por una relación cada vez más totalizadora, sobre todo en el mundo del trabajo, y mantenida por los sistemas digitales. Algunos, en nombre de sus propios intereses, han sabido propagar una neolengua que califica los encuentros físicos de “presenciales”, que ahora debemos articular junto a (o sustituir por) lo que sucede “en remoto”, retórica que se trivializó rápidamente y que dejaba suponer que ese movimiento estaba inscrito en el orden de las cosas.

En el peor momento de la epidemia nos dimos cuenta de que la calidad de la infraestructura de las redes y la capacidad de los trabajadores para hacer un buen uso de las herramientas comunicativas –particularmente, Zoom, que facilita las reuniones en línea– podrían resultar más decisivas que la de un lugar físico y el hecho de realizar tareas en presencia de otros. Esta constatación constituye una ruptura conceptual. ¿Por qué deben preservarse determinadas modalidades cuando estos procesos han demostrad su eficacia y la situación exige, hoy más que nunca, una reducción de los costes?

Tanto es así que Mark Zuckerberg acaba de anunciar que los empleados de Facebook que lo deseen podrán teletrabajar de forma permanente, de igual manera que otras empresas que pretenden generalizar estos usos. Por ejemplo, los seguros Allianz, que piensan incentivar el home office, o el New York Daily News, uno de los diarios estadounidenses con mayor tirada, que, de manera más radical, ha abandonado sus oficinas para “convertirse en un diario sin redacción física”. La necesidad de encontrar la mezcla adecuada de vida “presencial” y “en remoto” se convierte en la nueva doxa. Sin embargo, debemos tener mucho cuidado ante la perspectiva de que la segunda fórmula pueda llegar a destronar la primera. Todo conducirá a ello, en vista de los beneficios obtenidos, en particular en el sector privado.

El teletrabajo ha resultado, para muchos, en una serie de condiciones de trabajo deterioradas por la falta de espacio, la presencia de miembros de sus familias en sus domicilios, la obligación de navegar entre actividades distintas y, en particular, de encargarse del seguimiento escolar de sus hijos. Un burn out [trastorno de agotamiento laboral] de un nuevo tipo ha aparecido, a causa de una confusión entre vida doméstica y profesional, que impide una repartición diferenciada y equilibrada de las tareas. La salud del trabajo se ha infiltrado en el lugar de residencia. Surgen las interrogaciones, en derecho laboral, respecto a la propiedad del material utilizado y su desgaste o sobre el consumo de energía. Y no debe pasarse por alto el impacto ecológico que supone el uso generalizado e ininterrumpido de las redes.

Son procedimientos de control que se instituyen insidiosamente. Igual que la telepantalla de 1984, de George Orwell, pero en la versión de 2020, permiten saber en tiempo real si un empleado realiza bien su actividad, cuantificar los niveles de atención y reactividad, y solicitar a cualquier persona en cualquier momento. Solo puede provocar una interiorización del rastreo de nuestros comportamientos, a imagen y semejanza de los métodos presentes en los centros de atención al cliente, donde los operadores están permanentemente sujetos a una evaluación, cumpliendo un sueño de la gestión ultraoptimizada, que ahora parece extenderse a multitud de otros oficios.

Es cierto que estas técnicas adquieren una apariencia menos sensacionalista que las aplicaciones de rastreo de la covid, que tanta indignación provocan en lugares como Francia, cuando, en realidad, son tanto o más perniciosas, al estar llamadas a penetrar en nuestro espacio íntimo y a desplegarse en nuestra cotidianidad. ¿Comprendemos el alcance de estos desafíos jurídicos y políticos en nuestras democracias?

Pero lo más crucial es un fenómeno de alcance antropológico, cuya gravedad todavía no podemos calcular: la instauración de un nuevo paradigma en las relaciones interpersonales. La pantalla se ha erigido en instancia de interferencia en nuestras relaciones. Como si, en un simple destello, hubiésemos asistido al amanecer de una nueva era para la humanidad, en la que nuestras “máscaras de píxeles” se encargan de hacer viable la “distanciación social” impuesta por el coronavirus.

Un mar de fondo se empieza a agitar y es probable que ya no se calme. En un momento de sordera entre los componentes del cuerpo social, se produce un borrado de los cuerpos y una mediatización tecnificada entre los seres, que parece llamada a intensificarse y que podría normalizarse a toda velocidad. El confinamiento no fue solo un acontecimiento biopolítico por nuestro internamiento sanitario obligatorio, sino también un choque psicológico. Hemos tenido que experimentar, sin aviso previo, una especie de telesociedad generalizada. Y, sin embargo, no hay nada menos natural que esa situación...

Es importante comprender desde ese ángulo los reencuentros del verano pasado como una necesidad irreprimible y visceralmente humana de proximidad carnal con los demás, en el seno de una sociedad que promete convertir la vida “sin contacto” en la norma de conducta dominante. También debemos aprender a establecer una distancia de seguridad respecto a un exceso de separación y una pérdida repentina y acelerada de nuestras interacciones sensibles, en la medida en que se trataría de un colapso de lo que implica la vida en sociedad. Hoy sabemos que el virus está destinado a quedarse entre nosotros. Durante la primera ola epidémica, estos usos se impusieron por necesidad. Será necesario que, durante el otoño, tengan lugar debates dentro del mundo laboral que tomen en consideración las situaciones particulares de todas las partes involucradas.

Hemos sido demasiado indolentes con la industria digital. Y, en muchos casos, hemos pagado un precio alto por ello. A medida que la era del acceso se ve sustituida por la era del exceso, debemos ejercer una gran vigilancia para salvaguardar nuestros principios fundamentales. En primer lugar, los que permiten garantizar nuestra cohesión indispensable, en una sociedad fracturada y sufriente, que depende en gran medida de vínculos fundados en una sensibilidad compartida. Teniendo en cuenta que ciertos actores económicos saben aprovechar al máximo la aparición de catástrofes, no nos convertirá ni en “amish” ni en adeptos de un “regreso al candil”, por retomar los términos de Emmanuel Macron, la voluntad compartida de oponernos a una digitalización cada vez más integral de nuestra existencia y de preocuparnos por la buena (y vital) ecología de nuestras relaciones.

Éric Sadin es escritor y filósofo francés, autor de La humanidad aumentada y La siliconización del mundo, ambos publicados por Caja Negra. El mismo sello acaba de editar el ensayo La inteligencia artificial o el desafío del siglo. Anatomía de un antihumanismo radical.

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