El peligro de creer en la superioridad moral de la izquierda

Carteles de la manifestación en defensa de la sanidad pública en Madrid, el pasado 12 de febrero.Jesús Hellín (Europa Press)
Carteles de la manifestación en defensa de la sanidad pública en Madrid, el pasado 12 de febrero.Jesús Hellín (Europa Press)

Cada vez que estamos a las puertas de unas elecciones y las encuestas pronostican que, en más circunscripciones de las esperables, pintan bastos para los partidos de izquierda, surge un sinfín de opinólogos cercanos a esos partidos que no tardan en recordarles a los votantes que no deben cometer el error de votar mal, o sea, a un partido de la derecha.

¿Cómo es posible, se preguntan airados, que los privilegiados, que son una minoría en nuestro país, acaben ganando en las urnas gracias a los votos de aquellos que menos tienen? ¿Cómo recibirán más votos frente a nosotros, que tenemos un discurso que es moralmente superior y que solo pensamos en ayudarles? ¿Cómo puede ser que este o aquel candidato que a todas luces es un inepto, forma parte de un partido corrupto y suele gobernar para los suyos, vaya a recibir mayor soporte de la ciudadanía? En definitiva, ¿cómo están tan ciegos los ciudadanos como para no votarnos a nosotros?

Mientras escribo esto, recuerdo unas declaraciones que hizo un relevante líder de la izquierda poco antes de las anteriores elecciones a la Comunidad de Madrid, en las que señalaba a aquellas personas que, ganando el salario mínimo interprofesional (SMI), iban a acabar votando por Isabel Díaz Ayuso. “Alienados”, llegó a llamarlos. Y aclaró, si se os da el SMI lo mínimo que podéis hacer es votar a los que os lo han dado, o sea a la izquierda, y añadió que, a la larga, se darían cuenta de “que han hecho el imbécil”. Lo que, dicho de otro modo, sería: les damos el SMI para que nos voten, no para igualar las diferencias sociales. Vaya…

No negaré, yo soy la primera que lo creo, que hay una serie de ideas que son moralmente superiores a otras, más justas, más éticas. Defender la igualdad laboral, el antirracismo, el feminismo, la sanidad pública, el antibelicismo… Es cierto, también, que esas ideas, por lo general, se incluyen y defienden desde partidos de izquierda, sin embargo, como bien sabemos todos, eso no garantiza que el partido en cuestión vaya a acabar aplicando lo prometido en su programa. Todavía hay algo peor, la historia política de nuestro país está llena de ejemplos de personajes que militando en partidos de izquierda, con ideas extraordinarias en su haber y que aplaudiríamos sin dudarlo, acabaron comportándose de forma miserable. No basta, por tanto, con reclamar para sí la superioridad moral. Son los hechos, no las palabras, en lo personal y en lo político, los que harán de nosotros alguien que puede o no presumir de “superioridad moral”. Por eso, desde la izquierda, tanto sus representantes como los opinólogos de su órbita deben tener cuidado. Porque, en la medida en que la izquierda reclama superioridad moral, la derecha le recuerda que tiene que ser coherente. No olvidemos que si uno es o se considera moralmente superior al otro, ha de afrontar una autoexigencia estricta. Y eso, amigos, no dar de alta en la seguridad social a tu asistente, no renunciar al bono social térmico, negociar con tu escolta un dinero a cambio de retirar la denuncia…, también penaliza en las urnas.

No solo pasa aquí, ejemplos los hay en muchos otros países. Sumidos en la borrachera de la superioridad moral, algunos políticos descuidan los detalles prácticos que ponen en funcionamiento y se les escapan comentarios que los delatan y los invalidan. Como este que hizo Alexandria Ocasio-Cortez en una entrevista: “Creo que a mucha gente le preocupa ser preciso, fáctico y semánticamente correcto, mientras que para mí es mejor ser moralmente correcto”. “Y de todos modos”, continuó, “si me equivoco yo no es lo mismo que cuando el presidente (Trump) miente sobre los migrantes”. Frase que deja claro que una cosa es la superioridad moral de las ideas y otra, muy distinta, las personas que las aplican.

No sirve de nada enfadarse, quejarse desde la izquierda cuando no se gana y acusar a la sociedad de que tiene un problema. Igual sería más práctico plantearse qué nos puede ayudar a conseguir la confianza de esos votantes que, quizás, en lugar de pensar en superioridades morales, se fijan en coherencias.

La realidad es que hay muchas razones desde la izquierda para no votar bien: la falta de buenas alternativas, la falta de motivación por el descrédito que vive la política, el desencanto por promesas incumplidas... Ahí es donde se debería hacer hincapié, porque si no, tal vez llegue un día en el que se acabe consiguiendo que los ciudadanos crean que, como decía Ishiguro en Los restos del día:“La democracia es algo de otras épocas. El mundo actual es demasiado complicado para depender de antiguallas como el sufragio universal o esos parlamentos donde los diputados discuten eternamente sin decidir nunca nada. Son cosas que podían estar muy bien hace unos años, pero no ahora”. Y decidan no acercarse siquiera a las urnas.

Carmen Domingo es escritora.

1 comentario


  1. Carecen de vergüenza. Don Pedro proclama, muy enfático, que es el gran protector y se asegura, en un folleto electoral sociata, que los sueldos subirán. Tal cual, los sueldos. No se andan con chiquitas. No es un país para adultos.

    Responder

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *