El peligro de ir más allá

El avión hace un giro abrupto para descender hacia la pista, y el ala parece rozar uno de los cerros desnudos que aprisionan la ciudad. Después el giro termina en picada, como lo haría un aparato de combate, y ya en tierra el piloto frena a fondo, porque la pista es demasiado corta. Estamos en Tegucigalpa, adonde llegué por primera vez hace más de cincuenta años.

Hoy cuesta reconocer aquella ciudad provinciana entre autopistas y pasos a desnivel, gigantescos centros comerciales y edificios de 20 pisos, una modernidad dudosa, como la del resto de las capitales centroamericanas. Y debajo de esa modernidad se tejen las tupidas redes de la violencia que llenan planas enteras de los periódicos cada mañana.

Ese es el tema que ocupa mis conversaciones estos dos días intensos en Tegucigalpa. Sobre todo el asesinato de periodistas. En la última década, 55 han muerto víctimas de ataques en la calle, en sus casas o en sus centros de trabajo, o cuando no, sus cadáveres aparecen en lugares desolados.

Los autores materiales son siempre asesinos a sueldo que a veces resultan identificados, pero, en toda esa larga lista, sólo en tres casos han sido condenados por los tribunales; y peor, quienes les pagan permanecen siempre en el anonimato, y en la impunidad.

Las víctimas provienen en muchos casos de medios de provincia, o de comunidades alejadas y aisladas, periodistas de pequeñas estaciones de radio y televisión por cable, algunas de carácter comunitario. La lista de los últimos asesinatos este año nos puede ilustrar mejor:

Carlos Fernández dirigía el programa La verdad desnuda por Caribe TV, Canal 27 de Roatán, en islas de la Bahía. Fue tiroteado al entrar a su casa una noche de lluvia de febrero de este año. El sicario le disparó tres balazos, uno en la cabeza y dos en el tórax. Las investigaciones siguen estancadas.

Franklin Dubón daba las noticias en radio Sulaco, departamento de Yoro. Salió a una fiesta en mayo a la comunidad de Aguas Blancas y al día siguiente fue encontrado en una quebrada, asesinado a cuchilladas. Era ciego, y componía canciones. Según la policía pudo tratarse de un robo, pero había sido amenazado repetidas veces según su madre.

En junio, Juan Carlos Cruz Andara, periodista del canal Teleport de Puerto Cortés, fue asesinado a cuchillo en su propia casa. Meses antes había denunciado a la policía que recibía amenazas de muerte. Además era activista del movimiento de la diversidad sexual LGBTI.

Ese mismo mes, Jacobo Montoya Ramírez, periodista de radio y televisión de Copán Ruinas, fue muerto dentro de su propia casa por pistoleros que le dispararon primero desde la puerta y entraron luego en su persecución, rematándolo en presencia de su madre.

El 3 de julio, Joel Aquiles Torres, propietario del Canal 67 en Taulabé, Comayagua, en el centro del país, fue atacado a tiros desde una motocicleta cuando iba al volante de su vehículo, el que recibió 30 impactos; según los reportes de prensa, “se conoce poco sobre los avances de la investigación policiaca”.

¿Por qué los periodistas? ¿Y por qué la impunidad?

La red subterránea que alienta los asesinatos en Honduras, y que coloca al país en los primeros lugares de la violencia en el mundo, está alimentada por el crimen organizado, los carteles que controlan el tráfico de drogas, las pandillas de los Maras, de entre cuyas filas salen no pocos de los sicarios. Y la debilidad institucional. El poder de penetración que el delito tiene en la policía, y en el sistema judicial, es uno de los factores que conduce a la impunidad, y para llegar hasta los culpables hay que atravesar obstáculos que se muestran insalvables, entre la interminable burocracia, las complicidades políticas, y la inercia.

El Congreso Nacional aprobó en abril una ley de protección de los periodistas, y su eficacia aún está por verse. ¿Puede una ley protegerlos cuando la violencia se ha vuelto orgánica, y la impunidad es parte del sistema?, es la pregunta que se hacen mis amigos, varios periodistas ellos mismos.

“O agarrás plata, o agarrás plomo” es una de las frases más comunes para definir esta disyuntiva. Y los periodistas lo saben bien. Algunos, pensando en sus propias vidas, se moderan y calculan bien cuáles son los límites que no deben traspasar para no agarrar plomo. Otros, se aventuran más allá, en busca de cumplir con su deber de informar, y pagan las consecuencias de su compromiso con la verdad.

Sergio Ramírez es escritor.

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