El peligro de los datos

Hoy en día, para saber si algo es importante, hay que utilizar Google, que se ha convertido en nuestro amable (de momento) gran hermano. Basta con escribir la palabra para que sus algoritmos nos digan la popularidad del término. Si se busca libertad, habrá 320.000.000 resultados, si se busca amor, 1.710.000.000, si se busca big data, la búsqueda retorna 7.600.000.000 de referencias. Descontando el efecto del idioma, podemos ver que los datos importan más que el amor y muchísimo más que la libertad.

Nuestros datos ya son moneda de cambio. Por ellos hay empresas que están dispuestas a cambiárnoslos por tostadoras, libros o descuentos. El porqué es muy fácil. Gracias a ellos son capaces de optimizar sus recursos, entender nuestros patrones de compra, de comportamiento, de predecir qué vamos a comprar o qué vacaciones vamos a tener antes de que nosotros mismos lo hayamos pensado. Ahora mismo, algún algoritmo, en algún ordenador, en vaya usted a saber qué país, está decidiendo cómo será la canción y el o la intérprete que triunfará el verano que viene. Eso con suerte. Lo más probable es que esté también decidiendo quién y cómo será el líder que, si eso es posible, nos gobierne.

Pero ¿cómo nos afecta? Cualquiera puede pensar que realmente qué más da. Total, los datos están circulando de todas formas. No es tan simple. Recientemente la revisión del algoritmo de selección de personal en una multinacional norteamericana demostró que había un sesgo inconsciente contra las personas de color e hispanos. ¿Discriminación? Antes de poner el grito en el cielo hay que saber que la máquina sólo reproducía el patrón que venía heredado de las contrataciones que realizaba anteriormente la empresa, caracterizada por personal mayoritariamente de raza blanca y educado en las universidades de élite estadounidenses. Nadie había pensado que el problema estaba más en las personas y en su comportamiento que en la máquina.

Esto nos obliga a pensar tanto en quién diseña esos modelos, como en qué se desea hacer con ellos. La primera pregunta es obvia, matemáticos. Y no me refiero a lo que cuando yo era joven se llamaban licenciados en Ciencias Exactas, si no al grupo ampliado de matemáticos, estadísticos, físicos, ingenieros, economistas cuantitativos, etc. Todos ellos, pero sobre todo los tres primeros, han encontrado un campo de desarrollo natural de las habilidades adquiridas a costa de mucho esfuerzo. Ellos son los apóstoles del dato, y muchas veces se encuentran con la incomprensión de sus propias culturas empresariales, por no hablar de la de las Administraciones Públicas, donde el avance es más lento y doloroso.

La consecuencia es que muchos de los sacerdotes de los números se han visto caricaturizados en las empresas en el retrato de Sheldon, el delicioso personaje interpretado por Jim Parsons en la serie The Big Bang Theory. Como señalaba H. P. Lovecraft, la mayor emoción es el miedo y el mayor miedo lo es a lo desconocido, a lo que no se comprende. Los gestores tradicionales no entienden la nueva alquimia y, como hacían en el siglo pasado las familias españolas, que se compraban un televisor o un apartamento en la playa porque también lo hacía la familia del tercero, contratan su especialista en big data sin saber cuál es su utilidad o sin comprender el retorno que el mismo puede generar, sólo para poder lucir la novedad, encontrándose resultados para los que no están preparados.

Otro sucedido es la aparición de lo que denomino los impostores del dato. Individuos con o sin el título correspondiente pero que nunca se han enfrentado a millones de registros depositarios de volición de los clientes de su empresa, ni sabrían qué hacer con ellos para que los datos susurrasen sus secretos, para ellos son iguales ladrillos que mantequilla: sólo negocio. Son la fachada que explica por qué hay desconfianza hacia los septones del conocimiento. La falta de discernimiento que muchos de ellos demuestran es inversamente proporcional a sus demandas de salario y a su capacidad de convencer a los seguidores de modas de que ellos son los profetas de una realidad que ellos mismos desconocen. C. H. Townes, el creador del láser, ya dijo que no sólo hay que saber crear algo, sino también saber para qué usarlo y el problema está en el exceso de profesionales que conocen la jerga correcta (Python, R, SnakeCharm, etc.) pero no cómo resolver problemas reales, de aquellos que son relevantes para las empresas, para las personas, en resumen, para la sociedad.

Esta es la debilidad del sistema. No siempre la capacidad analítica va acompañada de la capacidad de distinguir el bien del mal o del peor. Algunos de los que investigan/investigamos y enseñan/enseñamos cómo analizar esos gugoles de datos tratamos de inculcar en nuestros alumnos, a aquellos que van a ser capaces de exprimir los datos hasta conseguir de ellos todos sus secretos, principios morales y éticos que se ajustan a ideas tan antiguas y pasadas de moda como la integridad, el respeto al honor de la persona y a su capacidad de decisión.

Pero no seamos ingenuos. Existirá siempre el Facebook de turno dispuesto a ceder, por la cantidad apropiada, sus, mis, los datos a los Cambridge Analytica de turno, aunque eso signifique ponerse colorado delante del Congreso americano una o cien veces. El resultado ya lo sabemos, manejan nuestra voluntad en las urnas como lo hacen con la de nuestra cartera. Y si alguien esperaba que cambiasen después de los primeros escándalos, les puedo predecir, sin la ayuda de ningún algoritmo matemático, que se van a comportar como decía mi padre: mucha prédica pero poco trigo. Total, no hay nadie que se atreva a limitar a los grandes monopolios del siglo XXI, saben demasiado de todos nosotros. Más que nosotros mismos. Quizá ese sea el gran peligro. Por eso, cuando salgan ahí fuera, tengan cuidado con sus datos.

Jorge Sáinz es profesor titular de economía de la Universidad Rey Juan Carlos.

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