El peligro de los intelectuales

Sin darse cuenta, uno llega a una edad en la que le cae la etiqueta de «referente». En estos casos, reacciono como Arcadi Espada cuando le llamaron «fascista» en mi universidad: me vuelvo en busca del referente, a ver si me guía a mí también, para acabar descubriendo que el referente soy yo. La situación me incomoda. A diferencia de Sánchez, no aspiro al mármol. A duras penas me veo capaz de gestionar mis tribulaciones, como para ser ejemplo de nada.

Peor es cuando me llaman «intelectual». En este caso, la desazón tiene una raíz -si me permiten- intelectual. Viene de antiguo, de aquellos años en los que la izquierda, para dar lustre a sus intelectuales decorativos, popularizó el sintagma «alianza de las fuerzas del trabajo y de la cultura». Seguro que lo hacían con la mejor intención, aunque no cabe mayor desprecio a los trabajadores: el trabajo es cultura sedimentada, sabiduría práctica. Y sólida, perdurable, cosa que cada vez más cuesta decir de la «cultura intelectual», sobre todo cuando se equipara a «cultura humanista», de letras. Porque, y esa es otra, como denunciara en 1959 C. P. Snow en una recordada conferencia, nuestro mundo ha dado en orillar del ecosistema de la alta cultura a las llamadas «ciencias de la naturaleza», precisamente las que funcionan, de tal suerte que quien en una reunión social mostrase su desconocimiento de quien era Cervantes tendría aseguradas las burlas, mientras que se podría pasear tan campanudo -y hasta blasonar- aquel otro incapaz de mencionar la segunda ley de Newton. No cabe mayor desatino en un mundo como el nuestro, que debe mucho más a la dinámica clásica que al autor del Quijote. Es más: a la vista de cómo han acabado no pocas facultades de humanidades, convertidas en el caldo de cultivo de irracionalismos y vocaciones censoras, el cultivo de ciertas disciplinas debería llevarse con discreción, como se lleva un pasado delictivo. No es que ignoren la buena ciencia, es que la desprecian y quieren acallarla, a ella y a quienes les recuerdan su intolerancia fanática. En suma: flojera, superioridad moral y con el control de los mandos.

El peligro de los intelectualesLa ofensa alcanza la magnitud del enigma cuando al sustantivo «intelectual» se lo adereza con el adjetivo «comprometido». A dilucidar qué sea esa singular especie le ha dedicado uno horas y páginas. Una caracterización no exageradamente imprecisa vendría a decir algo así como «persona cuya reputación en un dominio científico-cultural le otorga autoridad para terciar en asuntos públicos sobre los que no tiene ni idea». Como todas las definiciones en estos ámbitos, esta presenta notables problemas de indeterminación, pero para los presentes propósitos me basta: captura a quienes asoman en las páginas de los medios de comunicación. Por ejemplo, a servidor.

Tal cual, la anterior caracterización invita al rechazo del gremio. Hasta puede llevar a pensar que hay una oculta sabiduría en el austero laconismo de los futbolistas en sus entrevistas: por juventud y fama podrían sentirse profetas y, sin embargo, no caen en la tentación que tantas veces vence a los artistas, en particular, a los peliculeros, de pontificar sobre lo humano y lo divino. Pero, para no dejarse vencer por la peor interpretación, contemplen una posibilidad que salvaría el proceder descrito: el compromiso con la verdad de los intelectuales, demostrado en sus asuntos, tiene alcance general y se sedimenta en saludables virtudes epistémicas, que les permitirían opinar en materias sometidas a sistemas de premios y castigos muy distintos a los comunes en la buena ciencia, más propios de la farándula.

Como siempre sucede con los detalles, cuando se desmenuza la fórmula anterior asoman las complicaciones. Para comenzar por la última presunción, abundan los académicos, incluso entre los más solventes, que ante una cámara de televisión se trastornan. Sobran los ejemplos de premios Nobel que, una vez obtenido el reconocimiento, aprovechando su nuevo precio de mercado, conferencian sobre todo aquello que les ponen a tiro: el economista especialista en información asimétrica sentencia sobre globalización; el genetista reconocido hace generalizaciones de barra de bar sobre derechos civiles; el premiado por trabajos sobre los enlaces químicos recomienda extravagantes métodos para curar el cáncer. Hasta los astronautas cuentan la suya acerca del cambio climático: ¡qué nos van a contar a nosotros sobre los astronautas y los micrófonos!

Pero el problema más serio comienza en la reputación inicial en sus empeños. En las ciencias serias, mal que bien, existe un consolidado diseño institucional que asegura el reconocimiento de la calidad: todos -o casi todos- comparten criterios de calibración y marcos teóricos, esto es, disponen de procedimientos consensuados para separar el trigo de la paja. Cierto es que, en los últimos tiempos, diversas investigaciones metacientíficas (el estudio científico de la propia ciencia) invitan a contener entusiasmos. La revisión de los artículos de investigación, que puede suponer meses y años de espera para sus autores, apenas detecta el 30% de los errores de bulto, rechaza ideas renovadoras y sólidas, además de resultar enormemente costosa: en su conjunto, los especialistas emplean, anualmente, 15.000 años (A. Adam Mastroianni, The rise and fall of peer review, Experimental History, 2022). Y, con todo, se cuela mucha mugre revestida de solemnidad: trabajos clásicos que no hay manera de repetir o que, cuando se replican, resultan falsos o con más trucos que una película de chinos. En Psicología y en Biomedicina se roza el escándalo. Y si quieren deprimirse un poco más, tengan en cuenta que los estudios no replicables son los más citados (M. Serra-Garcia, U. Gneezy, Science Advances, mayo, 2021).

Con todo, en ciertas disciplinas el progreso científico resulta indiscutible (otro asunto, bien complicado, es cómo definirlo). Muy diferentes son las cosas en las humanísticas, precisamente aquellas que nutren las filas de los que -con complacencia o resignación- oficiamos como «intelectuales públicos». En estas no hay métodos compartidos ni baremos explícitos de tasación. Y cuando los hay no faltan razones para sospechar: también la Teología y la Astrología los tienen. Y no estoy pensando solo en los quehaceres clásicamente calificados como «de letras»: no pocos de los ensayos sociológicos más pomposos, sobre la sociedad líquida, la sociedad red o la historia como flujo de datos, pecan de ese mal. Pseudoconceptos para disimular la hojarasca. Aunque, hay que decir en su favor, que los hay peores, directamente ininteligibles.

La moraleja, entiéndase, no debiera ser que los humanistas son unos tramposos. Sucede como con la construcción o los mecánicos de coches: no es que los canallas se dediquen a esos negocios, es que esos negocios -por la naturaleza del mercado- favorecen a los cuentistas. Paradójicamente, por esa misma circunstancia, por la falta de reglas claras, adquiere más importancia el afán de verdad de cada cual: sí, el compromiso, el tomarse en serio, si me toleran la solemnidad. El problema, claro, es que «desde fuera» no resulta sencillo identificar ese compromiso: nadie tiene acceso a la decencia íntima de los otros.

Por supuesto, no voy a resolver aquí tan peliagudo asunto. Pero sí me permitiré sugerir una pista de por dónde indagar. Nos la proporciona un concepto de la ciencia lúgubre, de la economía; precisamente aquel que, según un estudio reciente referido a Suecia, los propios economistas consideran el más importante para abordar la vida de cada cual, el de coste de oportunidad: tasar una decisión comparándola con aquellas que rechazamos. Lo ilustró para siempre el capitán Renault en Casablanca cuando, después de recordar a Rick que había combatido en el bando republicano en nuestra guerra civil y recibir la réplica de que «le pagaron bien», lo acalla recordándole que «los otros le habrían pagado mejor».

Pues eso, si quieren tasar el compromiso de los intelectuales con sus ideas, indaguen cuánto les cuesta sostenerlas. Algunos, habituales jinetes de caballos ganadores, siempre flotan; a otros, respetuosos con la verdad y con alternativas laborales, no les sale gratis pensar a la intemperie. Y si quieren ampliar el foco, no ignoren a aquellos que, al optar, a la vez rechazan futuras biografías: un premio Cervantes o un príncipe de Asturias, por un suponer. Por supuesto, si queremos afinar la idea de compromiso no basta con el clásico concepto, pero algo ayuda a discernir. Lo prueban si tienen un rato, que son tiempos de listas.

Por cierto, mi sugerencia también sirve para calibrar la virtud de los políticos.

Félix Ovejero es profesor de Filosofía Política y Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona

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