El peligro populista en Europa

“Europa está en una fase peligrosa”, advirtió hace unos días Mario Monti, tecnócrata en principio que se está revelando como uno de los mejores políticos europeos actuales, y propuso que se convocara una cumbre europea para discutir cómo afrontar el populismo que crece a medida que se ahonda la crisis económica. Monti añadió que un palpable populismo divisorio está presente en casi todos los países de la zona euro y pretende fragmentar las sociedades justo cuando Europa lucha por una mayor integración política, fiscal y financiera.

La preocupación de Monti está justificada, ya que la sombra de Berlusconi sigue cerniéndose sobre Italia. Además, hoy, el populismo antieuropeísta lo tiene más fácil que nunca porque Europa está sumida en dudas sobre sí misma: nuestro continente está atravesando una crisis de autoestima que lo debilita sobremanera.

Durante las primeras dos décadas tras la Segunda Guerra Mundial la mayor parte de Europa Occidental se expandía económicamente en un plácido clima de consenso político. Sin embargo, ese período fue relativamente breve: el final de los 60 y la década de los 70 trajeron masivas protestas sociales que desembocaron en el desencanto con las instituciones políticas y la desilusión con las grandes ideologías de la modernidad que caracterizaron la década de los 80. Fue en los 90 cuando las democracias europeas empezaron a encontrarse bajo la presión de una derecha radical, políticamente rompedora y electoralmente dinámica. Desmarcándose de la extrema derecha tradicional —los neofascistas y neonazis— y de sus incitaciones a la violencia, la irrupción de esos partidos “modernizados” en la política representa uno de los mayores peligros con los que se enfrentan las democracias europeas. Los excesos berlusconianos de múltiples y nefastas facetas son un ejemplo de ello.

Sin llegar a criticar abiertamente la legitimidad de la democracia, esos partidos se caracterizan por su rechazo del sistema sociopolítico establecido y abogan por un mercado ultraliberal, acompañado de una drástica reducción del papel del Estado. Son partidos derechistas en su oposición a la igualdad individual y social, en su rechazo de la integración de grupos marginales y en su apelación a la xenofobia, al racismo y, a veces, de modo más velado, hasta al antisemitismo (este es el caso del actual gobierno húngaro liderado por Viktor Orban). El populismo de esos partidos utiliza para sus fines los sentimientos mayoritarios en los ciudadanos e instrumentaliza la ansiedad y el desencanto socialmente extendidos.

Hasta hace poco, esos partidos ultraderechistas y populistas se concentraban en demonizar al inmigrante (así lo hizo el holandés Geert Wilders y el austríaco Jörg Haider, que emitían mensajes antiislámicos y xenófobos). Hoy, con la crisis económica extendida por toda Europa, esos partidos se multiplican (como se ha visto en Grecia, económicamente la más afectada), vilipendian el euro y los esfuerzos europeos por integrarse e incitan a la salida de la moneda común y de la UE. La francesa Marine Le Pen es la abanderada de esas posturas.

La mayoría de los países europeos tienen la ultraderecha y el populismo bien infiltrados en sus filas; en este aspecto España es una rara excepción digna de elogio. Alemania no cesa de desplegar esfuerzos por mantener a raya a sus grupos neonazis y algo parecido ocurre, aunque en menor medida, en los países escandinavos. Casi todos los Estados excomunistas de la Europa Central y del Este tienen, o han tenido recientemente, un partido populista gobernándolos: Polonia a los gemelos Jaroslaw y Lech Kaczynski, la República Checa a Václav Klaus, un ardiente euroescéptico que ha intentado tumbar más de un proyecto europeísta. Serbia acaba de elegir a su primer ministro, el nacionalista a ultranza Ivica Dacic, antes portavoz del difunto criminal de guerra Milosevic; al igual que este, también Dacic niega el genocidio perpetrado por los serbios contra el pueblo bosnio en Srebrenica y otras ciudades bosnias. Hungría se ha convertido en un Estado autocrático a espaldas de una Europa ocupada con su crisis: el primer ministro húngaro lleva a cabo un meticuloso ataque contra los medios de comunicación de su país, contra su sistema jurídico, el banco central y las leyes electorales hasta convertir a Hungría en el caso más flagrante de debilitación de la democracia en Europa.

Bajo el populismo y la ultraderecha la sustancia de la democracia tiende a disiparse. Por eso el ministro de exteriores polaco, Radoslaw Sikorski, muy escuchado en Berlín, afirmó hace poco que “es necesario aportar más transparencia y democracia a nuestras instituciones como respuesta a la falta de confianza que hoy se puede ver en la UE”.

Al igual que el de Sikorski y el de Monti, es notable el llamamiento del presidente de la Comisión Europea, Durao Barroso, por una federación europea de Estados, porque, en sus palabras, “no debemos permitir que nos dominen los populistas”, y el último discurso de François Hollande en Alemania en el que el presidente francés decía que “hay que avanzar hacia la integración si Europa no quiere caer en el egoísmo o el populismo”.

Monika Zgustova es escritora.

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