El peligroso sueño afgano de la OTAN

El acuerdo en la cumbre de la OTAN celebrada en Lisboa sobre el plan de transición para contribuir a poner fin a la guerra en el Afganistán en los cuatro próximos años plantea cuestiones preocupantes sobre la seguridad regional y la lucha mundial contra el terrorismo transnacional. A medida que los Estados Unidos y otros socios de la coalición vayan reduciendo gradualmente su participación en los combates, las fuerzas afganas de seguridad, que ascenderán a 300.000 soldados después de que los nuevos reclutas reciban una formación intensiva, ocuparán su lugar, pero no es probable que esas fuerzas locales puedan mantener unido el país.

La situación más probable después de la guerra es una división del Afganistán, en la que los talibanes dirijan el cotarro en las zonas meridional y oriental, dominadas por los pashtunes, y las regiones septentrional y occidental, sin etnia pashtún, conserven su actual autonomía de facto.

Es probable que a escala regional haya una mayor agitación. La retirada de las fuerzas de la OTAN antes de que hayan cumplido su misión dejará a la India en primera línea para afrontar el grueso de un terror mayor procedente del cinturón Afganistán-Pakistán. De hecho, se espera que la retirada de la OTAN envalentone a los yijadistas de la región –y allende sus límites– para lanzar ataques transnacionales.

Sin embargo, el plan de la retirada en 2014 no es una sorpresa, en vista del deseo expreso del Presidente de los EE.UU., Barack Obama, de poner fin a las operaciones militares en el Afganistán. De hecho, su Secretario de Defensa, Robert Gates, dijo con toda claridad el año pasado que en adelante los EE.UU. procurarían contener el terrorismo a escala regional, en lugar de derrotarlo. El plan de transición consolida ese cambio estratégico.

Sin embargo, el problema estriba en que el esfuerzo bélico de los EE.UU. ya está flaqueando y el Presidente afgano, Hamid Karzai, está estudiando la posibilidad de concertar sus propios acuerdos con los talibanes y otros señores de la guerra y eso es consecuencia en gran medida de la chapucera estrategia de Obama, pues sus dos aumentos repentinos de tropas no iban encaminados a aplastar militarmente a los talibanes, sino a concertar un acuerdo político con ellos desde una posición de fuerza, pero, como reconoció el director de la CIA, Leon Panetta, “no hemos visto prueba alguna de que [los talibanes] estén de verdad interesados en la reconciliación”.

¿Por qué habrían de estar interesados los talibanes en negociar un acuerdo con los americanos, en vista de la declaración pública de Obama, pocas semanas después de ocupar su cargo, de que estaba interesado en una salida militar del Afganistán? Lo único que quieren los talibanes afganos y su patrocinador, el ejército pakistaní, es esperar a que los americanos se marchen.

El año pasado, Obama puso fin de un plumazo a la “guerra mundial contra el terror” de su predecesor, pero rebautizarla como “lucha” o “imperativo estratégico” no ha cambiado las sombrías realidades en el terreno.

Los EE.UU. han tenido la suerte de librarse de nuevos ataques terroristas desde el 11 de septiembre de 2001, pese a que ha habido varios intentos. Por el contrario, la situación de la India, junto al conglomerado Af-Pak, la ha dejado mucho más vulnerable y desde entonces ha padecido varios ataques importantes: desde el asalto a su Parlamento en diciembre de 2001 hasta el asedio terrorista de Mumbai en 2008.

El Afganistán y el Pakistán, dos Estados creados artificialmente y carentes de raíces históricas, no han cesado de buscar una identidad nacional. Actualmente, han llegado a ser el epicentro mundial del terrorismo transnacional y del comercio de heroína. Aunque el Pakistán es ahora el mayor receptor de ayuda de los EE.UU. en el mundo, el Índice de Estados fallidos de 2010, creado por Foreign Policy, y el Fondo para la Paz sitúan a ese país en décima posición, entre Guinea y Haití. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en otros Estados fallidos, en el Pakistán el terrorismo alimentado por el Estado y el contrabando nuclear apoyado por el Estado se combinan de forma excepcional.

Para agravar la situación, la frontera política entre el Afganistán y el Pakistán ya ha dejado de existir en la práctica. La línea Durand, de 2.640 kilómetros, invención colonial británica, que dividió a la gran comunidad pashtún cuando se estableció en 1893 como frontera entre la India dirigida por Gran Bretaña y el Afganistán, hace mucho que fue despreciada y rechazada por el Afganistán.

Actualmente, la línea Durand sólo existe en los mapas. En el terreno, tiene poca importancia política, étnica o económica, precisamente cuando la región Af-Pak ha pasado a ser un imán para los yijadistas del mundo. Ahora, de las ruinas de una militancia islamista permanente, pero sin una autoridad política que ocupe el mando, ha surgido un Pashtunistán de facto, durante mucho tiempo deseado por los pashtunes. La desaparición de la frontera política Af-Pak parece irreversible, lo que socava la propia integridad territorial del Pakistán.

Aun así, como si se pudieran encerrar fácilmente las fuerzas del terror, los EE.UU. han limitado su objetivo a contener el terrorismo a escala regional, estrategia que mantendrá el problema Af-Pak como una amenaza que pudrirá la seguridad mundial. De hecho, es probable que el plan de retirada de la OTAN propicie un realineamiento de fuerzas étnicas y, por tanto, una mayor inestabilidad.

El Afganistán no es el Vietnam. Una retirada de las tropas de los EE.UU. y de otros miembros de la OTAN no pondrá fin a la guerra, porque el enemigo seguirá poniendo la mira en intereses occidentales, dondequiera que se encuentren. La esperanza de poder contener el terrorismo a escala regional es un peligroso ejercicio de autoengaño.

Brahma Chellaney, profesor de Estudios Estratégicos en el Centro de Investigaciones Políticas de Nueva Delhi y autor de Asian Juggernaut (“El coloso asiático”). Copyright: Project Syndicate, 2010. Traducido del inglés por Carlos Manzano.