El péndulo de la derecha

En estos tiempos de pandemia en que todo evoluciona en un universo de incertidumbres, la vida política española gira en gran medida en torno al reto de asumir problemas y buscar soluciones que nadie hubiera planteado hace medio año. En el marco de la “nueva normalidad” son muchas las facetas de nuestro sistema democrático que agudizan tensiones o plantean nuevos escenarios de confrontación: el reparto de competencias entre la Administración central y las autonómicas, las relaciones entre los poderes ejecutivo y judicial, el papel de la institución monárquica ante la opinión pública… Un entorno cambiante, en el que las certezas ceden paso con frecuencia a la improvisación, y eso tiene reflejo en los partidos en su condición de gestores de lo público y representantes de la ciudadanía en las instituciones.

Ello acelera los tiempos y, en buena medida, radicaliza las respuestas en busca de posicionamientos eficaces en la captación del apoyo ciudadano. Asistimos en estos días a lo que se interpreta como un cambio en la estrategia del Partido Popular, ejemplarizado en la destitución fulminante de su portavoz en el Congreso de los Diputados, Cayetana Álvarez de Toledo, caracterizada representante del ala dura del partido y el nombramiento como portavoz nacional de José Luis Martínez-Almeida, el alcalde de Madrid, que proyecta una imagen de talante moderado y consensual. En opinión de muchos analistas, el gesto de Pablo Casado buscaría dotar al PP de una imagen menos agresiva contra las actuaciones gubernamentales en unos momentos en los que la opinión exige a los políticos conciliación y acciones proactivas.

El péndulo de la derechaLa actual derecha estatal se gestó en los últimos tiempos de la dictadura franquista, cuando la clase política del régimen advirtió la urgencia de elaborar proyectos para un futuro sin Franco que veía ya muy próximo. Las tradicionales agrupaciones doctrinales y de intereses que se conocían como “las familias” fueron sustituidas por tres tendencias, dedicadas a preparar esos proyectos. La inmovilista, llamada popularmente el búnker, quería mantener la integridad del sistema dictatorial tal como había sido fijado en sus Leyes Fundamentales. Los aperturistas buscaban liberalización económica y modernización social, pero manteniendo el sistema político autoritario (algo parecido al actual modelo chino). Y los reformistas defendían la apertura de un proceso de transición a la democracia controlado desde las propias instituciones franquistas, un “cambio democratizador” frente a la “ruptura democrática” que preconizaba el antifranquismo.

Entre 1976 y 1982, los reformistas marcaron los ritmos del proceso de reconversión de la derecha franquista y pilotaron, desde el Gobierno y gracias al inicial consenso con la oposición democrática, la transición hacia un sistema constitucional parlamentario. Para ello contaron con una serie de bazas fundamentales: el control en exclusiva del Ejecutivo desde el verano de 1976, la adopción de ideologías tópicas —liberalismo, socialdemocracia y democracia cristiana— en la improvisación de un sistema de partidos que confluyeron en una gran organización reformista, la Unión de Centro Democrático (UCD), el carisma popular de Adolfo Suárez, o la implicación de un considerable sector de la denominada mayoría silenciosa y de buena parte del franquismo sociológico, en apoyar la evolución hacia la democracia minimizando los peligros revolucionarios que apreciaban en la izquierda.

Pero también fue fundamental el invento por los reformistas de un concepto político, el centrismo, una genialidad que les permitió obviar ante la opinión pública su ubicación en la dicotomía derecha-izquierda. La derecha tenía mala prensa en España. El Movimiento Nacional franquista puso mucho empeño en no ser identificado así y la tradición revolucionaria del falangismo permitió incluso a algunos de sus sectores autodefinirse como “izquierda nacional”. Pero para la opinión pública durante la Transición, franquismo y derecha eran términos equiparables, por lo que el centrismo podía presentarse como una opción nueva y autónoma, sin otra vinculación con el pasado que los redimibles currículos de sus dirigentes. Los partidos que se identificaban como derechistas, es decir, neofranquistas, hubieron de pagar un duro peaje: el antiguo sector inmovilista, ahora extrema derecha, obtuvo el 0,83% de los votos al Congreso en 1977, y la Federación de Alianza Popular (AP), que recogía al antiguo aperturismo, el 8,21%, frente al 34,44% de la UCD, que fue la formación más votada.

Víctima de su falta de coherencia interna y del cumplimiento de sus fines, la Unión de Centro desapareció tras las elecciones de 1982. El centrismo siguió siendo un referente prestigioso para una amplia capa del electorado, pero se atomizó en pequeños partidos, entre los que destacó el liberal Centro Democrático y Social (CDS) de Adolfo Suárez, mientras que una buena parte de sus votantes se orientaron hacia un PSOE al que ahora percibían como una formación moderada en sus programas y defensora del sistema constitucional. La Alianza Popular de Manuel Fraga, que rompió formalmente con la herencia franquista en 1979, se mantuvo en posiciones de derecha pura resucitando el viejo oxímoron canovista del liberal-conservadurismo, implicada en un movimiento pendular de crecimiento que buscaba aglutinar la mayoría natural frente a la izquierda, pero que hasta 1993 no logró superar el techo de Fraga del 25% de los votos en unas generales.

Para entonces, el péndulo había vuelto a moverse. En 1989, AP se refundó como Partido Popular y llegó una nueva generación de dirigentes. El PP se dotó de un esquema presidencialista con José María Aznar como líder indiscutido, absorbió a la mayoría de las pequeñas formaciones liberales y democristianas y buscó integrar las dos tradiciones de los populares con la novedosa teorización de un centro-derecha moderado que le otorgó el Gobierno entre 1996 y 2004 y luego entre 2011 y 2018. La segunda etapa, bajo la presidencia de Mariano Rajoy, contempló, sin embargo, el crecimiento de serias amenazas para el PP a su izquierda (Ciudadanos, desde 2006) y a su derecha (Vox, en 2013) que, en medio de la tormenta causada por los reiterados escándalos de corrupción del partido, favorecieron un nuevo movimiento pendular, orientado hacia los esquemas de la “revolución conservadora” e impulsado por los teóricos de FAES, el influyente think tank presido por Aznar. En junio de 2018, el XIX Congreso del PP otorgó la presidencia a Pablo Casado, un joven aznarista que, con un nuevo escenario marcado por la competencia con Vox y Ciudadanos, imprimió un giro conservador y, tras la entrada de Unidas Podemos en el Gobierno, protagonizó una línea de extraordinaria dureza en la labor opositora, incluso cuando la covid-19 cambió dramáticamente las condiciones de vida del país. Es pronto para saber si el Partido Popular vuelve a mover el péndulo hacia posiciones más templadas en su búsqueda del poder. En todo caso, no faltarán quienes, desde sus filas, recuerden la máxima ignaciana: “En tiempo de desolación, no hacer mudanza”.

Julio Gil Pecharromán es historiador. Su último libro publicado es La estirpe del camaleón. Una historia política de la derecha en España (1937-2004) (Taurus).

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