El pensamiento desordenado

Algún día habrá que preguntarse, con ánimo de enmienda, el porqué del silencio de la mayoría de nuestros intelectuales ante el proceso político, ante el desarrollo de lo público. No se trata, es obvio, de que los intelectuales entren en política ni de que compitan en el debate concreto, frecuentemente burdo y plano, de quienes están de hoz y coz en ella, sino de que hagan oír su voz para imponer cordura allá donde el fragor del apasionamiento la elimina, para aportar nuevos horizontes al devenir colectivo, para traer ideas foráneas que otros han aprovechado con éxito, para mostrar opciones que trascienden del yermo ideológico partidario, para provocar con su franqueza a los instalados, para recordar valores y principios que a menudo periclitan entre la fronda de una corrupción tan abundante que no se corresponde con el nivel de nuestro desarrollo cultural y democrático.

El silencio no es, con todo, completo, y de tanto en cuanto asoman opiniones profundas y reconfortantes que, por su escasez y por la soberbia de la clase política, pasan en general inadvertidas. Y hace unos días se publicó un artículo del presidente y el vicepresidente de la recién creada Fundación Ortega-Marañón, Juan Varela y Gregorio Marañón, con ocasión del anuncio de la fusión de las dos fundaciones originarias. Este artículo no debería pasar inadvertido.

Tras describir sus propósitos al frente de la nueva institución, los autores lanzan una voz de alarma sobre la degradación de nuestra ceremonia pública: «Somos conscientes de haber vivido una época de excepcional ventura en España. En todos los órdenes. Pero, de unos pocos años a esta parte, las cosas han tomado un rumbo preocupante. Otra vez nos amenaza el pensamiento desordenado que se expresa en un tono y un fondo de crispación. Una forma de pensar, en fin, que además constituye un agravante de la crisis económica que padecemos, en cuanto puede dificultar su salida». Y, tras ofrecer la Fundación como un «espacio modesto donde, unos y otros, puedan reunirse con comodidad para conversar razonablemente y debatir, con espíritu liberal, sobre las cuestiones que nos afectan e incluso buscar puntos de encuentro sobre los que poder construir consensos convenientes», concluyen con un aserto certero: «En la medida en que la democracia consiste en un acuerdo de reglas fijas para resultados inciertos, es desde luego competencia en libertad. Pero también concierto y acuerdo. La amistad cívica, koinonia, que decían los antiguos, está en el cimiento de la ciudad clásica y es un activo democrático que debemos preservar».

No es difícil datar este declive: comenzó en la segunda legislatura de Aznar, en la que este, ensoberbecido con su mayoría absoluta y preso de su promesa de no repetir mandato, desoyó a todos, incluso a los suyos, para imponer con arrogancia sin contraste una ejecutoria que crispó la convivencia y enrareció la política hasta extremos inefables. El siguiente cuatrienio ya con el PSOE en el poder, que alguno ha llamado legislatura de la crispación, se caracterizó por la desaparición de la política en su acepción más noble y por la irrupción del dicterio y la descalificación en el Parlamento, de la mano de algunos actores mediáticos que, tras adueñarse de la voluntad de Rajoy, extendieron la especie de que la política, a partir de entonces, consistía en exterminar al adversario.

Hoy día, persiste el pensamiento desordenado, aquel que niega en el fondo que la democracia liberal sea discursiva porque tiene una base deliberativa. Ni siquiera la gravedad de la recesión económica ha podido lograr que ni en nuestro Parlamento ni en nuestras cámaras autonómicas se produjera un debate de altura sobre cómo afrontar la crisis con los menores costes sociales. En Europa, en EEUU, en el G-20, ha habido serios debates políticos y técnicos sobre la conveniencia de aplicar estímulos fiscales y en qué cuantía, sobre si Keynes mantenía o no vigencia en la globalización, sobre en qué momento había que cerrar el grifo del dinero público y comenzar el inevitable ajuste. Aquí, simplemente, el Gobierno, acompasado al desconcierto de Bruselas, ha sido sucesivamente criticado con acritud por no hacer, primero, y, después, por haberse puesto manos a la obra. La explotación política de la crisis, de espaldas al interés general, ha sido tan flagrante que es bien ostensible la indignación de la ciudadanía, tan intuitiva siempre.

Es posible que la mala calidad de la política, la incapacidad para el debate de altura, la parvedad de los argumentos, la inconsistencia de las convicciones tengan causas sociológicas estructurales y estén ligadas a nuestra historia -aquí la política se desprestigió en las dictaduras- y a un modelo de partidos que, vinculado a un mejorable sistema electoral, fomenta la docilidad y el clientelismo e impide la circulación de las élites. Sin embargo, sería deseable que la clase intelectual se implicase más en la denuncia de la mediocridad, aportara materia para el debate, ordenara el pensamiento -que nace de la libertad- y sirviera de acicate a una excelencia necesaria que no se atisba por parte alguna.

Antonio Papell, periodista.