El pensamiento populista

La dimisión del Jefe del Gobierno griego, Alexis Tsipras, a sólo siete meses de su elección en la urnas, al ver irrealizables las promesas partidistas que lo alzaron al poder por comportar un delirante desafío a las exigencias de la Unión Europea en la que se integra Grecia, se erige en motivo de reflexión sobre la viabilidad de los principios sociopolíticos en los que pretenden sustentarse los diferentes movimientos populistas que están dando sus primeros pasos en España tras las elecciones del pasado 24 de mayo con la colaboración del PSOE en bastantes corporaciones públicas autonómicas y municipales. La idea matriz de la que parten todos estos movimientos populistas no es nada novedosa y se contrae a la exigencia de un riguroso igualitarismo social que borre todo tipo de diferencia, tratando de emular, de alguna forma y manera, los principios marxistas–leninistas de control de los medios de producción, eliminación de clases sociales y dirección ciudadana directa.

La arcadia feliz que se promete con la supresión de todo tipo de desigualdades sociales y económicas es una pura falacia, y no sólo la historia, sino, también, la propia naturaleza de las cosas está ahí para demostrarlo.

El pensamiento populistaResulta curiosa, además, la incongruencia manifiesta en que incurren determinados líderes de estos nuevos movimientos populistas al ser ellos protagonistas y producto de la llamada «casta social» a la que tanto denigran y vituperan, acusándola de ser el origen y la causa de la desigualdad social existente con la que hay que acabar a toda costa. ¿Cuántos españoles de las últimas décadas hubieran querido tener la posibilidad y oportunidad de acceder a niveles universitarios y de plurilingüismo como los que poseen algunos de esos líderes populistas? Al margen del incuestionable esfuerzo personal que esto demuestra, fue, con gran probabilidad, el entorno familiar y socio económico de su infancia y juventud el que propició la formación académica y profesional de la que hoy hacen gala con plena legitimidad.

Pero, dejando a un lado ese doble rasero que encierra la actitud y comportamiento de alguno de esos líderes populistas y del que tampoco han estado exentas las primeras actuaciones de estos últimos en la vida pública de nuestro país, conviene razonar, más en profundidad, sobre las razones últimas del importante problema que parece justificar el fenómeno de la irrupción de los nuevos movimientos populistas en la vida política de España.

La innegable realidad de la diferencia socioeconómica entre los seres humanos no es ajena, en modo alguno, a las congénitas cualidades individuales de cada persona, al nivel cultural y formativo al que se hubiera podido acceder y por supuesto, también, al entorno político, social y familiar en el que se desarrolla la vida de la persona, sobre todo desde el nacimiento a la edad adulta.

Al día de hoy, sin embargo, la igualdad esencial de todos los seres humanos resulta algo indiscutible, como lo es el que toda persona es titular de unos derechos fundamentales –entre los que destaca la dignidad como elemento troncal– cuyo reconocimiento se debe al pensamiento racionalista, ilustrado y enciclopédico de los siglos XVII y XVIII y, también, a las revoluciones sociopolíticas coetáneas y posteriores. Partiendo de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1879 y hasta la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, las Constituciones de los países civilizados recogen en sus textos el catálogo de los derechos fundamentales de la persona.

Pero esa igualdad esencial que naturalmente corresponde a cada persona por el simple hecho de serla no puede ni debe comportar una especie de clonación que conlleve una paridad absoluta e integral entre todos los seres humanos. Una cosa es aquella igualdad inherente a toda persona, y otra distinta, deseable y necesaria, es la existencia del hecho diferencial en el seno de la humanidad. Querer, por tanto, unificar, sin más, lo que por exigencias naturales, sociales y culturales, necesariamente, produce el hecho diferencial entre todos y cada uno de los seres humanos constituye, al margen de una utopía irrealizable, una clara pérdida de tiempo, como, por otra parte, la historia lo pone de relieve. Siempre habrá diferencias, y no sólo en el terreno económico, sino, igualmente, en el intelectual y el social.

Ahora bien, ciertamente, un principio de ineludible solidaridad humana latente en las normas fundamentales de los países civilizados y que es consustancial al Estado Social y de Derecho vigente en España desde la Constitución de 1978 exige y requiere poner al servicio de la colectividad tanto las cualidades individuales de cada persona como, igualmente, los medios materiales de los que se llegue a ser titular. En tal sentido, la función social de la propiedad privada se erige en un freno ante los excesos de un capitalismo liberal desorbitado y constituye instrumento jurídico de proporcionada igualación ciudadana de necesaria implantación.

Benigno Varela Autrán, jurista. Magistrado del Tribunal Supremo, jubilado.

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