El peor malvado

¿Quién ha sido el mayor malvado de la historia? Candidatos hay muchos, desde luego, más que buenas personas, aunque el progreso de la humanidad advierte que los «buenos» debieron de predominar, pero no tuvieron tanta fama. Que Atila, aquel rey de los hunos del que se cuenta que la hierba no crecía bajo las pezuñas de su caballo, entra en el lote, seguro. También Iván el Terrible, al que se acusa de cegar al constructor de la catedral de San Basilio, en la Plaza Roja, para que no pudiera construir otra igual, aunque no hay seguridad de ello. Pero no hace falta ir tan lejos: en nuestro tiempo tenemos unos cuantos que merecen el título: Stalin, con sus purgas, procesos, traslado de poblaciones enteras y gulags, está entre los diez primeros, aunque Mao, con su «gran marcha» y su «revolución cultural», en las que murieron centenares de miles de inocentes, o sus imitadores, como los Jemeres Rojos en Camboya, con sus pirámides de calaveras. Aunque Hitler por quedarnos más cerca, se lleva el primer premio, por sus campos de concentración provistos de cámaras de gas y haber destruido Europa, su país el primero. Su famosa frase «la naturaleza es cruel; yo también debo serlo», le retrata. Precisamente porque la naturaleza es cruel, o ciega más bien, al limitarse a cumplir las leyes que le han dado sin tener en cuenta las consecuencias, la humanidad, su máxima expresión, debe impedir que las fuerzas ciegas de la naturaleza se impongan. A eso se le ha llamado civilización, cultura, y ha permitido crear sociedades donde impera la razón sobre la fuerza. No siempre, desde luego, lo que debe servirnos de acicate para redoblar el esfuerzo.

Volviendo al tema de los «malos», como sobre gustos no hay nada escrito, para mí, el peor de todos no es un sátrapa sanguinario ni un chiflado con afanes de grandeza, sino un individuo de lo más vulgar en todos los sentidos tanto física como intelectualmente, tan lleno de complejos como de resentimiento, que tuvo, sin embargo, la suerte de vivir en una época de grandes cambios y la habilidad de montarse en ellos con la habilidad de un charlatán y el instinto de un vendedor de crecepelo. Me refiero a Jean-Jacques Rousseau. Nacido en Ginebra en 1778 y huérfano desde la infancia, su vida fue un tobogán de cambios, proyectos, países, amistades, enfrentamientos, ideas utópicas y tristes realidades, que le llevaron primero a París, donde se alistó en las filas del «progreso», que traían los enciclopedistas, pero en sentido contrario al de ellos. Mientras Diderot, D’Alambert y Voltaire, pese a su escepticismo e ironía, defendían la razón como la más importante de las cualidades humanas, lo que le estaba permitiendo no sólo domeñar al resto de las especies sino también construir una sociedad más justa y conformable, Rousseau sostenía que los sentimientos eran la base del humanismo y la felicidad. Si algo había fallado era el alejamiento cada vez mayor entre el hombre y su ambiente, la pérdida de la virginidad original y la imposición del más grosero materialismo. Había que volver a la naturaleza para reconquistar el paraíso perdido, que se encontraba en el corazón y no en el cerebro.

En esa búsqueda, Juan Jacobo cinceló una de las frases más famosas de su época y más revolucionarias, pese a su carácter casi bucólico: «El hombre nace libre y por doquier se encuentra encadenado». No se pueden decir más mentiras y más gordas en menos palabras. El hombre no nace libre. Todo lo contrario: nace expuesto a toda clase de peligros y arbitrariedades, hasta el punto de poder decirse que es el ser más desvalido no sólo en sus primeras horas de vida, sino en sus primeros años, debiendo ser cuidado, defendido, alimentado e instruido por sus progenitores o familiares, ya que por sí sólo es incapaz de hacerlo y perecería de no recibir tal ayuda. Lo que quiere decir que la base de la doctrina rusoniana es falsa. Y el armazón ideológico sobre ella, también. Ese «y por doquier se encuentra encadenado» no es más que la gran mentira del «retorno a la naturaleza» para encontrarnos de nuevo en el paraíso terrenal, donde todos sus elementos se hallan en plena armonía. La mayor de las mentiras imaginables. Para describir el origen de cuanto existe, el Génesis dice, «En el principio fue el verbo», que Lutero tradujo al alemán por «en el principio fue la acción» (die Tat) y los cosmógrafos modernos denominan «la formidable explosión» que produjo el universo, cuyos ecos retumban todavía por el espacio. O sea, que de paraíso, nada de nada, y de tranquilidad, menos. Esa idea de felicidad y armonía que Rousseau puso de moda montado en el romanticismo que apuntaba tras una etapa de rigor lógico y descubrimientos científicos, no se corresponde en absoluto con la realidad, como la de un hombre bueno por naturaleza, aunque corrompido por la sociedad es justo lo contrario de lo acontecido. El «buen salvaje» era, sencillamente un bruto gobernado por sus instintos más primarios, desde la necesidad de alimentarse, si era preciso a costa de los demás, -los signos de canibalismo son abundantes en las edades iniciales del hombre, como los yacimientos de Burgos- como el rapto de mujeres, que practicaron incluso los romanos (las Sabinas) para satisfacer su impulso sexual y procurarse descendencia. Ortega lo explica con un símil mucho más poético: «Cuando un hombre, en vez de devolver la bofetada que le dieron puso la otra mejilla, hizo ascender la humanidad un grado en la escala zoológica» (cito de memoria). Lo que viene a decir que la verdadera civilización, el auténtico humanismo es alejarse del orangután que llevamos dentro.

Pero Rousseau no hizo otra cosa en su vida que buscar ese retorno al paraíso que nunca existió. Sus obras, La nueva Eloisa, Emilio, El discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombre, El contrato social, Ensoñaciones de un paseante solitario, pero, sobre todo, Confesiones, son un canto al individualismo y una elegía del más feroz «regresismo». Es verdad que como muchos han apuntado, puede ser considerado el padre, o abuelo mejor, del ecologismo, hoy tan de moda. Pero incluirle entre los precursores de la democracia y, sobre todo, del liberalismo, no es que sea un error, es un timo. La democracia liberal es, más que nada, responsabilidad, individual y colectiva. Esa es una palabra que Juan Jacobo nunca usó. Y practicó aún menos. Muchas de sus tesis pueden encuadrarse en la literatura idílica o bucólica, es decir, pura fantasía. Pero para que se den cuenta de la enorme distancia que había entre el Rousseau escritor y el Rousseau ciudadano basta señalar que todos los hijos que tuvo, no recuerdo en estos momentos cuántos, pero fueron varios, los envió a la inclusa. Es decir, se despreocupó por completo de ellos.

Fue mi baremo al elegirle el mayor malvado de la historia. Como tal, creó el «buenismo», esa actitud del «tó el mundo e güeno», que incita a aceptar no sólo las opiniones ajenas, sino también los actos. En individuos corrientes pueden resultar incluso simpáticos, pero si alcanzan el poder son un peligro público. Carter fue uno de ellos y en España, Zapatero se le aproxima. Pero no quería entrar en la política y limitarme a la antropología. ¿O es lo mismo?

José María Carrascal es periodista.

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