El peor negocio de Donald Trump

Tan pronto como se confirmó que Trump había sido elegido presidente de los Estados Unidos, el decano de la John Fitzgerald Kennedy School, de la Universidad de Harvard, convocó a sus pupilos «para comentar el resultado». A las siete de la mañana del día siguiente, seiscientos alumnos abarrotaban el aula magna. Después de ofrecer su versión de lo acontecido, el decano concluyó con estas palabras: «La república sobrevivirá». En ese momento, una joven entonó el «Amazing Grace», plegaria que cantan los americanos en los momentos difíciles: «La gracia que me ha protegido hasta ahora, me devolverá a casa». Un miembro del profesorado me contaba que todos los asistentes se sumaron a ella con gran emoción.

Lo que podría resaltarse de este episodio es la confianza del señor decano en su país: «La república sobrevivirá». Acaso él, un especialista en política pública, fuese consciente de que las posibilidades de Trump de perjudicar al sistema eran limitadas. Sabía que su actuación estaba mediatizada por Congreso y Senado y que ambos le serían adversos. Sabía que el sistema judicial era un inexpugnable contrapeso, algo que se confirmaría pronto, cuando dos jueces desconocidos frenaron sin complejos uno de los decretos presidenciales sobre inmigración. Y sabía también que en cualquier momento, un fiscal anodino y rezongón podría presentar cargos contra Trump por misdemeanors (faltas menores).

Estados Unidos es una sociedad litigante que muestra una inflexibilidad radical ante la menor ilegalidad; sobre esto último quedémonos con dos delitos: el perjurio que, como en España, se castiga con cárcel –solo que aquí nadie va a la cárcel por mentir y allí pueden caerle cinco años– y la obstrucción a la justicia, todo un cajón de sastre jurisprudencial si te tienen ganas. No cabría descartar, por tanto, que una naturaleza vaquera, tan cotidiana y exuberante como la de Trump, terminase encajando en alguno de esos ilícitos penales.

Pero la pregunta que se hace todo el mundo es si con esos antecedentes se producirá o no un impeachment. Lo probable es que no. Para lograrlo –no confundir con «iniciarlo»– se precisa la aprobación de las dos cámaras, algo que no se consiguió ni con Andrew Johnson, dos intentos, ni con Bill Clinton. Richard Nixon dimitió un cuarto de hora antes de que lo echaran. Luego, técnicamente, ningún presidente americano ha sido removido de su puesto. Ahora bien, con las intromisiones parlamentarias antes citadas, los medios en contra y los focos buscándole el ADN, un Trump acosado tratará de proyectarse más hacia la política exterior, donde encontrará menos cortapisas, que hacia la doméstica.

Pero en el ancho mundo sus problemas de adaptación serán aún mayores. Quien como él está acostumbrado a la acción, se impacientará con la premiosidad de la política internacional. Su multilateralidad geográfica, diplomática y cultural le exigirá retener infinidad de datos que desconoce, y que un presidente precisa dominar. Ignorancia evidente al tildar a Qatar de estado terrorista, olvidando que Estados Unidos tenía a las afueras de Doha una base militar con diez mil soldados, la más grande del Oriente Próximo. El tema es que Trump, o consulta cada vez que va a hablar, desvirtuando su personalidad, o meterá la pata con dolorosa frecuencia.

El problema de fondo es que sus capacidades, que son muchas, no son siempre extrapolables a la política. La primera vez que oí hablar de Donald Trump fue al «New York Times», cuando el ayuntamiento de esa ciudad pretendió, sin éxito, construir una pista de patinaje sobre hielo en Central Park durante seis años. Aquel joven empresario intervino ofreciéndose a hacerlo mejor, adelantando incluso el dinero. Trump solucionó el problema y el ayuntamiento terminó representando el papel del «pagano mollar». Y es que en esa especie de «trile» que Trump como constructor se traía en sus relaciones con la administración, era un tipo formidable capaz incluso de que le calificaran treinta hectáreas en Manhattan. De ahí que erróneamente dedujera que el Estado en esencia es ineficaz y que un hombre de negocios lo podía hacer mejor.

Pero si bien el punto fuerte de Trump era su capacidad para iniciar cosas y acabarlas dejando un flavour de Supermán, el que luego resultasen exitosas estaba por ver. Hay un viejo chascarrillo que dice que «las empresas nacen, crecen, se diversifican y mueren». La certeza del axioma radica en el tipo de diversificación. Puedes cambiar de producto, de mercado, de tecnología o de país, pero el riesgo de «pegártela» es mayor si al diversificar acumulas varios de estos factores. Trump supo primero construir edificios, después rascacielos, luego hoteles, más tarde casinos e incluso invirtió en líneas aéreas, pero cada vez que se alejaba de su expertise inicial tendía al batacazo. Cierto que por su condición emprendedora ha sabido llegar a la Presidencia –su mayor diversificación– pero la determinación nunca fue garantía de excelente desempeño.

La eficacia de Trump es empresarial. Para lograrla tiene que romper con el pasado de Obama, algo traumático. Aplicando ese estilo agresivo a una administración pública en que se practican sutilezas florentinas, su comportamiento es aún más rechinante: México, China, Cuba, Inglaterra... Trump siempre preferirá un choque de trenes a una mediación, toda vez que la visión peyorativa del choque de trenes refleja el punto de vista del maquinista más débil, papel que ni le cuadra ni se permite. Cuando le juzgaron varias veces por acosar a vecinos para su desalojo en algunos edificios, y le propusieron tratos favorables, no los aceptó para no dar imagen de condescendiente. Pero esa permanente apuesta por el riesgo, que puede ser a veces acertada en la empresa, es menos pertinente en política.

Más que sufriendo un impeachment, lo verosímil es que Trump acabe aburrido y frustrado y decida no presentarse a la relección. Después de todo, su posición es a ratos insostenible: perseguido por jueces y fiscales, desatendiendo a sus empresas, con el FBI detrás de las cortinas, la parentela vivaqueando en el Despacho Oval y los rusos saliendo de debajo de la cama… Para que esto sea un vodevil solo falta Benny Hill seguido de la musiquilla del tirirí.

Nunca sospechó Trump que el entorno de Washington, tan opuesto al neoyorquino, podría encorsetarle de este modo. De haber solicitado consejo a las grandes consultoras seguro que le habrían recordado eso de «zapatero a tus zapatos». Por eso, cuando por las mañanas Trump se mire en el espejo y «whatsapée» algo como: «Ruphert te necesito», el hombre más poderoso de la tierra admitirá que ahora tiene que dar explicaciones de todo, incluso de cómo se ordena el tocado. Con la ambición ya colmada de ser presidente de Estados Unidos, el tiempo que le resta de mandato –me temo– puede resultarle poco contributivo e insoportable.

José Félix Pérez-Orive Carceller, abogado.

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