El perdedor radical

En 2005, Hans Magnus Enzensberger publicó un ensayo titulado «Los hombres del terror. Un ensayo sobre el perdedor radical». En él afirma que perdedores radicales los hay por doquier: en barras de bar de los pueblos, en bancos y oficinas, en institutos y universidades, escuelas coránicas y mezquitas. Se trata de individuos que pasan desapercibidos viviendo en sociedad, callando y esperando, presas de la sensación de ser despreciados y humillados; el resentimiento nutre su sed de venganza y sus fantasías megalómanas. Quieren vengarse del mundo cuando llegue el momento. «El pretexto que desencadena la explosión final es básicamente secundario, por cuanto los violentos tienen la piel muy fina, de manera que para ofenderles basta una mirada o un simple chiste (…), tal vez una observación crítica de su mujer, el volumen de las música del vecino, una pelea de bar o el vencimiento de un crédito. El comentario desafortunado de un superior es suficiente para que el individuo se suba a una torre y dispare a todo lo que se mueva en un supermercado, no pese a que la masacre acelerará su propio fin, sino precisamente por eso».

«El perdedor radical rompe con el instinto de supervivencia (…), no sólo quiere destruir a otros, sino en definitiva a sí mismo; de ahí que no se arredre ante amenazas ni haya pena que pueda corregirle. No conoce ninguna solución de conflictos, ningún compromiso. Cuanto menos factible sea su proyecto, con mayor fanatismo se aferrará a él».

Autores como Jung o Huxley han querido ver en el fanatismo la sobrecompensación de una duda. Churchill definió al fanático como «aquel que no puede cambiar de opinión y rehúsa cambiar de tema» y Fernando Arrabal ha advertido sagazmente que «los fanatismos que más debemos temer son aquellos que pueden confundirse con la tolerancia».

Al releer el ensayo del pensador alemán, años más tarde, he caído en la cuenta de que muchas de sus reflexiones son aplicables a la obstinación fanática de parte de la clase política catalana, empeñada en un proyecto imposible que perjudica objetivamente a quienes pretende beneficiar y que, en último término, amenaza su propia supervivencia. Desde la perspectiva del perdedor radical y salvando las distancias en cuanto a la dimensión de los actores –pertenecientes unos a una gran nación y a una entelequia los otros– y a la magnitud de la tragedia, el caso presenta algunas analogías con el del nacionalsocialismo alemán: una hábil propaganda aprovechó la enfermedad narcisista surgida en Alemania de la derrota de 1918 y el Tratado de Versalles para buscar culpables: la «conjura capitalista-bolchevique» y, ¿cómo no?, el eterno chivo expiatorio, o sea, los judíos. Así, la sensación de ser perdedores sólo pudo compensarse mediante la huida hacia adelante de una megalomanía en forma de intento de dominio del universo mundo, una idea tan peregrina como objetivamente irrealizable que hace pensar que tanto Hitler como sus seguidores no se proponían tanto alcanzar una hipotética victoria cuanto radicalizar y perpetuar su status de perdedores mediante un afán destructivo que conduciría a un suicidio colectivo y a un final terrorífico. No hay otra explicación al hecho de que los alemanes defendieran con obstinación hasta el último montón de ruinas berlinés, algo que confirmó el propio Hitler al decir que el pueblo alemán no había merecido sobrevivir. A costa de incontables víctimas alcanzó lo que se había propuesto: perder. La obstinación de la parte más provinciana y fanática de la clase política catalana también parece tener por único objeto perder y justificar así con mayor razón ese ideario victimista que es refugio narcisista preferido del perdedor radical.

Melitón Cardona, embajador de España.

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