El periodismo fantasma

¿Están las nuevas tecnologías contribuyendo a una noción de realidad desvinculada de los hechos? La misma duda se repite últimamente en varios frentes intelectuales: los libros más recientes de Nicholas Carr, otro de Wendy Hui Kyong Chun, Updating to Remain the Same; un rotundo editorial de Katharine Viner, la nueva directora de The Guardian; un artículo notable de Peter Pomerantsev publicado en Granta, y citado hace poco por Arcadi Espada, quien lleva tiempo lidiando con estos asuntos y sus implicaciones para el periodismo… Del incremento en la escala de los cambios de sensibilidad, representado por la llamada “revolución digital”, hemos pasado al debilitamiento de esa “realidad” que circula en las redes sociales o incluso, un paso más allá, a nuestra indiferencia por la “verdad” de esos “hechos”, más o menos noticiosos. En esta era de alucinaciones masivas e incredulidad, el periodismo deambula como un fantasma.

Veinticinco años han bastado para que la idea de Internet como plataforma abierta y antijerárquica, con información de primera mano, parezca derrotada por el impulso avasallador de los social media: corrales —más que redes— sociales, donde la muchedumbre pone a prueba algoritmos que reafirman sus previos puntos de vista; estancos dominados por grandes empresas mediadoras que expresan un nuevo nivel de concentración de poder e intrusismo al lucrar con una privacidad que cada vez interesa menos a la mayoría de los usuarios.

No pocos análisis recientes revelan un retroceso del espíritu libertario que animó la fundación de una “red de redes”, arrinconado hoy en la marginalidad o convertido en inspiración de ficciones conspiratorias. (Novelas como Al límite de Thomas Pynchon, Satin Island de Tom McCarthy o El círculo de Dave Eggers serían buenos ejemplos de estas satíricas barricadas literarias contra el “rebaño digital” del que hablaba Jason Leinier).

En su ensayo, Pomerantsev describe un complejo escenario de tecno-fantasías alimentadas por una atmósfera de incertidumbre económica y social que contribuye a que el público consuma por igual la información real y los pseudohechos disfrazados de noticia: “Si todos los hechos coinciden en decir que uno no tiene ningún futuro económico, entonces ¿para qué quiere nadie saber nada de los hechos? La falta de una idea de futuro, pero también una comprensión simplista del pasado en forma de vagas nostalgias y sueños de grandeza perdida, han contribuido a debilitar el estatuto del presente”.

Otra causa de esta erosión del estatuto factual de la realidad noticiosa podría ser el cambio de nuestra idea del sujeto. Nuestra tradición delimitó la frontera de “lo interior” como territorio significativo: descifrar la verdad era indagar en lo “interno”. Conocer era analizar lo real y profundizar en nosotros mismos. En cambio, en la era del selfie ese “nosotros mismos” es cada vez menos “privado” y más abierto, inmediato y expuesto. Ha cambiado el carácter y la definición de lo humano, concebido menos como “interioridad” que como un “mundo público”, visible y realizado en autoficciones, prótesis y sucedáneos.

La crisis paralela de un modelo de continuidad temporal y de un sujeto estructurado no es, sin embargo, resultado directo de la tecnología o del avance científico de esta última década, sino de una vocación ideológica anterior. Como bien recuerda Pomerantsev, esta equiparación entre la verdad y la falsedad “procede (y se beneficia) de un relativismo y de un tardío postmodernismo de lo más invasivo, que, en los últimos treinta años, ha saltado del mundo académico al de los medios de comunicación y a todos los demás ámbitos. Esta escuela de pensamiento ha hecho suya la máxima de Nietzsche según la cual no hay hechos sino sólo interpretaciones: cada versión de los hechos no sería más que un relato en el que las mentiras pueden quedar justificadas como 'un punto de vista alternativo' o 'una opinión' ya que 'todo es relativo' y 'cada uno tiene su propia verdad' (y en Internet realmente eso es así)”.

Fue Thomas Pynchon quien, en su célebre novela El arco iris de gravedad, enunció de forma irónica este carácter indisoluble de la crisis del yo y de nuestra idea del tiempo bajo la forma de la Ley bautizada con el nombre de uno de sus personajes, un ingeniero llamado Kurt Mondaugen: “La densidad personal —dice la Ley de Mondaugen— es directamente proporcional al ancho de banda temporal”, entendiendo por ancho de banda temporal la amplitud de tu presente, tu ahora. Mientras más habites en el pasado y el futuro, y más amplio sea tu ancho de banda, más sólida será tu persona. Pero mientras más estrecho sea tu sentido del Ahora, más tenue serás”.

No es posible reducir nuestro doble compromiso con el pasado y el futuro sin disminuirnos también a nosotros mismos, sin volvernos más tenues, como le sucede al personaje de Pynchon. Pero esta suerte de existencialismo pop, puede leerse también como una irónica moraleja para nuestra era de información constante e indiscriminada.

El incremento del flujo informativo ayuda al desarrollo de la personalidad, pero sólo hasta cierto punto. Llegados a cierto nivel, este efecto se invierte. Estamos tan abrumados por la necesidad autogratificante de comunicar que ya no hay tiempo para la síntesis o la consolidación que implica el conocimiento verdadero. Se necesita tiempo para discriminar lo factual de las ficciones. En este punto, la densidad personal o consistencia interior se vuelve inversamente proporcional a la cantidad de información que podemos procesar. La única manera de hacer frente a la expansión del “ancho de banda” informativo es constreñir su espectro temporal, estrechar ese ahora que asegura nuestro umbral de conocimiento.

Los periódicos trabajan con ese frágil ahora. Han acabado por ceder ante las redes sociales porque buscan sustituir su antiguo modelo de negocio por uno basado en clics y shares. Su antiguo privilegio factual ha sido comprometido por la supervivencia en un mundo donde la noticia es “aquello que se comparte de inmediato” y los hechos se sustituyen con opiniones prêt-à-porter. Convertido así en un fantasma que engulle todo lo que nos rodea, el periodismo es como la criatura Sin Cara que aparece en la maravillosa película de animación de Hayao Miyazaki, El viaje de Chihiro, y que recuerda al “fantasma hambriento” de las reencarnaciones budistas: al adoptar la forma cambiante de aquello que ingiere, no sólo sufre él mismo sino que debilita y altera la consistencia de toda la realidad.

Ernesto Hernández Busto es ensayista (premio Casa de América 2004). Sus libros más recientes son La ruta natural (Vaso Roto) y Diario de Kioto (Cuadrivio).

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